Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

sábado, 12 de mayo de 2018

NO TE QUIERO MÁS, ROBERTO.




Síntesis del Post: Medialunas y café con leche. No te quiero más, Roberto. El Ser y el Hacer. Incomprensión. Testigo presencial.

Estoy tomando un café con leche y comiendo una medialuna. En rigor de verdad son tres medialunas, y no las estoy comiendo todas juntas, por supuesto, sino una después de la otra, como suelen proceder en público las personas que han nacido y crecido al amparo de una sociedad más o menos civilizada. Y digo en público porque no estoy en mi casa sino en un pintoresco bar ubicado en la zona de Palermo, y porque si estuviera en mi casa las formas empleadas y el concepto de civilidad se hallarían en un conflicto de imposible resolución.

En una mesa cercana a mi posición una señorita le anuncia a un caballero que la relación que los unía ha llegado a su fin, aunque él mantiene el optimismo e intenta con denuedo que se tome en cuenta su apelación. Sus argumentos son torpes y desesperados. Me refiero a los argumentos del caballero. Los de la señorita, por otra parte, son de lo más certeros. No te quiero más, Roberto. Eso le dice. Y luego escucha con aire desinteresado el ovillo de lamentos, recriminaciones y promesas que el condenado derrama sobre la mesa de un modo caótico. Sí, pero yo no te quiero más, Roberto. Eso le responde. Y mira el reloj de pared sin agregar una sola palabra, porque, asumo yo, sabe de sobra que el argumento se basta a sí mismo.

No te quiere más, Roberto. No te quiere más. Y el hecho de que no refuerce la sentencia con furibundas acusaciones hacia tu persona, de que no exista un detalle pormenorizado de tus infracciones, una queja sobre tu relación con su madre o un mísero reproche sobre tus magros ingresos económicos revela el problema en su auténtica dimensión. No hay nada que hacer, Roberto, el asunto ocurre en el plano del ser. No requiere ninguna acción de tu parte, no existen errores o desatenciones que subsanar. Es un sentimiento puro y simple (o la ausencia del mismo), y por ende no es algo que se pueda modificar poniendo voluntad. Ella no quiere que cambies, Roberto. Quiere que sigas siendo el mismo, pero lejos.

Me gustan mucho las medialunas, no sé si lo dije alguna vez en este espacio. Las medialunas y las pequeñas desgracias ajenas. La infinita potencia de un drama en desarrollo y la fortuna que implica convertirse en testigo presencial del mismo sin estar directamente involucrado. De más está decir que me refiero al universo de la tragedia menor, del contratiempo capaz de derrumbar solo aquellas estructuras que el individuo promedio desea mantener en pie, aunque en el fondo comprenda que su desaparición no implica más que un sufrimiento pasajero e irrelevante en el conjunto de la existencia. A ese universo me refiero, entonces. Y al de las medialunas de grasa, que tampoco es cuestión de andar precisando el grado de malicia que uno posee y no hacer lo propio con el combustible que lo nutre.

Pero basta ya de distracciones. Volvamos a lo nuestro.

Roberto persiste en su batalla contra un desenlace a todas luces inevitable. No sabe, no puede o no quiere comprender la verdadera naturaleza del asunto que lo tiene como protagonista, y es precisamente esa incomprensión la que lo arrastra sin remedio a las peligrosas aguas de la vergüenza ajena. A la indignidad de mendigar, no ya un amor, sino una simple permanencia. Una auténtica claudicación sin condiciones. Una subasta del orgullo, pero sin base. Una renuncia explícita al derecho inalienable de exprimir la paciencia del ser amado con lo peor que se tiene en el repertorio solo por el hecho de que eso es lo que uno es, y no lo que hace.

No hay peor tragedia que la que tiene lugar sobre el escenario, y no hay peor derrota que la que hace ruido. Esto habría querido decirle yo a Roberto si no hubiera pedido ya la segunda tanda de medialunas y otro café con leche. Por desgracia para él me siento mucho más cómodo en el papel de testigo presencial que en el de ángel de la guarda, y empatizo mucho más con la gente que entiende todo rapidito, cortito y al pie. Por igual un beso que un tenemos que hablar, o un te quiero que un hacé la valija.

Tengan ustedes muy buenas noches.  

lunes, 22 de agosto de 2016

Y PERDISTE


Síntesis del post: Un almuerzo en un patio de comidas. Cruce de miradas. Paréntesis. La derrota. Un regalo. Un pantalón. Un hombre y una escopeta. Situación límite. Un muchacho tatuado y heroico. Reflexión.


Estoy almorzando en el patio de comidas de un centro comercial. Son unos ravioles que parecen de la semana anterior, recalentados, rellenos de una ricota ácida que se alcanza a percibir aun disfrazada por una salsa bolognesa que a fuerza de abundancia busca rescatar un plato condenado a la mediocridad. Suelo equivocarme a la hora de elegir el almuerzo cuando la oferta es excesiva. Estaba este local de pastas que me pareció más o menos decente, el de sándwiches de lomito, el de las milanesas en todas sus variantes, uno de sushi, otro de pescados servidos de un modo más occidental y cristiano, una parrilla concentrada sobre todo en achuras e incluso una heladería de las más conocidas del país. En fin… tendría que haber ido por una hamburguesa en McDonald’s, que suele ser siempre una elección segura y contundente. Pero ya está, las cosas son como son, y aun cuando el paladar se queje, el estómago en su infinita nobleza suele convalidar de buena gana aciertos y errores, en tanto y en cuanto la cantidad sea adecuada para calmar sus gritos.

El hombre me mira. O más bien diría que es un cruce de miradas. Involuntario, casual, no más de un instante. Está sentado a unos cinco metros devorando con efusión una hamburguesa (esa misma que yo me negué en forma inexplicable) mientras intercala fatigados monosílabos en la charla con su mujer. Tendrán, ambos, unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Él, morrudo y canoso; ella, indeciblemente voluminosa y dueña de una voz chillona difícil de digerir aun a la distancia. Una pareja que encuadra a la perfección dentro de los parámetros básicos de normalidad.

Aquí es donde yo quisiera abrir un paréntesis y ejecutar un brevísimo análisis de esa mirada, no solo por lo que en ella creo haber percibido, sino porque tengo el pleno convencimiento de que el mismo otorgará sobrada justificación a los hechos que estoy a punto de relatar en este humilde artículo.

Los ojos son capaces de transmitir cualquier emoción, cualquier estado de ánimo. Eso, por supuesto, si se los sabe leer. Alegría, tristeza, furia, melancolía, amor, odio, miedo, deseo. Lo reflejan todo. A veces con mucha potencia, otras veladamente. Pero siempre hablan. Nada puede escapar a su descomunal poder de comunicación. Y dentro de ese cúmulo de emociones que se expresan incluso en contra de la voluntad del individuo existe una que no admite maquillajes de ninguna especie. Ni siquiera se puede disimular, lo que convierte en un virtual imposible su comunicación velada. Es, diría yo en tren de hacer un aporte a la precisión del concepto, más bien un hecho frío y trágico que una emoción o un estado de ánimo. Estoy hablando de la derrota. La derrota te marca. Es indeleble. La derrota es pasada. Ya ocurrió en toda su dimensión. Se agotó. Se configuró con la muerte de la esperanza, de la expectativa, y no hay disfraz que le quepa. No estás esperando una oportunidad para el amor. No estás buscando el momento adecuado para vengar una afrenta, para plasmar tu odio. No tenés esa adrenalina ante la inminencia de un desafío, de una batalla. No existe el menor atisbo de temor. No hay nada. Ya está. Ya jugaste. Y perdiste. No jodas más. Eso es la derrota.

