Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 14 de noviembre de 2013

EL EXTORSIONADOR


Síntesis del post: Una manzana. Teléfono móvil. Una filosofía de vida. La extorsión. El extorsionador. Dinero. Meditaciones ruteras. El agujero. La esposa del extorsionador. Desenlace.


Un kilo de peras, uno de mandarinas, dos kilos de naranjas para jugo, medio de kiwis y cuatro o cinco bananas. Eso estoy comprando en la frutería cuando suena mi teléfono móvil. La leyenda ‘número desconocido’ se adueña de la pantalla apenas lo extraigo del bolsillo del pantalón, y entonces decido no atender. En rigor de verdad yo rara vez atiendo el teléfono. Móvil o fijo. Es una costumbre que se parece muchísimo a una filosofía de vida.

— Tengo unas manzanas que están buenísimas —me dice el frutero guiñando el ojo derecho repetidas veces.

— No gracias, Gabriel, todavía tengo algunas —respondo sin prestar demasiada atención.

— Pero estas son irresistibles —insiste—. Llevate una, nene. Yo te prometo que le vas a echar mano antes de llegar a tu casa.

Tomo la pieza ofrecida sin más resistencia. Primero porque estoy apurado, segundo porque es gratuita y tercero porque me resulta simpático que este hombre tan afecto a las sonrisas y los guiños de ojos siempre me diga nene. Hecho ello pago la cuenta y me despido con profusos elogios hacia sus mercancías, por lejos las mejores de la cuadra.

Ni bien gano la calle suena de nuevo mi teléfono móvil, y la misma leyenda se instala desafiante en la pantalla. Sin embargo esta vez atiendo, un poco por esa malsana curiosidad inherente a la condición humana y otro poco porque la filosofía, sobre todo cuando se refiere a conductas de vida, no es más que una combinación de palabras bonitas que rara vez se respeta más allá de la enunciación pomposa en alguna mesa de café.

— ¿Vos sos Bigud? —indaga del otro lado una voz metálica.

— Yo soy Bigud —respondo de inmediato con una demoledora seguridad que, asumo, deriva del hecho de que realmente lo soy.

— Escuchame bien, Bigud —expone apenas obtiene la confirmación de mi identidad —, tenemos secuestrada a tu hermana, así que más vale que sigas nuestras instrucciones al pie de la letra si no querés que aparezca flotando en el riachuelo.

— Tranquilo, voy a hacer lo que vos quieras —digo para ganar algo de tiempo y recobrar la lucidez luego de semejante noticia.

— Perfecto, por ahora quiero que vayas al cajero más cercano y saques toda la guita que puedas con tus tarjetas de débito —ordena—. Con las tres eh, no te hagas el vivo.

Confesada su pretensión inicial la comunicación se corta en forma abrupta. Dispongo de poco tiempo, así que no sería inteligente involucrar a la policía o alarmar al resto de la familia. Por otra parte, soy de los que creen que las soluciones a los problemas se presentan con más rapidez cuando los individuos que intervienen en el proceso son menos.

En pocos minutos me hago de seis mil doscientos pesos y me siento en un banco de la plaza a fumar un cigarrillo y esperar las nuevas instrucciones. Mi teléfono móvil no tarda en sonar.

— Hola —digo yo fuerte y en voz alta, porque eso es lo que marcan las convenciones cuando uno no quiere o no puede respetar su costumbre de ignorar las llamadas entrantes.

— ¿Tenés el auto con vos, Bigud? —pregunta el extorsionador sin preocuparse por la ortodoxia en lo referido a la devolución del saludo.

— Sí.

— ¿Cuánto me conseguiste? —requiere como al pasar.

— Algo más de seis lucas —respondo ya con la firmeza inicial completamente ausente.

— Está bien, andá rápido al kilómetro noventa y dos de la ruta siete, estacioná en el banquina y esperá hasta que yo te llame.

De fondo se escuchan los gritos desesperados de una mujer que pide ayuda y un ruido como de vajilla que se estrella en el suelo. Debo admitir que esta situación ha logrado meterme el miedo en el cuerpo como no me ocurría hace muchísimo tiempo.

— Ya salgo para allá —le digo como para calmar las aguas.

La comunicación se interrumpe sin una respuesta, y entonces decido ponerme en camino. Quiero llegar a ese sitio antes del mediodía.

