Síntesis del post: Un almuerzo en un patio de comidas. Cruce de miradas. Paréntesis. La derrota. Un regalo. Un pantalón. Un hombre y una escopeta. Situación límite. Un muchacho tatuado y heroico. Reflexión.
Estoy almorzando en el patio de comidas de un centro comercial. Son unos ravioles que parecen de la semana anterior, recalentados, rellenos de una ricota ácida que se alcanza a percibir aun disfrazada por una salsa bolognesa que a fuerza de abundancia busca rescatar un plato condenado a la mediocridad. Suelo equivocarme a la hora de elegir el almuerzo cuando la oferta es excesiva. Estaba este local de pastas que me pareció más o menos decente, el de sándwiches de lomito, el de las milanesas en todas sus variantes, uno de sushi, otro de pescados servidos de un modo más occidental y cristiano, una parrilla concentrada sobre todo en achuras e incluso una heladería de las más conocidas del país. En fin… tendría que haber ido por una hamburguesa en McDonald’s, que suele ser siempre una elección segura y contundente. Pero ya está, las cosas son como son, y aun cuando el paladar se queje, el estómago en su infinita nobleza suele convalidar de buena gana aciertos y errores, en tanto y en cuanto la cantidad sea adecuada para calmar sus gritos.
El hombre me mira. O más bien diría que es un cruce de miradas. Involuntario, casual, no más de un instante. Está sentado a unos cinco metros devorando con efusión una hamburguesa (esa misma que yo me negué en forma inexplicable) mientras intercala fatigados monosílabos en la charla con su mujer. Tendrán, ambos, unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Él, morrudo y canoso; ella, indeciblemente voluminosa y dueña de una voz chillona difícil de digerir aun a la distancia. Una pareja que encuadra a la perfección dentro de los parámetros básicos de normalidad.
Aquí es donde yo quisiera abrir un paréntesis y ejecutar un brevísimo análisis de esa mirada, no solo por lo que en ella creo haber percibido, sino porque tengo el pleno convencimiento de que el mismo otorgará sobrada justificación a los hechos que estoy a punto de relatar en este humilde artículo.
Los ojos son capaces de transmitir cualquier emoción, cualquier estado de ánimo. Eso, por supuesto, si se los sabe leer. Alegría, tristeza, furia, melancolía, amor, odio, miedo, deseo. Lo reflejan todo. A veces con mucha potencia, otras veladamente. Pero siempre hablan. Nada puede escapar a su descomunal poder de comunicación. Y dentro de ese cúmulo de emociones que se expresan incluso en contra de la voluntad del individuo existe una que no admite maquillajes de ninguna especie. Ni siquiera se puede disimular, lo que convierte en un virtual imposible su comunicación velada. Es, diría yo en tren de hacer un aporte a la precisión del concepto, más bien un hecho frío y trágico que una emoción o un estado de ánimo. Estoy hablando de la derrota. La derrota te marca. Es indeleble. La derrota es pasada. Ya ocurrió en toda su dimensión. Se agotó. Se configuró con la muerte de la esperanza, de la expectativa, y no hay disfraz que le quepa. No estás esperando una oportunidad para el amor. No estás buscando el momento adecuado para vengar una afrenta, para plasmar tu odio. No tenés esa adrenalina ante la inminencia de un desafío, de una batalla. No existe el menor atisbo de temor. No hay nada. Ya está. Ya jugaste. Y perdiste. No jodas más. Eso es la derrota.
La mirada de este hombre (al fin y al cabo a ella apuntaba esta breve reflexión) habla de una derrota. Una de las grandes, de las que calaron bien hondo e hicieron metástasis en el espíritu. Acaso tenga algo que ver con esa voluminosa mujer de voz chillona que no ha parado de hablar en todo el almuerzo, acaso con otra cosa. No lo sé, y en este punto del desarrollo ya no es algo que me importe demasiado. Cierro paréntesis.
Tengo que comprar un regalo. Por eso estoy en el centro comercial, no para comer ravioles anhelando hamburguesas o analizar miradas ajenas. Deambulo dubitativo por los pasillos, ingreso en diversos locales sin demasiada convicción y me transporto montado en esas frías escaleras mecánicas que suben por un extremo y bajan por el opuesto para que uno se vea obligado a explorar la gama completa de ofertas en cada planta antes de pasar a la siguiente. Por fin me decido por un libro. Siempre me decido por un libro. A fuer de ser sincero no sé por qué diablos jamás me dirijo a la librería antes de recorrer un sinfín de negocios de ropa entablando diálogos inútiles con aburridas encargadas que a todo me responden con la palabra ‘dale’. En el fondo supongo que cada uno tiene sus propias taras, que al final del día acaban siendo tan ridículas como insuperables.