La mirada de este hombre (al fin y al cabo a ella apuntaba esta breve reflexión) habla de una derrota. Una de las grandes, de las que calaron bien hondo e hicieron metástasis en el espíritu. Acaso tenga algo que ver con esa voluminosa mujer de voz chillona que no ha parado de hablar en todo el almuerzo, acaso con otra cosa. No lo sé, y en este punto del desarrollo ya no es algo que me importe demasiado. Cierro paréntesis.


Tengo que comprar un regalo. Por eso estoy en el centro comercial, no para comer ravioles anhelando hamburguesas o analizar miradas ajenas. Deambulo dubitativo por los pasillos, ingreso en diversos locales sin demasiada convicción y me transporto montado en esas frías escaleras mecánicas que suben por un extremo y bajan por el opuesto para que uno se vea obligado a explorar la gama completa de ofertas en cada planta antes de pasar a la siguiente. Por fin me decido por un libro. Siempre me decido por un libro. A fuer de ser sincero no sé por qué diablos jamás me dirijo a la librería antes de recorrer un sinfín de negocios de ropa entablando diálogos inútiles con aburridas encargadas que a todo me responden con la palabra ‘dale’. En el fondo supongo que cada uno tiene sus propias taras, que al final del día acaban siendo tan ridículas como insuperables.

Tengo que comprar un pantalón. Para mí. En rigor de verdad no tengo que comprar un pantalón. Ni para mí ni para nadie más. Solo se me ocurrió comprar un pantalón, ya que estoy acá, lidiando con taras propias y regalos ajenos.

Ingreso en un gigantesco local de esos que venden ropa para hombres, mujeres, niños, perros y demás criaturas del Señor. Me atiende un muchacho de unos veinticinco años, bastante despierto y extrovertido, con un brazo tatuado hasta la altura de la muñeca. Al principio desconfío de su capacidad y/o voluntad de llevar mi asunto a buen puerto, pero rápidamente se revela solvente y entusiasta, resolviendo mis dudas con celeridad y eficacia. Ahora solo resta probarme el pantalón, aunque estoy del todo seguro de haber hecho, esta vez sí, una excelente elección.

Los probadores se encuentran cruzando una pequeña puerta ubicada en un rincón al fondo del local, fuera de la vista del resto de la gente. Son cinco cubículos muy bien iluminados y espaciosos, cubiertos por sendas cortinas de color bordó. El único que está ocupado es el más alejado de la puerta. Desde el interior emerge con nitidez una voz aguda y penetrante que reconozco de inmediato. Es de la esposa de aquel hombre de mirada derrotada que, dicho sea de paso, se encuentra al otro lado de la cortina con la vista clavada en la profundidad bordó, morrudo y canoso, luciendo una suerte de sobretodo azul que dada su corta estatura le llega muy por debajo de las rodillas. Otra vez cruzamos miradas y entonces confirmo mi primera impresión, aquella que tuve en el patio de comidas. Esos ojos comunican una derrota de enormes proporciones.

El muchacho tatuado, solvente y entusiasta me señala el tercer cubículo:

—Avisame si necesitás algo —me dice mientras levanta algunas perchas que encuentra en el piso.

Me dispongo a ingresar, y sin embargo por alguna razón no muy bien definida en mi mente no lo hago. En cambio me detengo, tal vez en respuesta a la más primaria intuición, tal vez por pura y simple casualidad.

La voz chillona de la mujer lo invade todo. Su omnipresencia lastima los oídos. Agrede en muchos niveles. El pantalón que intenta domesticar no le entra, según su propia declaración gruñida desde lo profundo del cubículo entre esforzados tironeos, insultos y resoplidos. Le pide al hombre que se asome, que emita un veredicto objetivo aunque piadoso. Algo a todas luces imposible.

Entretanto yo imagino su voluminosa humanidad progresando centímetro a centímetro dentro de ese sufrido pedazo de tela, forzando la capitulación de las costuras. Y se me escapa una leve sonrisa que reprimo velozmente para no parecer irrespetuoso. Sin embargo algo anda mal en esta escena. Lo intuyo. Lo sé.

El hombre nos mira. Al muchacho tatuado, solvente y entusiasta y a mí. Es, como hace un rato en el patio de comidas, solo un instante. Luego se vuelve a mirar la cortina y otra vez hacia nosotros. Repite la maniobra en tres o cuatro oportunidades. La horrenda voz de la mujer no cesa, no se apaga. Él parece algo indeciso, aunque al cabo de unos segundos finalmente pasa a la acción.

Con cierta parsimonia desabrocha uno a uno los botones del sobretodo y descubre una esplendorosa escopeta. No soy experto en armas, pero si tuviera que adivinar diría que es una itaca recortada. Un arma de esas que producen daños definitivos e irreparables. Un instrumento apto para acallar cualquier voz.

De pronto ya no nos mira. Solo apunta el caño en dirección a la cortina bordó con los dientes apretados, sin emitir sonido. Minúsculas gotas de sudor aparecen de la nada cubriendo su rostro por completo. Tal vez haya alguna lágrima mezclada, aunque no lo podría asegurar.

Entretanto, el muchacho tatuado y quien les habla optan por una sana actitud de inmovilidad, astutamente reforzada por un cerrado silencio monacal.

—¿Me oís Ricardo? —indaga la mujer, ignorante de la situación que impera en el exterior del cubículo.

No, a juzgar por el semblante que trae yo diría que Ricardo ya oyó suficiente, y asumo que el silencio no sería una mala idea tomando en cuenta el probable desenlace. Esto pienso yo, aunque por supuesto no lo digo. Rara vez comunico mi pensamiento, y mucho menos cuando no tengo del todo claro para dónde va a terminar apuntando la escopeta de turno.

Por fortuna para mí y para mi compañero en este asunto de la inmovilidad y el silencio, el arma en cuestión se endereza hacia la cortina. Resulta obvio a los ojos de cualquiera que su objetivo ha sido elegido con la debida anticipación.

—Creo que voy a reventar como un sapo, Ricardo —sentencia la señora con aires premonitorios.

Aquellos que estamos ubicados en una posición que nos permite apreciar la pintura completa no podemos menos que coincidir con su afirmación. De no mediar un milagro o una acción heroica, eso es exactamente lo que va a ocurrir en pocos segundos. Aunque con dos o tres pinceladas de literalidad, por supuesto.