Intento refugiarme del sol impiadoso de la ruta bajo la sombra proyectada por los acoplados de los camiones, y mientras tanto medito. Medito sobre mis circunstancias, tan desfavorables e inciertas. Sobre la bondad y la maldad. Sobre la vida en general. Las cosas no siempre son como uno desea que sean, y a veces exigen de un modo caprichoso que uno las afronte en la más absoluta de las soledades.

Estaciono sobre la banquina en el kilómetro indicado a las once horas y cincuenta y nueve minutos. No importa si es para tomar un baño de espuma con tres modelos holandesas o para que me ahorquen en la plaza mayor, yo siempre llego temprano. Esto último también forma parte de mis meditaciones ruteras, tan vagas y triviales luego de un largo trecho al volante bajo un calor tunecino.

Justo cuando comienzo a impacientarme suena el teléfono móvil.

— Hola —digo ya sin recordar siquiera el hecho de que alguna vez tuve una filosofía de vida.

— Dentro de dos kilómetros vas a ver a un tipo que vende manzanas al borde de la ruta —me explica el violador serial de convenciones —, quiero que me compres una colorada, y que sea bien simétrica.

— Entendido.

— Después seguís cuatro kilómetros más y te metés por un camino de tierra que separa dos campos. Lo vas a reconocer porque es justo pasando un cartel con una propaganda del gobierno. Seguí ese camino hasta que llegues a una bifurcación, estacioná y esperá que te llame.

La comunicación vuelve a interrumpirse y de inmediato enciendo el auto. No voy a comprar ninguna manzana porque ya tengo una. Después de todo el frutero tenía razón en eso de que le iba a echar mano antes de llegar a mi casa.

Salgo a la ruta y reanudo mis meditaciones. Medito sobre el hecho de que me fascinan estas pequeñas casualidades de la vida, lo maravilloso de haber tenido la manzana de antemano sin proponérmelo. Medito sobre aquellas cosas que se atraviesan en la mente de las personas en los instantes de máxima tensión. Por ejemplo el hambre. Yo no me haría traer la comida por mi víctima, pero claro, ese soy yo. Y medito sobre otras cosas que se esfuman ni bien reconozco el camino de tierra que debo transitar.

La bifurcación aparece luego de manejar varios kilómetros con las ventanillas cerradas para evitar el polvo que levanta el coche a su paso. El aire acondicionado está a punto de formar escarcha en el techo. Estaciono y aguardo la inevitable llamada.

Suena el teléfono móvil.

— Hola.

— Bajá del auto, abrí la tranquera que está a tu derecha e internate en el monte a pie. En el centro hay un claro que tiene un solo árbol. Al lado del árbol hay un agujero de poco más de medio metro de diámetro. Tirate adentro.

La sorpresa me deja mudo por un par de segundos, y cuando pretendo ensayar una respuesta que es pregunta y protesta a la vez, la comunicación se interrumpe del modo habitual. Es decir, abruptamente.

El monte es extenso y tardo varios minutos en llegar al pie del referido árbol. En efecto, al lado hay un agujero cuya profundidad no puede mensurarse. Dudo un instante antes de cumplir la instrucción, pero a esta altura sé que el teléfono no volverá a sonar hasta que lo haga. Por lo tanto cierro los ojos y me lanzo sin incurrir en mis habituales meditaciones.

Durante varios segundos me deslizo como por un tobogán, hasta que finalmente las paredes del agujero desaparecen y caigo al agua desde una altura bastante considerable. Es agua dulce. Un pequeño lago cuyas orillas están a la vista, a unos cuarenta o cincuenta metros. Percibo la silueta de un hombre en la arena y comprendo que debo nadar hacia él. El reflejo del sol impide la obtención de mayores detalles.

La costa está más lejos de lo que supuse y me cuesta un buen esfuerzo alcanzarla. Como puedo me arrastro fuera del agua exhausto por el peso de mi ropa, y antes de alzar la cabeza una mano me toma del brazo y me ayuda a incorporarme. Ante mí se encuentra el hombre que me ha provocado tantos inconvenientes a lo largo del día. Tiene la piel curtida y una expresión sombría. Lleva el cabello largo, cejas hirsutas al igual que la barba y –creo yo lo más importante– está completamente desnudo, salvo por la hoja de parra que tapa sus partes más sensibles.

— Hola Bigud, yo soy el extorsionador —se presenta como si de un título honorífico se tratara.

— Hola —respondo yo sin salir de mi asombro.

— ¿Trajiste lo que te pedí? —indaga con suavidad.

