Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

miércoles, 22 de mayo de 2013

MI ASESINO SERIAL


Síntesis del post: Una empanada. Norteña. Dilaciones. Un asesino serial. Hábitos y costumbres. Conclusiones.



El hombre come una empanada. Lo digo así, sin prolegómenos, porque hoy no contamos con demasiado tiempo para descripciones. No sé, imaginen que el mediodía nos encuentra en un restaurante céntrico. O en un bar, mejor en un bar. Un bar de esos que tienen una barra repleta de gente taciturna que no puede darse el lujo de comer sentada, que no tiene tiempo que perder. Apremiada por las circunstancias. Igual que nosotros, no sé si lo dije. Justamente por eso es que, a pesar de que cada vez que les pido algo lo hacen mal, o directamente no lo hacen, los puse a imaginar en lugar de pintar la escena a mi propio gusto y placer.

Decía entonces que el hombre come una empanada. Una empanada de carne. Cortada a cuchillo. De esas que chorrean lava con cada mordisco, arrancando algún insulto perdido y obligando a cambiar de inmediato la mano que las sostiene. Debe ser —imagino— una empanada norteña. De Santiago del Estero, de Salta o de alguna de esas nobles provincias que se toman el asunto muy en serio. Casi como un arte.

¿Cómo dice?

No, no creo que sea una empanada sureña. Si bien asumo que en el sur se comen empanadas igual que en el resto del territorio nacional, tengo entendido que el modo de preparación no es algo que haga al orgullo o la autoestima de ninguna de sus provincias. Por otra parte tampoco creo que el tipo de relleno sea el mismo que en el norte.

No sé, qué quiere que le diga, no soy un experto. Pero imagino que debe salir mucho la empanada de cordero. Y más al sur, en la zona de lagos, la de trucha. Y en la parte norte de la isla Grande de Tierra del Fuego, la de Ona.

En fin… en cualquier caso ya lograron desviarme del tema principal de este humilde artículo. Como siempre. Si se hubieran quedado callados por una vez en la vida, en lugar de adentrarnos en este catálogo de comidas típicas que presenta poca o ninguna utilidad, yo podría haber pintado la escena con mucho más detalle. Pero bueno, ya malgastamos el tiempo. Tiempo que en rigor de verdad no tenemos, no sé si lo dije.

Ahora a lo nuestro sin más, que se enfrían las empanadas.

Tenemos a este hombre que come una empanada norteña (no sureña) en la barra de un bar repleto de gente taciturna que no puede darse el lujo de comer sentada. Y eso es todo lo que dijimos hasta ahora, aunque no por culpa mía.

El caso es que algo en el rostro de este hombre nos llama poderosamente la atención, y luego de observarlo durante largos minutos con estudiosa dedicación logramos comprender la esencia misma de nuestro pálpito. Es el rostro de un asesino serial. Mejor dicho, lo que imaginamos sería el rostro de un asesino serial. O lo que yo imagino, porque si bien les pedí específicamente que se dedicaran a esa actividad, lo único que han hecho ustedes hasta el momento es molestar. Por lo tanto a partir de este instante procedo a relatar en primera persona del singular. Es lo que se ganaron.

El de un asesino serial es un rostro afable y sin asperezas. Uno entre miles. Un rostro sin potencia, sencillo y desabrido al primer examen del ojo distraído. Y sin embargo, aun en ese marco, posee una nota de furia. Una furia indefinible que no hace nido en ningún elemento específico, en ninguna de sus facciones. No podemos hablar de unos ojos rabiosos o un semblante intimidatorio. La furia está ahí, aunque es imposible alzar un índice acusador. Su percepción es un salto al vacío, un acto de fe, un desborde intuitivo inconfesable.

Entonces ya tenemos a nuestro asesino serial. Mejor dicho, ya tengo a mi asesino serial. Debo confesar que siempre quise tener uno a mano, pero no con el afán de adentrarme en la turbulencia de su mente, sino para analizarlo en sus hábitos y costumbres más básicos, en su cotidianeidad. Es decir, no deseo conocer cómo elige este hombre a sus víctimas, ni las características físicas que estas deben presentar para transformarse —precisamente— en víctimas. No me interesa saber si mata una vez por semana o tres veces al año, y lo mismo da si lo hace con una itaca recortada, un cuchillo de supervivencia o unas medias can can. El núcleo de mi trabajo de campo del día de la fecha consiste en observar cómo devora una empanada de carne. Norteña, no sureña. Para ser más preciso, cómo se desenvuelve en su vida cotidiana cuando no está pensando en volarle la cabeza de un tiro a un pastor luterano, seccionar con su cuchillo la aorta de un contador retirado o asfixiar a una prostituta con sus medias can can. Y nada más.

Procedo a exponer mis conclusiones aquí y ahora:

No existe ninguna diferencia. Sí, así como lo oye. No existe ninguna diferencia entre el modo en que un asesino serial devora una empanada de carne norteña (no sureña) y el modo en que usted realizaría esa misma actividad. Sus cotidianeidades, al menos en lo referido a la manipulación y posterior ingesta de una empanada norteña (no sureña) poseen un asombroso parecido, lo que equivale a decir que existe una inquietante coincidencia en el modo de satisfacer por lo menos uno de sus instintos más primitivos.

Dicho de otro modo, usted es un individuo potencialmente peligroso. Eso en el mejor de los casos, porque también puede ser que esté leyendo esto con unas medias can can ocultas en el bolsillo interno de su abrigo. Nunca se sabe.

‘Sus conclusiones son puras patrañas’, podrá decir usted, que se ufana de haber estudiado en la universidad los distintos tipos de falacias del argumento.

Sin embargo no obtendrá de mí —al menos por el momento— retractación alguna.

‘Al fin y al cabo usted no hizo más que seleccionar a un pobre diablo cualquiera y transformarlo en un asesino serial basándose en una mera intuición. Y luego utilizó una empanada de carne norteña (no sureña) como vehículo para crear cientos o incluso miles de nuevos asesinos’.

Eso agregará usted frente a mi obstinado silencio.

Permítame una preguntita… ¿usted cree que esto está siendo leído por cientos o miles de personas? Concedo que puedo haberme excedido en el asuntito ese de tildarlo de asesino serial, pero admita que ando bien rumbeado en la búsqueda de algún severo desorden mental.

‘¿Y por casa cómo andamos?’ preguntará usted esgrimiendo una ironía de lo más precaria.

No sé, a mí me gustan las empanadas sureñas.

Y sí, leyó bien, más arriba hice referencia a las empanadas de Ona. Sepa que son tan comestibles como cualquier otro indiecito.


Tengan ustedes muy buenas noches.