Ricardo no responde. Sus muelas rechinan mientras se dispone a ejecutar el plan que estuvo imaginando quién sabe hace cuánto tiempo. Alista la escopeta, da un paso al frente y acerca el caño a unos diez centímetros de la cortina. La suerte parece estar echada.

—Su marido se fue, señora —informa de pronto el muchacho tatuado, solvente y entusiasta alzando su brazo dibujado con la palma de la mano extendida frente a los ojos extraviados de Ricardo. Con su cuerpo y sus gestos pide un alto, propone una tregua silenciosa que este acepta más por obra de la sorpresa que del arrepentimiento.

La maniobra es arriesgada pero evita el disparo. Al menos por el momento. Aún con el brazo alzado da un paso en dirección al indeciso homicida. Luego otro, y otro, y otro. No vale la pena, Ricardo, parece decir mientras avanza.

—¿Cómo que se fue? —insiste la mujer desde lo profundo del cubículo.

—Salió a tomar aire —respondo yo con sequedad, consciente de que hay que cerrar la conversación tan pronto como sea posible.

Por fin mi compañero reduce al mínimo la distancia que lo separa de Ricardo, posa su mano sobre el caño de la escopeta y ejerciendo una leve presión logra que la misma apunte hacia el piso. Luego, sin mediar ningún reproche lo abraza, y en esa posición permanecen por varios segundos.

—¿Querés que te traiga otro talle, nena? —pregunta a ciegas mientras separa su pecho del homicida y me señala invitándolo a acercarse a mi posición.

Ninguno de nosotros quebranta ese silencio tácito que acompaña el procedimiento, y así se sostiene el delicado equilibrio que nos mantiene a salvo de la tragedia. Ricardo camina hacia mí y nuestras miradas se encuentran una vez más. Allí está la derrota, cristalina, indeleble, reconocible aun entre varias emociones que también pueden leerse en medio de tanto dramatismo.

Sin un plan preconcebido oculto el arma dentro de su sobretodo y ambos abandonamos primero la zona de los probadores y luego el negocio mismo, dejando al muchacho tatuado, solvente, entusiasta y heroico a solas con la voluminosa mujer que ha nacido por segunda vez sin siquiera percatarse.

—Soy un cobarde —me confiesa Ricardo en la escalera mecánica, negando con la cabeza entre sollozos.

—Todos lo somos a nuestro modo —respondo yo, que sin embargo suelo ser amigo de cobardías más precarias.

—No sé por qué traje la escopeta, y tampoco sé por qué la saqué en el probador —agrega—. Igual si disparaba no hubiera arreglado nada.

Una cosa buena que tiene la derrota es que siempre se deja ver, se deja palpar. Uno sabe que el partido terminó, que perdió y que tomarse a golpes de puño con los jugadores contrarios no va a cambiar el resultado. Lo importante es entender que hay que dar vuelta la página y concentrarse en el próximo rival. Ricardo, asumo, acaba de hacerlo. Con el último suspiro, en la última bola de la noche, pero lo hizo.

La escopeta queda bajo mi custodia, en el baúl de mi auto. Solo entonces lo dejo ir. Acodado en el barandal de la primera planta lo observo abandonar el centro comercial con su derrota a cuestas, aunque por fin asumida. Ya no va a regresar. Ni aquí, ni a su hogar, ni a ningún otro sitio que soliera frecuentar hasta el día de hoy. Y será lo que tenga que ser, en este, su nuevo partido.

Por fin decido regresar al negocio. La voluminosa mujer ha salido y habla con su teléfono móvil a pocos metros de la puerta de entrada. Camina en círculos, taconea y gesticula. Aún se pregunta dónde está Ricardo, pero no creo que sepa que ese interrogante la acompañará por el resto de su vida. Su nueva vida. Esa que acaba de comenzar detrás de la cortina bordó. Su mirada, que se cruza con la mía por un instante, transmite las más variadas emociones. Ira, desconcierto, ansiedad. Y alguna otra que no podría precisar. Sin embargo su derrota es demasiado reciente, ni siquiera ha tomado conciencia. Será el paso del tiempo el encargado de forjar una nueva mirada.

El muchacho tatuado, solvente, entusiasta y heroico me chista desde el interior del negocio. Su pregunta es tan silenciosa como sus métodos. Alzo el pulgar en señal de triunfo y sonrío. Luego sigo mi camino. Lo cierto es que ya no tengo ganas de comprarme ningún pantalón.


Tengan ustedes muy buenas noches.

lunes, 7 de septiembre de 2015

CRÓNICA DE UN POSIBLE HOMICIDIO


Síntesis del post: Confesión de mi amigo. Silencio. Una aplicada inmovilidad. Análisis de situación. Plan y motivaciones. Otro silencio. Un favorcillo. Conclusión.


— Creo que voy a matar a mi jefe —me dice mi amigo mientras juguetea con su vaso de whisky sin decidirse del todo a beberlo.

Media entre ambos un estudioso silencio, de esos que progresan luego de que han sido pronunciadas palabras atroces, capitales o polémicas, y que pueden abarcar un segundo o un siglo, atados sin remedio al carácter y la profundidad de las reflexiones que susciten.

Una voluta de humo suspendida sobre su cabeza se retuerce y gira sobre sí misma en un vano intento por dilatar su dispersión en el ambiente, y yo observo ese pequeño espectáculo sumido en una aplicada inmovilidad, cuidando de que mi rostro no comunique emociones que aún no acabo de procesar. Abro paréntesis. Soy un fervoroso partidario de la inmovilidad -no sé si lo dije alguna vez en este espacio- cuando deseo que el universo se olvide de mí por un rato, cuando busco que no se percate de que estudio alguno de sus mecanismos con un fin específico. Entiendo que la misma -a la inmovilidad me refiero- es la herramienta más efectiva para inducir esa amnesia cósmica que nos coloca fuera del mundo aunque sea por un instante, abriendo una instancia de reflexión pura y abstracta. Cierro paréntesis.

Habla en serio, de eso no cabe la menor duda. Si bien la penumbra del bar en que nos encontramos desvanece los rostros, la gravedad del tono empleado suple esta y cualquier carencia. Va matar a su jefe. O por lo menos eso cree, si nos apegamos a la literalidad.

Ahora bien, la idea desnuda no es suficiente para determinar en qué etapa del desarrollo se encuentra este simpático asesino en potencia que tengo sentado frente a mí. Para ello habrá que requerir alguna ampliación que nos permita conocer la dimensión de sus oscuras motivaciones, la existencia o no de una fecha tentativa de perpetración, si ha imaginado un plan más o menos sensato (si es que cabe hablar aquí de sensatez) y, lo que es más importante aun, si ese plan involucra de alguna forma, por mínima que fuera, a este humilde servidor. Conozco de sobra al hatajo de impresentables que conforma el núcleo duro de mis amigos, y si hay una cosa que aprendí con el tiempo y a los golpes es que en cada emprendimiento que arrojan sobre la mesa uno comienza como un simple testigo inocente, favorcillo mediante ingresa sin saberlo en el arenoso terreno de la complicidad, y a partir de allí todo se transforma en un viaje directo y sin escalas hacia la coautoría.