— Se me mojó toda la plata —confieso con algo de pena.

— Está bien, la plata no me importa —revela mientras me hace con la mano un gesto para que lo siga —. Siempre y cuando tengas la manzana.

Caminamos en dirección a la hilera de árboles que se encuentra justo donde se diluye la arena de la pequeña playa, y apenas la transponemos se revela frente a nosotros un paisaje de ensueño. Y cuando digo ensueño, digo ensueño del bueno, del que no se ve todos los días. Ay señora… viera usted cuánta variedad de plantas y animales. El color azul de las aguas. La majestuosidad de las aves. El verdor de los pastos. La exuberancia de los árboles. La suavidad de la brisa. La tonalidad de los frutos. La gracia infinita de las cascadas. Las hortalizas y legumbres del huerto. No encuentro palabras adecuadas para describir lo que veo.

— Bienvenido al Edén, Bigud —me dice el extorsionador con la mirada posada en el horizonte —. El de arriba también da segundas oportunidades.

— ¿Este es el famoso huerto de Dios? —pregunto buscando la ratificación de lo que ya se me ha explicado.

— El mismo.

— ¿Vos sos Adán?

— Para servirle.

— ¿Aquello es un unicornio?

— Animal inútil si los hay. No se lo puede montar, no sirve para trabajar y encima es sucio como pocos.

Una vez llegados al huerto propiamente dicho, Adán busca reparo a la sombra de un frondoso olmo donde yace una mujer –muy bonita por cierto– que también está desnuda salvo por la hoja de parra oportunamente localizada.

— ¿Eva? —pregunto sin dejar de observarla.

— Isabel. Me casé de nuevo hace unos años.

Adán posa la planta del pie sobre la blanca cadera de su mujer y empuja con suavidad. O no con tanta suavidad.

— ¡Despertate morsa! —exclama algo impaciente.

— ¿Mmmmm… qué pasa? —ronronea ella manteniendo los ojos entornados.

— ¡Llegó el muchacho este!

Isabel se incorpora de un salto y me saluda con una elegante reverencia. Los cabellos rubios cubren delicadamente sus pechos. Todo el tiempo.

— Mostrame la manzana que trajiste —requiere Adán con la mano extendida en mi dirección.

— Primero decime para qué la querés —desafío al tiempo que retrocedo.

— Eso a vos no te importa —retruca —. O me la das o ejecutamos a tu hermana.

— Yo no tengo hermana.

— ¿Cómo? —balbucea él con toda la sorpresa del mundo esculpida en el rostro.

— Que no tengo hermana, idiota. Me presté a esta payasada porque la otra opción que tenía era ir a trabajar. Y a mí mucho no me gusta trabajar.

Ni bien comprende que se ha quedado sin armas se vuelve hacia su esposa, que lo observa con ojos culposos.

— ¿Te das cuenta de que sos una estúpida, no? —fustiga.

— Pero amor…

— ¡Pero amor un carajo! —interrumpe agitando el puño derecho — ¡La única puta cosa que tenías que hacer y la hacés mal! ¡El tipo no tiene hermana! ¡Vino porque se le cantaron las pelotas!

El frustrado extorsionador menea la cabeza, cierra los ojos y se toma el tabique nasal con el índice y el pulgar de la mano izquierda. El puño derecho continúa apretado.

— ¿Querés saber para qué la quiero? —me pregunta sin volverse.

— Sí.

— Ayer a la tarde me eché a dormir una siestita y la boluda que está ahí parada con cara de vaca que ve pasar el tren —esto lo dice cabeceando hacia la posición de Isabel, alzando las cejas y mordiéndose el labio inferior con las paletas —se comió otra manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal. Tenía hambre, mi alma…

— Pero eso Dios ya lo tiene que saber, no lo van a poder engañar —insinúo.

— Hace milenios que Dios no viene por acá —explica mientras se rasca la barba —, pero la última vez ya me dejó claro que lo único que le preocupa en la vida es ese puñetero arbolito.

— ¿Y entonces a quién le tienen miedo?

— Al Arcángel Gabriel —confiesa con la voz a punto de quebrarse —Dios lo eligió como guardián de las puertas del Edén, y ya me tiene dicho que si me agarra en algo raro me saca de acá a patadas en el culo y me hace aparecer en Siria. ¿Está bueno Siria?

— Sí, buenísimo —le miento yo como para no agregar otro problema a la lista. Cuando no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Y no se me nota en la cara.