Tengo que comprar un pantalón. Para mí. En rigor de verdad no tengo que comprar un pantalón. Ni para mí ni para nadie más. Solo se me ocurrió comprar un pantalón, ya que estoy acá, lidiando con taras propias y regalos ajenos.
Ingreso en un gigantesco local de esos que venden ropa para hombres, mujeres, niños, perros y demás criaturas del Señor. Me atiende un muchacho de unos veinticinco años, bastante despierto y extrovertido, con un brazo tatuado hasta la altura de la muñeca. Al principio desconfío de su capacidad y/o voluntad de llevar mi asunto a buen puerto, pero rápidamente se revela solvente y entusiasta, resolviendo mis dudas con celeridad y eficacia. Ahora solo resta probarme el pantalón, aunque estoy del todo seguro de haber hecho, esta vez sí, una excelente elección.
Los probadores se encuentran cruzando una pequeña puerta ubicada en un rincón al fondo del local, fuera de la vista del resto de la gente. Son cinco cubículos muy bien iluminados y espaciosos, cubiertos por sendas cortinas de color bordó. El único que está ocupado es el más alejado de la puerta. Desde el interior emerge con nitidez una voz aguda y penetrante que reconozco de inmediato. Es de la esposa de aquel hombre de mirada derrotada que, dicho sea de paso, se encuentra al otro lado de la cortina con la vista clavada en la profundidad bordó, morrudo y canoso, luciendo una suerte de sobretodo azul que dada su corta estatura le llega muy por debajo de las rodillas. Otra vez cruzamos miradas y entonces confirmo mi primera impresión, aquella que tuve en el patio de comidas. Esos ojos comunican una derrota de enormes proporciones.
El muchacho tatuado, solvente y entusiasta me señala el tercer cubículo:
—Avisame si necesitás algo —me dice mientras levanta algunas perchas que encuentra en el piso.
Me dispongo a ingresar, y sin embargo por alguna razón no muy bien definida en mi mente no lo hago. En cambio me detengo, tal vez en respuesta a la más primaria intuición, tal vez por pura y simple casualidad.
La voz chillona de la mujer lo invade todo. Su omnipresencia lastima los oídos. Agrede en muchos niveles. El pantalón que intenta domesticar no le entra, según su propia declaración gruñida desde lo profundo del cubículo entre esforzados tironeos, insultos y resoplidos. Le pide al hombre que se asome, que emita un veredicto objetivo aunque piadoso. Algo a todas luces imposible.
Entretanto yo imagino su voluminosa humanidad progresando centímetro a centímetro dentro de ese sufrido pedazo de tela, forzando la capitulación de las costuras. Y se me escapa una leve sonrisa que reprimo velozmente para no parecer irrespetuoso. Sin embargo algo anda mal en esta escena. Lo intuyo. Lo sé.
El hombre nos mira. Al muchacho tatuado, solvente y entusiasta y a mí. Es, como hace un rato en el patio de comidas, solo un instante. Luego se vuelve a mirar la cortina y otra vez hacia nosotros. Repite la maniobra en tres o cuatro oportunidades. La horrenda voz de la mujer no cesa, no se apaga. Él parece algo indeciso, aunque al cabo de unos segundos finalmente pasa a la acción.
Con cierta parsimonia desabrocha uno a uno los botones del sobretodo y descubre una esplendorosa escopeta. No soy experto en armas, pero si tuviera que adivinar diría que es una itaca recortada. Un arma de esas que producen daños definitivos e irreparables. Un instrumento apto para acallar cualquier voz.
De pronto ya no nos mira. Solo apunta el caño en dirección a la cortina bordó con los dientes apretados, sin emitir sonido. Minúsculas gotas de sudor aparecen de la nada cubriendo su rostro por completo. Tal vez haya alguna lágrima mezclada, aunque no lo podría asegurar.
Entretanto, el muchacho tatuado y quien les habla optan por una sana actitud de inmovilidad, astutamente reforzada por un cerrado silencio monacal.
—¿Me oís Ricardo? —indaga la mujer, ignorante de la situación que impera en el exterior del cubículo.
No, a juzgar por el semblante que trae yo diría que Ricardo ya oyó suficiente, y asumo que el silencio no sería una mala idea tomando en cuenta el probable desenlace. Esto pienso yo, aunque por supuesto no lo digo. Rara vez comunico mi pensamiento, y mucho menos cuando no tengo del todo claro para dónde va a terminar apuntando la escopeta de turno.
Por fortuna para mí y para mi compañero en este asunto de la inmovilidad y el silencio, el arma en cuestión se endereza hacia la cortina. Resulta obvio a los ojos de cualquiera que su objetivo ha sido elegido con la debida anticipación.
—Creo que voy a reventar como un sapo, Ricardo —sentencia la señora con aires premonitorios.