A lo largo de mi vida he participado en varios hechos grupales reñidos con la ética o la moral (en su mayor parte concebidos por ingenios más fecundos que el mío), pero siempre relacionados con la órbita de la contravención y no del delito penal. Por otra parte, y enfocando la cuestión desde el punto de vista de los resultados, en más de una oportunidad hemos sido descubiertos por individuos u organizaciones no tan duchas en materia investigativa. Quiero decir, jamás fue necesario un fiscal de la nación o la división homicidios de la policía federal para que el plan de la banda fracasara con estrépito. En rigor de verdad, bastó alguna novia despechada en la adolescencia, o incluso algún kiosquero sin déficit de atención en la época infantil. Nunca fuimos exitosos a la hora de quebrantar la norma, y por lo tanto resulta lógico y prudente pensar que nunca lo seremos. En esa inteligencia expreso la primera de mis inquietudes:

— ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunto en tono firme, agregando de paso un calculado escepticismo gestual.

Concedo que la indagación debió comenzar de un modo más amigable, quizás abordando el asunto desde la óptica de sus motivaciones (un simple ‘por qué’ habría estado bien), pero a veces, ante ciertas situaciones que acarrean un peligro actual o potencial para los propios intereses, colocarse al albergue de la más absoluta ajenidad desde el preciso instante en que aparece el planteo ayuda a que uno preste el oído de buen grado en lugar de ganar la calle a la carrera en busca de resguardo, sosiego o una mezcla de ambos.

— Absolutamente nada —responde alzando la mano en pos de calmar mi temprano recelo—. Somos amigos, es solo una confesión que te hago, tal vez necesito hablar con alguien.

Lo que sigue a ese invalorable aporte de tranquilidad es un gigantesco enjambre de excusas y pretextos lunáticos que, según interpreto, constituyen el fundamento último del crimen que pretende cometer. Y luego, sin tomar un respiro siquiera para conocer mi opinión al respecto, continúa con el detalle minucioso de un curso de acción al que asigna serias probabilidades de éxito, un estrambótico plan homicida concebido en el seno -entiendo yo- de una mente tropical cuyo delicado equilibrio se quebró en algún punto del camino entre la última vez que nos vimos (hace un mes en la casa de su hermano) y esta noche que nos encuentra cara a cara, whisky de por medio en este modesto bar del centro de la ciudad. Abro paréntesis. La mente, cuando es potente e inquieta y resulta sometida a extensos períodos de soledad y silencio o al abuso de sustancias que alteran la debida comprensión de los hechos, suele embarcarse en complejos desarrollos que acaban empujándola a transitar por caminos sinuosos que a su vez desembocan en praderas bastante alejadas de su lucidez inicial. Ese es mi humilde parecer, que no será una verdad material pero podría apostar que se acerca bastante al núcleo del problema que nos ocupa. Cierro paréntesis.

— Todo esto me parece una locura —sentencio severo—. Una locura absoluta.

— En última instancia es mi locura —responde con una expresión en el rostro que ya lo denuncia medio ausente.

Se instala entre ambos un nuevo silencio, esta vez de contenido reparador. Necesito restablecer mi ritmo cardíaco, y él, quizás, meditar sobre la contundencia de su exposición y las consecuencias que podría acarrear una toma de posición demasiado moralista de mi parte.

Asumo aquella aplicada inmovilidad de la que hablaba al comienzo de este artículo y aprovecho el silencio para reflexionar un poco sobre el compendio de barbaridades que acabo de escuchar. Un individuo cuya carrera criminal (compuesta hasta la fecha solo por pequeñas contravenciones) es una oda al fracaso, plagada de errores infantiles al momento de trazar un plan, de su ejecución o de ambos a la vez, pretende asesinar a su jefe y cree con una fe casi religiosa que va a ser capaz de eludir la acción de las personas y organismos que el Estado entrena y destina a dar caza a otros individuos algo menos torpes que él, y que encima, en lo suyo, son profesionales. Siento como si estuviera observando al Titanic en el astillero. Una tragedia en plena construcción, ansiosa por entrar en escena y hallar su propio témpano.

Deseo ensayar un último argumento para desalentarlo, pero no encuentro las palabras adecuadas y al final decido evitarme una nueva discusión que además presumo infructuosa. Al cabo de unos minutos reanudamos el diálogo y la velada -por fortuna- toma un rumbo menos comprometido. Se produce una suerte de pacto tácito y no se vuelve a mencionar el asunto, ni siquiera lateralmente.

Son las cuatro de la mañana, y habiendo abordado ya los temas (y bebidas) más variados encuentro prudente poner fin a la tertulia. Alzo la mano y pido la cuenta mientras se nos escapan las últimas carcajadas evocando una vieja anécdota de vaya uno a saber qué etapa de nuestra vida.

— Juan… te tengo que pedir un favorcillo —balbucea de pronto en un castellano ininteligible.

— Por supuesto, lo que quieras —respondo yo, presuroso y en el mismo idioma.

Es que, a fuer de ser sincero y a pesar de ser un fervoroso partidario, no soy muy bueno para asumir mi aplicada inmovilidad en orden al estudio de los mecanismos del Cosmos con medio litro de whisky circulando en el torrente sanguíneo. Y si bien sostengo, comprendo y ratifico que un favorcillo conduce directo a la complicidad, y que de allí hay un solo paso a la coautoría, también sé que existen marcadas diferencias entre un partícipe necesario y uno secundario, por lo que solo debería mantenerme dentro de la órbita de esta segunda categoría para hallarme en condiciones de interponer en el camino de cualquier fiscal de la nación una indecible cantidad de dificultades probatorias casi insalvables.

En fin… en el fondo del corazón cualquiera sabe que la amistad es enemiga de la prudencia, de la justicia y de la memoria. Y si fuera necesario, de las tres juntas. Y si luego hay que dar alguna que otra explicación en la sede de la división homicidios de la policía federal o en la fiscalía de turno, se la dará, que no sería la primera vez que uno intenta explicar lo inexplicable frente a una autoridad competente, llámese padre, madre, novia o incluso –vaya ironía- jefe.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 3 de julio de 2015

ESA NARIZ


Síntesis del post: Una nariz y una señorita. Combinación. Descripciones. Disconformidad. Agustín está de acuerdo. Reflexión breve. Plan de escape. Pregunta y respuesta.


Tenemos hoy a esta nariz. Mejor dicho, tenemos a esta señorita que la porta con elegancia y suficiencia, y que por cierto es muy bonita. No la nariz sino la señorita. Bueno, y la nariz también. O pensado con más detenimiento, ninguna es bonita por sí misma, pero la combinación de ambas, si es que fuera posible separar al individuo del aparato olfativo que detenta, arroja un resultado muy agradable. Por lo menos a mis ojos, que a fin de cuentas son los que aprecian la materia prima que será objeto principal de este artículo y que, dicho sea de paso, poseen una marcada afición por todo lo relacionado con los rasgos faciales y su potencia decorativa.