— Menos mal —suspira —. Mostrame la manzana, dale.

El primer hombre la examina con ojo minucioso. A simple vista se percibe la satisfacción en su rostro.

— Fantástico —susurra mientras gira la fruta entre sus dedos —, absolutamente increíble. El color, la textura, el tamaño… parece elegida a propósito. ¿La compraste donde te pedí?

— Sí —respondo yo con cara de póker. Cuando no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Y no se me nota en la cara. No sé si lo dije alguna vez.

De pronto se encuentra de un excelente humor. Entonces le arroja la manzana a Isabel y le dedica una tierna sonrisa.

— ¿Podrás acomodarla en el árbol sin que se note mucho que no es la original? —indaga sin dejar de sonreír — ¿o después de la siesta me encontraré con que colgaste una pera?

— Estúpido —acusa la mujer sin sentirse ofendida por la fina ironía de su marido. De hecho ella también sonríe.

Adán deja el asunto en manos de su mujer, asumo yo que por ser una tarea de corte netamente decorativo. La observa un rato mientras se aleja y finalmente me tiende la mano.

— Perdón por las molestias ocasionadas, Bigud —me dice con expresión sincera —. Si yo te decía la verdad de entrada no ibas a venir.

— Sin rencores —contesto yo, que estoy bastante satisfecho con la experiencia vivida —. ¿Cómo me voy de acá?

— Tenés que caminar hacia el Oriente por ese sendero. Cerca del final vas a ver a los Querubines, y un par de kilómetros después te vas a topar con una reja de color negro que tiene una puerta dorada. Detrás de esa puerta está tu auto estacionado en el camino de tierra.

— ¿Eso es todo?

— No. Mucho cuidado con el Arcángel Gabriel. Casi siempre está cuidando la puerta. Si lo ves, escondete y esperá hasta que se duerma. Si te descubre, vos a mí no me conocés.

— ¿Y cómo lo reconozco?

— No es muy difícil. Tiene un tic en el ojo derecho, lo guiña todo el tiempo. Parece que te estuviera haciendo una propuesta sexual.

De pronto alcanzo a comprender en forma cabal todo lo ocurrido a lo largo del día, y no puedo más que sonreír.

— No te preocupes, tengo la sensación de que no me va a descubrir —lo tranquilizo.

— Eso espero. Y pensándolo bien, es lo mejor que le puede pasar. Si se entera y me manda a Siria se queda sin laburo —razona.

— Por supuesto. Si yo fuera él, te habría facilitado todo para que repongas la manzana —complemento yo mientras comienzo a caminar por el sendero que me sacará para siempre del huerto de Dios —. Hoy en día está bien difícil conseguir un laburo decente.

Ambos reímos a carcajadas. Él conmigo. Yo de él.



Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 3 de octubre de 2013

SWAMI


Síntesis del post: Redireccionamiento.


Estimados: Por falta de tiempo e ideas para publicar en dos sitios al mismo tiempo, hemos decidido trasladar el artículo del día de la fecha a Men in Blog (MIB). Aquí el link para aquellos que posean la fuerza y la decisión para hacer un clic.

SWAMI

Muchas gracias.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 6 de septiembre de 2013

COLOQUIO SOBRE LOS FANTASMAS Y ALGO DE TETAS


Síntesis del post: Fantasmas de verdad. Teoría. Gente grisecita. La sombra. Comprobaciones. Vasos agitados. Las tetas. Reflexiones sobre el alma.


Porque según lo que yo pude saber, los fantasmas de verdad no son entes incorpóreos que aparecen y desaparecen en la cocina, el dormitorio o algún pasillo oscuro según su propio capricho, sino que se encuentran al alcance de nuestra percepción en forma permanente. Están por todas partes, pero ocurre que hay que saber mirar. Y eso no es para cualquiera. Primero hay que entender que no existe en ellos la voluntad de comunicar nada, no hay asuntos familiares pendientes o intrincados sueños de venganza. Ni siquiera está la intención pura y simple de asustar al primero que pase delante. La cuestión es muchísimo más compleja, no sé si me explico.