Aquellos que estamos ubicados en una posición que nos permite apreciar la pintura completa no podemos menos que coincidir con su afirmación. De no mediar un milagro o una acción heroica, eso es exactamente lo que va a ocurrir en pocos segundos. Aunque con dos o tres pinceladas de literalidad, por supuesto.
Ricardo no responde. Sus muelas rechinan mientras se dispone a ejecutar el plan que estuvo imaginando quién sabe hace cuánto tiempo. Alista la escopeta, da un paso al frente y acerca el caño a unos diez centímetros de la cortina. La suerte parece estar echada.
—Su marido se fue, señora —informa de pronto el muchacho tatuado, solvente y entusiasta alzando su brazo dibujado con la palma de la mano extendida frente a los ojos extraviados de Ricardo. Con su cuerpo y sus gestos pide un alto, propone una tregua silenciosa que este acepta más por obra de la sorpresa que del arrepentimiento.
La maniobra es arriesgada pero evita el disparo. Al menos por el momento. Aún con el brazo alzado da un paso en dirección al indeciso homicida. Luego otro, y otro, y otro. No vale la pena, Ricardo, parece decir mientras avanza.
—¿Cómo que se fue? —insiste la mujer desde lo profundo del cubículo.
—Salió a tomar aire —respondo yo con sequedad, consciente de que hay que cerrar la conversación tan pronto como sea posible.
Por fin mi compañero reduce al mínimo la distancia que lo separa de Ricardo, posa su mano sobre el caño de la escopeta y ejerciendo una leve presión logra que la misma apunte hacia el piso. Luego, sin mediar ningún reproche lo abraza, y en esa posición permanecen por varios segundos.
—¿Querés que te traiga otro talle, nena? —pregunta a ciegas mientras separa su pecho del homicida y me señala invitándolo a acercarse a mi posición.
Ninguno de nosotros quebranta ese silencio tácito que acompaña el procedimiento, y así se sostiene el delicado equilibrio que nos mantiene a salvo de la tragedia. Ricardo camina hacia mí y nuestras miradas se encuentran una vez más. Allí está la derrota, cristalina, indeleble, reconocible aun entre varias emociones que también pueden leerse en medio de tanto dramatismo.
Sin un plan preconcebido oculto el arma dentro de su sobretodo y ambos abandonamos primero la zona de los probadores y luego el negocio mismo, dejando al muchacho tatuado, solvente, entusiasta y heroico a solas con la voluminosa mujer que ha nacido por segunda vez sin siquiera percatarse.
—Soy un cobarde —me confiesa Ricardo en la escalera mecánica, negando con la cabeza entre sollozos.
—Todos lo somos a nuestro modo —respondo yo, que sin embargo suelo ser amigo de cobardías más precarias.
—No sé por qué traje la escopeta, y tampoco sé por qué la saqué en el probador —agrega—. Igual si disparaba no hubiera arreglado nada.
Una cosa buena que tiene la derrota es que siempre se deja ver, se deja palpar. Uno sabe que el partido terminó, que perdió y que tomarse a golpes de puño con los jugadores contrarios no va a cambiar el resultado. Lo importante es entender que hay que dar vuelta la página y concentrarse en el próximo rival. Ricardo, asumo, acaba de hacerlo. Con el último suspiro, en la última bola de la noche, pero lo hizo.
La escopeta queda bajo mi custodia, en el baúl de mi auto. Solo entonces lo dejo ir. Acodado en el barandal de la primera planta lo observo abandonar el centro comercial con su derrota a cuestas, aunque por fin asumida. Ya no va a regresar. Ni aquí, ni a su hogar, ni a ningún otro sitio que soliera frecuentar hasta el día de hoy. Y será lo que tenga que ser, en este, su nuevo partido.
Por fin decido regresar al negocio. La voluminosa mujer ha salido y habla con su teléfono móvil a pocos metros de la puerta de entrada. Camina en círculos, taconea y gesticula. Aún se pregunta dónde está Ricardo, pero no creo que sepa que ese interrogante la acompañará por el resto de su vida. Su nueva vida. Esa que acaba de comenzar detrás de la cortina bordó. Su mirada, que se cruza con la mía por un instante, transmite las más variadas emociones. Ira, desconcierto, ansiedad. Y alguna otra que no podría precisar. Sin embargo su derrota es demasiado reciente, ni siquiera ha tomado conciencia. Será el paso del tiempo el encargado de forjar una nueva mirada.
El muchacho tatuado, solvente, entusiasta y heroico me chista desde el interior del negocio. Su pregunta es tan silenciosa como sus métodos. Alzo el pulgar en señal de triunfo y sonrío. Luego sigo mi camino. Lo cierto es que ya no tengo ganas de comprarme ningún pantalón.
Tengan ustedes muy buenas noches.