Ahora a lo nuestro sin más, que aún hay mucho por desarrollar y ni siquiera hemos ubicado la historia en tiempo y espacio.

Decía entonces que tenemos esta bella combinación de señorita y nariz. Rondará los treinta años, treinta y cinco con toda la furia. A la señorita me refiero. Bueno, y por añadidura a su nariz. Pelo castaño, tez morena, ojos verdosos, pómulos bien definidos, labios gruesos y mentón redondeado. Y a pesar de que el tapado que lleva puesto me impide estudiar otra parte de su cuerpo que no sean las pantorrillas, las proporciones de las mismas insinúan un todo más que aceptable. Entiendo también que debe ser abogada o contadora de alguna empresa más o menos respetable, aunque esta apreciación carece de fundamento, o mejor dicho lo encuentra en mi instinto y en algunos de los temas que —escucho— aborda con la señorita sentada a su lado.

¿Cómo dice?

No, no pienso describir a la señorita sentada a su lado, ya que sus proporciones, potencias y combinaciones no me resultan atractivas. O hablando más claramente, pienso que es fea, y como esa fealdad no es relevante a los efectos de este artículo no me siento inclinado a divulgarla. Sí diré que está sentada a su lado, al lado de la señorita cuyas proporciones, potencias y combinaciones sí merecieron una detallada divulgación, porque en este momento viajamos en el subterráneo. Ellas dos, como acabo de señalar, sentadas. Y yo parado en una posición muy conveniente para escuchar sin problemas su conversación.

El caso, el nudo del asunto que nos ocupa, es que esta señorita tan delicadamente combinada con su nariz no está conforme con ella. Digo, con la nariz; no con ella misma, hecho que sería una auténtica injusticia con la naturaleza que tan generosa estuvo a la hora de aprovisionarla en el campo estético. Siente, según sus propios dichos, que está en falsa escuadra con el resto de la cara, como inclinada hacia el lado izquierdo. Y además es demasiado grande, ganchuda y con unos orificios horriblemente anchos. En resumen, la odia. Aborrece su desproporción y desea someterla a la mano siempre dispuesta de algún cirujano plástico.

Por suerte Agustín está de acuerdo. Esto no lo digo yo, lo dice ella con algún alivio, como si él la hubiera conocido con ese rostro armónico aún inexistente y abogara por un retorno a las fuentes. Como si condicionara su permanencia a la delicada intervención del bisturí.

Por suerte Agustín está de acuerdo, decía. Ella, no yo. Y suelta un levísimo suspiro, una risita nerviosa. En pocos días pasó de aceptar la idea con algún recelo a ser el principal promotor de una nueva estética. Ahora incluso ejerce una cierta presión que la hace sentir un poco incómoda. Estima posibles fechas, propone profesionales, imagina formas y fantasea con otros retoques. Está convencido, pobre Agustín, de que el cambio la va a hacer sentir más segura de sí misma, más feliz. Y si ella es feliz, él —por supuesto— también.

La nariz es tu carta de presentación frente al mundo que te rodea. Esto no lo dice ella, lo digo yo. Más precisamente lo pienso. Según su forma y estilo es la gente que se te acerca, que siente el impulso de interactuar con vos, sea para pedirte la hora o para proponerte matrimonio. Esa gente puede ser buena o mala. Linda o fea. Inteligente o estúpida. Efímera o destinada a la permanencia. Pero siempre compatible con ese mandato. Cambiás la nariz y lo cambiás todo. Para siempre. A veces ese cambio se impone, concedo. Hay narices que son un auténtico tormento de la naturaleza, muy difíciles de abordar con la mirada sin que la razón se extravíe en una repentina pulsión asesina. Narices que agreden, lastiman, anulan cualquier aspecto positivo que pretenda asomar en el individuo que las porta. Pero este no es el caso ni de cerca. Es —ya lo dije— una bella combinación de señorita y nariz, y como a la señorita ya la describimos, ahora haremos lo propio con la nariz. Es cierto que es grande, pero de ninguna manera es enorme. Es un tamaño adecuado si se considera el rostro como un todo uniforme e indivisible. En cuanto a lo de ‘ganchuda’, me parece un término un tanto fuerte, y en mi mente lo asocio con redondeces y curvaturas que aquí están ausentes. Yo prefiero la palabra ‘aguileña’, que representa con mayor fidelidad el conjunto de aristas y vértices que sí definen su forma moldeando de paso unos orificios que no son horriblemente anchos, sino más bien estrechos y alargados. Finalmente la inclinación del tabique hacia el lado izquierdo es real, aunque además de ser casi imperceptible se encuentra plenamente compensada por un oportuno lunar ubicado en la parte inferior de la mejilla derecha. A fuer de ser sincero, no es una nariz común, pero no por ello está exenta de atractivo. Yo no le daría la calificación de obra de arte, pero sí podemos hablar de un bello adorno. Uno muy bien logrado.

Por desgracia mi apreciación no posee suficiente relevancia como para detener las maquinaciones que han dado luz al siniestro plan de esta señorita tan bien combinada. Es Agustín el dueño de la llave que podría salvar del cuchillo a esa delicada pieza de colección, aunque no tenga la menor intención de utilizarla. Él, como ya señalamos, está de acuerdo. Desea una belleza más acorde con las convenciones. Una belleza más popular. Y apenas su gusto —su propia apreciación— escapa un poco de esos parámetros aprobados por una mayoría real o ficticia se siente incómodo. No lo soporta, y ni siquiera es consciente de ello. Prefiere una nariz común, una nariz que se parezca más a él, que no quiere ser uno sino muchos. La compatibilidad, la pulsión que lo movió al acto cuando la vio por primera vez no es un asunto en su mente, no la registra. No conoce el porqué del camino recorrido y por ende es ajeno a los cambios que tan graciosamente alienta. Es una víctima inocente de su propia ignorancia.

De pronto el tren se detiene en lo profundo del túnel y así permanece por varios minutos. Afuera todo es oscuridad, y la inquietud de los pasajeros brota en miradas, carraspeos y suspiros cansados. Al cabo de un rato esa danza gestual deviene en murmullo y este en airada protesta. La voluntad de escapar por los propios medios se hace patente y los planes, algunos estrambóticos y otros más centrados, proliferan en todos los sectores del vagón. Observo a la señorita, tan bonita y bien combinada ella, idear el suyo junto a su compañera de viaje:

– Saltamos ni bien pase el tren en sentido contrario, atravesamos la vía y avanzamos hasta la estación con la espalda pegada a la pared –sugiere al tiempo que estudia el panorama a través de la ventana.

La otra escucha en silencio, no demasiado convencida de llevar a cabo semejante proeza.

– ¿Vos qué opinás? –me pregunta alzando la vista, no porque me considere especialmente sino porque soy el que está más cerca.

– Que Agustín es un pelotudo –respondo yo, que no soy muy de esquivar el bulto cuando me piden mi punto de vista.



Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 11 de junio de 2015

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE MI MUERTE


Síntesis del post: Introducción. Mi Muerte. Ejercicio para calcular su fecha. Conclusión y consecuencias.