Todo esto lo dice mi amigo con profunda convicción y un aire profesoral bastante reñido con el vaso de whisky que sostiene en su mano derecha. Mientras tanto yo lo escucho, compongo mi célebre rostro de prestar atención y lo refuerzo acariciándome la barbilla como suelen hacer los psiquiatras cuando quieren ocultar su monumental desinterés. Sin embargo debo aclarar que la mía no es una postura falaz, la teoría me resulta atrapante a muchos niveles y me genera un sinfín de interrogantes que pienso plantear ni bien se me permita introducir un bocadillo. Muy cierto es que ello puede deberse al hecho de que yo también sostengo un vaso de whisky en mi mano derecha, pero no me parece justo ni oportuno comenzar con esa clase de acusaciones en esta etapa tan prematura del relato. Seamos indulgentes y veamos hacia dónde nos lleva esta simpática charla, que interrumpir no es de gente educada y para desacreditar siempre sobra el tiempo.

Ahora a lo nuestro sin más, que hoy hemos elegido la modalidad del diálogo y —creo yo— la lectura se hará un poco más amena para todos esos vagos que suelen espiar la extensión del texto antes de abordarlo de mala gana.

— ¿Pero entonces los fantasmas son de carne y hueso, se pueden tocar? —indago apenas se produce el primer silencio.

— No, no —se defiende él—. Los fantasmas sí tienen esa esencia holográfica que se puede apreciar en cualquier película de terror. Lo que pasa es que no andan apareciendo y desapareciendo todo el tiempo.

— ¿Y cómo se los distingue?

— Hay varias maneras, pero lo fundamental es que son como más grisecitos que la gente común.

— Nosotros también somos gente grisecita —replico luego de beber otro sorbo de whisky—. Somos dos ignotos con familias convencionales, trabajos poco estimulantes y problemas triviales tomando unos tragos en un bar de mala muerte.

— Sí, sí, pero yo me refiero al color —corrige—. Tienen un aspecto terroso como el de aquellas botellas —agrega señalando unos licores colocados en hilera sobre una repisa espejada.

— ¿Y además del color, qué?

— Bueno, te puedo decir que por lo general pululan en lugares muy concurridos —dictamina mientras alza su vaso vacío, agitándolo para que la chica que nos atiende haga contacto visual y proceda en consecuencia—, pero la gente no repara en su presencia. Pasan desapercibidos, como un mueble, una mosca o una botella.

— ¿Eso es todo?

— Creo que sí. Ah, no… y además no tienen sombra, lógicamente.


En este punto lo miro con extrañeza. Lo que me desconcierta un poco es el orden que ha elegido en su exposición. Quiero decir, a mí lo de la sombra no me parece un detalle menor, algo para agregar al paso luego de hacer un esfuerzo de memoria. Aspecto terroso tenemos todos, según quién nos mire y cómo lo haga. También pululamos en sitios muy concurridos sin que nadie repare en nuestra presencia. O al menos nadie que nos importe. Pero la sombra es la sombra, viejo. Viene de fábrica. Es presupuesto necesario de la calidad de persona, caramba.

— Por ejemplo, ahora mismo tenemos un fantasma entre los presentes —prosigue misterioso al tiempo que ojea solapadamente los pechos de la señorita que llena los dos vasos—. Con los parámetros que te acabo de dar ya estás en condiciones de adivinar quién es.

— ¿Acá en el bar? —pregunto algo inquieto.

— Sí. Vamos a ver si aprendiste a mirar —desafía con una media sonrisa.

— La chica que nos atiende no es —sentencio como apertura de mi investigación—. Esas tetas no tienen aspecto terroso ni pasan desapercibidas, y además proyectan una buena sombra.

— No, no es —confirma alzando su vaso en una suerte de brindis imaginario—. Las tetas, no esas tetas sino las tetas en general, no tienen aptitud fantasmal.

— ¿Entonces una señorita con buenas tetas no puede morirse y volver como fantasma? —pregunto yo con algo de pena.

— Si son genuinas, no. Pero si tiene prótesis las pueden remover y mandarla de vuelta como una tabla —explica haciendo gala de una sabiduría bastante discutible.


Apuro mi whisky y comienzo un minucioso examen de la concurrencia. Una parejita joven que discute tomada de la mano, una señora con aspecto de estar buscando a su hija rebelde, tres chicas no demasiado agraciadas, un grupo de amigos abordando en la barra a una señorita cuyos atributos carecen de la más absoluta aptitud fantasmal, un calvo que bebe un chupito tras otro. No mucho más. Gente no muy grisecita en el sentido estricto de mi búsqueda.

— No hay caso, no lo veo —confieso desalentado.

— Hay que observar con calma —contesta él mientras reclama otra ronda agitando el vaso.


