Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

miércoles, 27 de febrero de 2013

EL PERFUME


Síntesis del post: Un asunto importante. El perfume. La singularidad de la mujer. Jean Baptiste. La pelirroja. La botellita. Un gato de dos colores indefinibles.


Jean Baptiste Grenouille. El perfume.

Me tenía que encontrar con mi amigo a las siete de la tarde en la placita que hicieron el año pasado en los terrenos que eran del ferrocarril. A cinco cuadras de mi casa y a nueve de la suya. Un convenio justo teniendo en cuenta que él era el promotor del cónclave, el que corría con la necesidad o el apuro. Tenía algo importante que decirme. Siempre tiene algo importante que decirme.

Llegué temprano. Yo siempre llego temprano. Me gusta ser el que espera, o mejor dicho, no me gusta que me esperen, la expectativa puesta sobre mi persona por mínima que sea. Por otra parte, desde que empecé a fumar de nuevo disfruto mucho de esas pequeñas soledades donde el divague mental cobra su mayor intensidad.

—Conseguí un perfume —dijo mi amigo luego de los saludos de rigor—. Es un perfume especial, que vuelve locas a las minas.

—Todos los perfumes tienen lo suyo —respondí yo con mi peor cara, tratando de arrancarme la idea de emprenderla a sopapos con él y su maldita noción de lo que es un asunto importante.

—No, pará, no me entendés —clarificó apresurado—. Hablo de cada mina individualmente, no de todas en general. A cada una le pega distinto, de acuerdo a su propia singularidad. Por ejemplo, si es una mina conservadora, huele el aroma del jardín de su casa paterna, o la piel de ese tipo al que amó en secreto desde siempre. Si es liberal, la mezcla de fragancias de su juventud, la playa o el verano más salvaje. Si es traicionera, el olor de las sábanas del dormitorio de algún amante pasado. Si es ninfómana, la verga enhiesta de un nigeriano o un percherón. Y así. Qué sé yo… ¿me seguís ahora?

—Sí, te sigo —contesté con una nota de descreimiento en el tono, y calculo que también en el rostro—. ¿Dónde lo conseguiste?

—Me lo vendió un viejo en la feria de San Telmo, era uno de esos puestos chiquitos y alejados que cuando vas al otro día ya no los encontrás.

Pausa para una breve reflexión: Lo que a mí no deja de maravillarme es la capacidad que poseen algunos individuos para transformar, en lo más profundo de su mente delirante, una simple estafa en un acontecimiento de carácter místico.

—Ya lo probé con Nati, y te aseguro que es infalible. Ciento por ciento. Dos o tres gotitas a cada lado del cogote y elegís como en el supermercado.

—Dejate de joder —rezongué con mi segundo cigarrillo entre los labios—. Qué perfume ni qué ocho cuartos, si cada vez que vas a la casa se terminan revolcando…

Lo que siguió fue un breve intercambio de opiniones y el inevitable desafío propuesto por el orgulloso titular del mágico producto.

—Dale, señalame la que vos quieras y dame cinco minutos para convencerla —espetó con altanería. Luego guardó un silencio desdeñoso.

Elegí una pelirroja tetona que leía tendida sobre una lona en el césped, a pocos metros de nuestra posición. No sé por qué. Quizás porque no estaba en mis planes iniciar una caminata exploratoria, o porque se me cruzó por la cabeza alguna descabellada fantasía personal que quisiera ver concretada aunque sea en cabeza de otro. O simplemente porque me gustó su porte. En cualquier caso prefiero pensar que fue por esto último, ya que la fantasía y la vagancia representan –al menos en mi cabeza– dos de mis peores falencias.

Y el tipo fue. Dos o tres gotitas a cada lado del cogote y se echó a caminar sin vacilaciones. Aun cuando el hipotético éxito de su empresa, pensado en frío, carecía por completo de eficacia probatoria, y el fracaso echaba por tierra la proclamada infalibilidad de su novedosa adquisición. El tipo fue. Se tuvo fe y fue.

Al principio la pelirroja –muy bonita ella– pareció interesada en la torpe galantería de nuestro Grenouille vernáculo, o al menos esa fue mi impresión a la distancia. Sin embargo a los pocos minutos algo en el ambiente generado cambió y las cosas comenzaron a torcerse, o al menos esa fue mi impresión a la distancia. Él se tendió sobre el borde de la lona (asumo que para facilitar la imprescindible olfateada de la dama) pero ella se incorporó de un salto y alzó la voz. Luego trató de calmarla pero ella lo repelió con una mueca de espanto o estupefacción. Y allí la situación se escapó definitivamente de sus manos. O al menos esa fue mi impresión a la distancia.

Lo que siguió fue un breve intercambio de opiniones y la inevitable retirada del malogrado galán. Tuvo lugar un pequeño alboroto. Una vieja que pasaba por ahí lo acusó de degenerado, se volaron algunas palomas, un nene no mayor de cinco años le arrojó una rama seca y corrió con su madre, e incluso se acercó un policía movido por la curiosidad. Sin embargo la escena acabó sin otra consecuencia que esa pequeña humillación pública.

—¿Qué pasó Jean Baptiste? —pregunté con sorna apenas se sentó.

—No me lo explico —respondió algo incómodo con la situación —. Creo que me puse contra el viento y no le llegó el olor. Me tendría que haber acomodado al otro lado de la lona.

—Debe haber sido el viento, sí —asentí piadoso —. Si no la matabas.

Emitió un gruñido, una queja que era a la vez un pedido, una súplica de tregua. Entonces decidí dejarlo en paz.

Permaneció un largo rato en silencio, a la búsqueda –asumo yo– de una explicación racional para su fracaso. Y de pronto, perdido como se hallaba en su propio océano de interrogantes, sus músculos o su cerebro se relajaron, la pequeña botellita de vidrio con el preciado elixir se le escurrió entre los dedos y se hizo añicos contra el piso.

Jean Baptiste no se inmutó. Simplemente observó otro rato los diminutos pedacitos de vidrio mientras un gato de dos colores indefinibles pisoteaba y lamía los últimos rastros de su esperanza de éxito en el universo femenino.

—¿Vamos a tomar una cerveza al bar del turco? —propuse sin hacer la más mínima referencia a la desgracia que acababa de ocurrir.

—Vamos —dijo él. Y sin más prolegómenos se puso de pie.

Nos retiramos de prisa y en silencio. La pelirroja tetona continuaba cambiando palabras con el policía, que de vez en cuando alzaba la vista para controlar nuestros movimientos. El nene de la rama seca nos espiaba desde la escalerita del tobogán. Una gata de color blanco restregaba su cuerpo contra el gato de dos colores indefinibles. Ida y vuelta. Pelo y contrapelo. Ronroneando. Con la cola parada, apuntando al cielo repleto de palomas.


Tengan ustedes muy buenas noches.