Heme aquí, no he muerto. Entiendo, sí, que tan melancólica idea pudiera haberlos abordado teniendo en cuenta el cruel abandono en que se encuentra este humilde espacio virtual, pero lo cierto es que aún me quedan algunas cosas por decir. Pocas, aunque suficientes para justificar esta repentina irrupción en escena.

Podrán ustedes decir que el sexto mes del año es una instancia algo tardía para dar comienzo a la temporada 2015, y que esos procederes se encuentran reservados a la órbita de ciertas glorias nacionales que pueden contarse con la mitad de los dedos de una mano. Glorias (no pienso criticar ahora sus gustos atrofiados) del calibre de Marcelo Tinelli o Susana Giménez, por traer a la mesa algún ejemplo. Y yo les responderé, como lo he hecho siempre, con esa amabilidad y don de gentes que bien podríamos catalogar como sello distintivo, que poco o nada me importan sus opiniones, y que si no las tomaba en cuenta cuando éramos noventa o cien almas las que recorríamos estos pasillos, menos lo voy a hacer ahora que si juntamos tres o cuatro habremos producido un milagro digno de ser incluido en algún pasaje bíblico.

Ahora a lo nuestro sin más, que los milagros no ocurren solos y mi poder de concentración no es el que solía ser cuando tenía por costumbre escribir un artículo semanal y desechar sus opiniones, pedidos y sugerencias con idéntica frecuencia.

Decía al comienzo de estas líneas que no he muerto, aunque el desarrollo de las mismas será consagrado en su totalidad a ese hecho futuro y cierto. Me refiero a la muerte. No a la muerte en general, no a la muerte de un individuo cualquiera sino a la mía. A mi muerte. Y a las consecuencias que de ella se deriven desde el instante en que ocurra. Si es que algún día ocurre, ya que para ser del todo franco me veo en la obligación de admitir que albergo (siempre lo hice) una tenue sospecha de inmortalidad. No, no dije deseo. Dije sospecha. Y no es lo mismo una cosa que la otra, así que háganme la caridad de prestar la debida atención a mis palabras, que no están puestas acá por azar sino que han sido meditadas en pleno dominio de mis facultades mentales. O con muy poco alcohol en sangre.

El ejercicio que voy a poner en práctica, ya que no poseo dotes de adivinador, consiste en una estimación más o menos arbitraria del tiempo que me queda de vida. Es decir que, de acuerdo a mi intuición, al estado de salud que presento a la fecha y a una serie de factores externos que podrían incidir en forma directa sobre la sana costumbre de mantener una respiración constante y uniforme, intentaré precisar el año o al menos la época de mi deceso. Y una vez logrado ello calcularé sus posibles consecuencias de acuerdo al contexto en el que podría hallarme en ese tristísimo momento.

Procedo entonces:

En el primero de los aspectos recién mencionados, quiero decir, el intuitivo, comenzaré por aclarar debidamente que desde que tengo memoria milito en la corriente del pesimismo más extremo, y que ello ocurre un poco basado en el instinto y otro poco en una elección. Asumo que adorna este cuerpo (joven y bonito por cierto) un alma corta, de esas que jamás viajan encarnadas por más de medio siglo, así que de no confirmarse aquella tenue sospecha de inmortalidad que expuse en forma de cruda confesión, entiendo que será esa, días más días menos, la duración de este nuevo viaje.

En cuanto al estado de salud que presento a la fecha me remito a los estudios médicos de rutina que, como hombre precavido que soy, afronté la semana pasada con una valentía digna de elogio. Según parece, a la luz de los resultados obtenidos estoy de mil maravillas. O de setecientas doce maravillas si apelo a la honestidad y tengo la decencia de restar del total todos los puntos de colesterol distribuidos a lo largo de mi torrente sanguíneo. Yo no lo veo tan importante, pero es un detalle que aporta algo de precisión al desarrollo. Sin embargo, a causa de esa nimiedad una médica —asumo yo movida por la buena fe— me reprendió a dedo alzado y con una nota grave en el semblante. Es un tema para prestar atención a tu edad, Juan. Supongo que me llamó Juan para imprimirle un carácter más íntimo al reproche. Para dotarlo de un aire de familiaridad que limara su aspereza sin robarle fuerza. Y porque yo, en efecto, me llamo Juan. No sé si lo dije alguna vez en este espacio. Acto seguido tomó una lapicera y escribió en un papel un sinnúmero de aburridísimas actividades y oprobiosas prohibiciones que de ningún modo aseguran la permanencia de mi alma (corta según mi parecer) en este mundo mucho más allá del medio siglo que intuyo como fecha probable de caducidad, aunque sí que el tiempo que me quede, sea cual fuere, se me va a hacer larguísimo.

En resumen, voy a prestar la debida atención porque eso es lo que hay que hacer ‘a mi edad’. Estoy dispuesto a producir mínimas modificaciones en mis hábitos a fin de equilibrar un poco la balanza de probabilidades, pero sin condenarme a una existencia miserable solo por ganar un puñado de años que, por otra parte, preferiría que fueran consecuencia de la suerte o el favor de los dioses y no de un rígido plan de acción ayuno de vicios y lípidos.

El último aspecto a considerar es el de los factores externos que pudieran acabar conmigo de manera repentina, más allá de mi intuición, de aquella tenue sospecha de inmortalidad o del quebranto de mi salud por enfermedad o excesos reiterados.

Todos sabemos que en este extraño cascote cósmico que nos toca habitar nadie se encuentra exento de los accidentes y casualidades. Sería un hecho absolutamente imprevisible si mañana por la mañana, caminando plácidamente por la Avenida Córdoba en busca de un bar decente para desayunar, uno fuera impactado en plena crisma por algún desecho espacial que penetrara como bólido en la atmósfera terrestre describiendo tan infausta trayectoria. Concedo que el ejemplo elegido es algo extremo, y que sería mucho más factible que uno fuera atropellado cruzando la calle, sobre todo si le anduviera prestando más atención al nivel de colesterol en el organismo que al colectivo diferencial de la línea 60 lanzado en velocidad a escasos diez metros del semáforo rojo. Pero bueno, en todo caso esto último sería culpa la bendita médica y su índice acusador. Comprenderán ustedes que la intención aquí era graficar que los accidentes y casualidades existen, que de pronto son capaces de abandonar su potencialidad para transformarse en una lamentable realidad, y que si bien a veces pueden evitarse con algo de diligencia, otras exceden por completo las precauciones que podría tomar cualquier individuo más o menos juicioso. De esto último se trata eso que denominamos mala suerte, condición que se distribuye entre la gente de manera caprichosa y asimétrica, acompañando a unos en altísimas dosis y liberando a otros de presión sin motivo aparente.

El secreto consiste, por lo tanto, en averiguar de cuál de los dos grupos uno forma parte, no para ingresar en el terreno de las medidas precautorias, que como sabemos son estériles a la hora de evitar accidentes o repeler la casualidad, sino para establecer la probabilidad de una muerte exenta de responsabilidad tomando en cuenta la dosis de mala suerte que el Cosmos nos administra habitualmente. En el caso que nos ocupa, o sea el mío, esa dosis es bastante considerable, así que tampoco veo en lo referido a este punto razón alguna para albergar mayores esperanzas de longevidad.

Y hasta aquí el desarrollo de este sencillo ejercicio. Tenemos entonces un techo de medio siglo en cuanto a la expectativa de vida que es aportado por la intuición, influenciada, claro está, por mi pesimismo extremo. Agregamos a ello un problema de tuberías que más allá de mi robusta salud introduce un interrogante, una posibilidad de que ni siquiera ese medio siglo se materialice. Y por último una predisposición cósmica al infortunio que hasta hoy no se ha traducido en grandes calamidades pero suma un ingrediente al guiso. En consecuencia entiendo que no sería descabellado hablar de unos 47 años al momento de dar las hurras. Un número más cercano al medio siglo que a mi edad actual, y que contempla con rigor casi científico las variables que acabo de exponer.

Por lo tanto, habiendo calculado ya la edad que podría tener al momento de mi muerte, restaría hablar (en forma sucinta) de sus consecuencias. Pero lo cierto es que pensándolo con más detenimiento llegué a la conclusión de que no hay mucho que decir en ese aspecto. Y no solo sobre mi muerte, sino sobre la muerte en general. Derramarán alguna lágrima los más allegados, hará acto de presencia un puñado de conocidos voluntariosos e ignorará el hecho —con justa razón— aquella gente que haya tenido solo un trato protocolar. Y perduraré algún tiempo en dos o tres fotos expuestas en alguna biblioteca terrosa, y con el paso de los años haré el tránsito habitual en estos casos, de amado difunto a antepasado, y de allí a ancestro. Y el mundo seguirá su curso, que es lo que suele hacer frente a tamañas insignificancias.

Es todo lo que tengo para decir sobre el particular. Solo me queda esperar el momento con resignación, aprovechar el tiempo con alegría teniendo en cuenta la noción de finitud y vigilar mi colesterol, que según tengo entendido es lo que debo hacer ‘a mi edad’.

Ah… y también me queda aquella tenue sospecha de inmortalidad que albergo desde siempre y que es, no sé si lo dije en este artículo, el as que guardo bajo la manga para ganar la batalla.

No, no es deseo. Es sospecha. No jodan más.


Tengan ustedes muy buenas noches.



martes, 30 de diciembre de 2014

IN-DAGA


Síntesis del post: Un sujeto calvo. Una sala. Interrogatorio. Las culpas. La inocencia. Los términos. Intuición. Sonrisas varias.


Un sujeto calvo, rechoncho, de aspecto sudoroso y edad irreconocible irrumpe en la sala con paso cansino. Deja caer sobre la mesa una caja de cartón repleta de papeles roñosos de la cual extrae un manoseado folio que ahora estudia con grandes muestras de interés entre las que, de cuando en cuando, intercala alguna mueca de sorpresa. Desde mi punto de vista, exhausto y temeroso como me encuentro, el interés exhibido es genuino; sin embargo la mueca (a la sorpresa me refiero) es impostada. Es una burda sobreactuación dirigida a producir en mi ánimo la apertura de alguna grieta definitiva.

— Bigud…

Asiento sin apartar la mirada del suelo, pero sigo acorazado en un obstinado mutismo que a esta altura de los acontecimientos ya se me antoja peligroso. Por supuesto que me fijé en la etiqueta blanca adherida sobre uno de los laterales de la caja. La posición de la misma no es azarosa, él desea que lea mi apellido, busca inocular en mi espíritu una sensación de desnudez que condicione mis respuestas durante su interrogatorio, a todas luces inminente.

— ¿Sabe por qué está acá, Bigud?

Cuando dice ‘acá’ se refiere a la sala que no tuve la deferencia de describir al comienzo de este humilde relato. Y es que, a fuer de ser sincero, la misma no deja mucho lugar para el floreo. Es un recinto de cuatro metros por lado, pintado íntegramente de un color gris muy claro, con una mesa en el centro y dos sillas de madera que rechinan como si fueran a partirse en mil pedazos con cada movimiento. En la pared que se encuentra justo frente a mí hay un vidrio espejado de un metro de alto por dos de largo que –asumo– esconde detrás de sí a un grupo de agentes o funcionarios que analizan mis manifestaciones verbales y gestuales con estudiosa dedicación.

— La verdad es que no tengo la más pálida idea —respondo casi en un susurro.
— Por supuesto que no, usted no tiene idea, usted es inocente —refunfuña para sí, sin dejar de leer el folio mientras alza las cejas con el mismo énfasis impostado que utilizó al principio.
— Talvez no sea inocente, pero puede apostar que no soy del todo culpable —admito a modo de ampliación.

Ahora la sorpresa en su rostro es genuina. Tan genuina como su interés o mis temores. Devuelve el folio a la caja de cartón y cruza las manos detrás de la espalda.

— Me pregunto entonces por qué reconoce una hipotética culpabilidad en un asunto que alega ignorar por completo, que según usted le es del todo ajeno —reflexiona en voz alta, como tratando de dotar a la indagación de un carácter más amistoso.
— Porque esa respuesta se aplica a todas las situaciones de mi vida, sin excepciones —expongo con la mayor naturalidad.

El semblante agrio se le ilumina, incluso aventura una media sonrisa. Siente derretirse la barrera de hielo que media entre los dos y entiende que mis palabras lo animan a multiplicar su audacia en pos del objetivo, si es que tiene alguno.

— Podemos concluir entonces, estimado Bigud, que usted asume una posición de frontera entre la inocencia y la culpa —arremete—, en este caso como en cualquier otro.
— No entiendo de qué se me acusa —protesto.
— ¿Acaso le importa? ¿acaso le importó alguna vez?
— No sé de qué me habla.
— Sí que sabe. ¿Quiere que detengamos esto? ¿le gustaría llamar a un abogado?
— Yo soy mi propio abogado, siempre.
— Es que de eso se trata, Bigud —sentencia—. Me cuesta creer que no lo vea. Usted se siente mucho más cómodo cuando los platos ya están rotos.

Me refugio en un silencio desdeñoso. Las esposas me dañan las muñecas y para ser franco me gustaría un cigarrillo, un vaso de whisky sin hielo quizás.
El calvo rechoncho camina alrededor de la sala aún con las manos cruzadas detrás de la espalda. El diálogo encierra un aire de secreta peligrosidad para ambos y se nota que mide el alcance de cada palabra antes de pronunciarla.

— Exoneración es un término que me gusta mucho —escupe de pronto—, ¿y a usted?
— Nunca me detuve a pensar en eso —contesto incómodo.
— Significa aliviar. Descargar de peso u obligación.
— Sé lo que significa.
— Entonces… ¿le gusta o no?
— Prefiero otras palabras.
— ¿Cómo cuáles? —indaga—. ¿Perdón? ¿absolución? ¿amnistía? ¿indulto?
— Me sé hacer perdonar llegado el caso y si tengo ganas, si es eso a lo que se refiere —digo ya bastante malhumorado.
— Por supuesto que sabe, el alma conoce siempre su vocación aunque no se ufane de ello.

Un ligero ademán le basta para que una señorita de armónicas proporciones ingrese en la sala con dos tazas de café que deposita sobre la mesa, a un lado de la imponente caja con mi expediente. Hecho ello y sin mediar instrucción de su jefe, introduce una pequeña llave en la base de las esposas y me libera las manos.

— Preferiría un whisky sin hielo y un cigarrillo —insinúo mirando al calvo mientras me froto las muñecas enrojecidas.
— Y yo, pero esto es lo que hay —responde encogiendo los hombros.

El café es extraordinariamente bueno para el ámbito en que ha sido servido, debo admitir. Suaviza la hostilidad que gobernó en la sala estas últimas horas.
El calvo rechoncho detiene la caminata a mi lado y apoya su mano en mi hombro. Luego se coloca en cuclillas y acerca la boca a mi oído. Yo mantengo la mirada al frente, hacia el vidrio espejado que intuyo repleto de serviles agentes o estudiosos funcionarios.

— ¿Por quién o por quiénes, Bigud? —pregunta en un tono apenas audible a pesar de escasa distancia que lo separa de mí— ¿Por quién o por quiénes se tiene que hacer perdonar? Conociendo eso se nos va a revelar el delito. Usted va a entender por qué está acá, y yo voy a saber qué decisión tomar.
— No existe un quién. O quiénes. Y mucho menos un qué. Lamento que su interrogatorio y sus métodos policíacos sean, al menos en el asunto que nos ocupa, inconducentes.
— Yo más bien creo que no llegó el caso, o que no tiene ganas. Aún —agrega en tono de amenaza.
— Así las cosas —replico yo, porque eso es lo que suelo decir cada vez que no tengo nada más para regalar.

Se incorpora y resopla en clara muestra de fastidio. Vacío de respuestas escruta la caja para ganar tiempo. La camisa empapada por la transpiración de su torso –asumo– velludo, la corbata floja, el optimismo en delicado equilibrio sobre el pescante.

— ¿Usted sabe que no puedo retenerlo, verdad? —admite secando la calva con un pañuelo amarillento.
— Lo intuyo.

Sonríe a medias. Por segunda vez.

— Por supuesto, lo intuye. Esa también es una respuesta que se aplica a todas las situaciones de su vida, sin excepciones. Yo también soy capaz de intuir.

Ahora soy yo el que sonríe. Por primera vez.

— ¿Me puedo ir? —pregunto para no sonar descortés.
— No tiene a dónde, estimado. Pero si es lo que desea yo no me voy a interponer —confiesa al tiempo que arruga el folio manoseado y lo arroja a un cesto de basura que se había escapado a mi ojo entrenado.
— Le pido disculpas por no haber regalado las respuestas que usted esperaba. Por no haber estado a la altura de sus intenciones —le digo intentando ubicarme en algún punto entre el oficio y la sinceridad.
— Desaparezca de acá —insta mientras apura el café—. En el fondo no es culpa suya.
— Lo es —contradigo—. Pero solo parcialmente.

Alza la taza en actitud de brindis imaginario. Sonríe. Es una sonrisa franca, abierta, genuina, sin segundas intenciones.

— Absolución —murmuro mientras abro la puerta.

Manifiesta una mueca descolocada. No entiende. Aún.

— Absolución es la palabra que me gusta. Entre las que mencionó hace un rato.

Sonríe. Por última vez. A esta altura ya no tiene ninguna impotancia.


Tengan ustedes muy buenas noches. Un feliz final de año y un mejor comienzo.



lunes, 20 de octubre de 2014

UN MOMENTO


Síntesis del post: Me dijo. Respondí. Creatividad. Insultos. Un cigarrillo. Silencio. Una señora regordeta. Respuesta final.


Me dijo, según recuerdo, un montón de cosas juntas. Una cascada de verdades y falacias mezcladas unas con otras, entrelazadas desde el encono, ensambladas con auténtico arte y de un modo solo conveniente a sus intereses de aquel momento. Un momento lejano. Uno que ya no me importa.

Nadie viene con un manual de instrucciones, recuerdo que le contesté en aquel momento lejano. Un momento que ya no me importa. La única herramienta es la interpretación. Lo que ves, lo que el otro traduce, lo que te muestra un buen día a través de una frase que te molesta o de un acto que te desconcierta, no se gesta en ese instante. Viene de lejos. En la mente nada ocurre de pronto, ni siquiera los impulsos. La sorpresa –tu sorpresa– es ingenuidad.

Lo siguiente fue el desborde anímico. Hay que ver la creatividad que puede demostrar cierta gente a la hora del insulto. Nada ni nadie, ni las madres, ni las hermanas, ni las primas ni los órganos sexuales –los propios y los de ellas– se encuentra a salvo de la furia poética de estos trovadores. Los versos brotan sin control desde el plexo solar y el universo gestual se amplía al punto de acabar involucrando un variado repertorio de tics mayormente faciales.

Encendí un cigarrillo. En aquel momento, un momento lejano que ya no me importa, se podía fumar en los bares. En rigor de verdad se podía fumar en cualquier lugar, y era poca la gente que se animaba a interponer una queja. Era una sociedad distinta, aquella. Antes de que la ecología, el ecologismo, echara todo a perder.

Decía entonces que encendí un cigarrillo. Lo hice despacio, respetando mis pequeñas ceremonias, y me puse a mirar por la ventana sin emitir comentarios. En aquel momento, lejano y ahora irrelevante, ya había comprendido yo que el silencio es la mejor defensa para una decisión tomada. Cualquier ensayo de justificación, cualquier palabra que pretenda apuntalar, equivale a una apertura de la vía recursiva, y eso solo prolonga el conflicto. Siempre es preferible lidiar con un insulto y no con una apelación.

Una señora regordeta se acercó hasta la mesa y le ofreció un vaso con agua. ¿Estás bien nena? Me miraba con odio, como poniendo en duda que mereciera las lágrimas que en aquel memento, un momento lejano que ya no me importa, se derramaban sin control. Le acarició la cabeza, el pelo. Supongo que habrán sido no más de treinta o cuarenta segundos. Luego volvió a su sitio, aunque no se desentendió por completo de nuestro drama.

Entonces ya está, esto se acabó. Estoy seguro de que esas fueron sus palabras exactas ni bien logró la calma necesaria para pronunciarlas. Era más una pregunta que una afirmación, pero en cualquier caso venía implícita la exigencia de una devolución. El mozo observaba de reojo acodado en la barra. La señora regordeta ejercía una vigilancia moderada aunque ausente de sutileza. Yo había encendido mi segundo cigarrillo.

No sé, flaca. Yo me voy de vacaciones con mis amigos, el resto lo trajiste vos. Recuerdo que esa fue mi respuesta en aquel momento. Un momento lejano. Uno que ya no me importa.


Tengan ustedes muy buenas noches.