De pronto reparo en un caballero parado en el extremo más alejado de la barra. Debe tener unos sesenta o sesenta y cinco años. Es un mozo que otea cada rincón del establecimiento aguardando paciente que alguien lo llame a su mesa. Pero algo no encaja en la situación. Es un mozo de restaurante, vestido con un pantalón negro muy gastado y una camisa celeste de mangas cortas. Y tiene una bandeja redonda y plateada aferrada debajo de la axila.

Ahora bien, esto es un bar. Un bar nocturno. Y por lo que he notado en el largo rato que llevo sentado, para atender en este sitio hay que ser mujer, joven, bien bonita y con muy buenas tetas. Cero actitud y aptitud fantasmal.

— El mozo —susurro como queriendo evitar que me escuche.

— Sin duda —asiente él con una satisfacción casi paternal.

— ¿Vos decís que si me paro y me acerco no va a tener sombra? —indago dejando entrever que el de la sombra es el único detalle al que asigno un carácter confirmatorio.

— No tiene —asevera—. Pero si te vas a arrimar que sea sin que lo note.

— ¿Por qué?

— Porque se va a escapar para la cocina y ya no lo vamos a ver más. Y yo quiero estudiarlo un rato.


Comprendo el argumento pero aun así necesito una comprobación, por lo tanto me pongo de pie y me acerco dando algunos rodeos para despistar. Sin embargo cuando estoy todavía a unos cinco o seis metros de distancia se da media vuelta y se escabulle por una puerta que, supongo, conduce a la cocina.

— Te dije que se iba a escapar —me amonesta apenas regreso a mi asiento con el semblante abatido.

— Ya va a salir, vas a ver —me defiendo con la mirada fija en la puerta.

— No. Lo perdimos.

No le presto atención. En cambio reflexiono unos segundos acerca de esa posición de frontera que asume el alma cuando pierde el albergue del cuerpo y no acaba de fundirse en el éter. Ese estado al que asignamos una individualidad y dotamos de un nombre. Un fantasma, decimos con total naturalidad. Y no importa si luego nos enrolamos en la teoría de la aparición o pensamos que está allí todo el tiempo, por fuera de nuestra percepción.

Sin embargo el tema finalmente se agota y la velada se desvía hacia asuntos más mundanos. Las horas transcurren y la noche comienza a esfumarse entre vasos agitados y amenos contrapuntos.

— Me parece que no te creo —confieso en un rapto de sinceridad.

— ¿Qué cosa, Juan?

Mi amigo me dice Juan porque yo, en efecto, me llamo Juan. No sé si lo dije alguna vez.

— Lo del fantasma.

— Ah… eso. Allá vos.


La señorita sin aptitud fantasmal responde una vez más al llamado del vaso. Sirve de muy buen modo, aunque sugiere amablemente un punto final. Una botella y tanto le parece suficiente para una sola noche.

— ¿Te puedo hacer una pregunta? —le dice mi amigo con una mirada desinhibida.

— Por supuesto —concede ella.

— ¿Acá trabaja algún mozo hombre?

— No, somos todas chicas.

En el rostro se le dibuja la satisfacción del triunfo, pero no parece querer regodearse.

— ¿Y las tetas te vinieron de fábrica o las pagaste? —se despacha casi de inmediato.

Ella lo observa mientras enrosca la tapa de la botella. No está ofendida, lo hace sin dejar de sonreír. Sin embargo se percibe que evalúa la estructura de su respuesta.

— Ni lo uno ni lo otro —responde por fin—. Pero la pregunta estuvo de más. Hiciste dos.

Mi amigo sonríe con la vista perdida en el posavasos.

— Es fija que vuelve como una tabla — murmura una vez que ella se retira.

Me lo dice a mí, y sin embargo yo no le presto atención. En cambio reflexiono unos segundos acerca de esa posición de frontera que asumen las tetas cuando no son del todo propias ni del todo ajenas.

— Al fin y al cabo que vuelva como le de la gana. Pero que vuelva —sentencio luego de interminables minutos de meditación.

Y que el fantasma se quede en la cocina. Esto lo agrego ahora, mucho más lúcido y menos propenso a las actitudes y aptitudes fantasmales.


Tengan ustedes muy buenas noches.

miércoles, 21 de agosto de 2013

NO HAY POCIONES PARA EL AMOR


Síntesis del post: Heme aquí. Pedido de disculpas. Cascotes. Carla la abogada. Ordóñez el taxista. El cosmos. Las oportunidades. Final.


Heme aquí. Ante todo deseo pedir disculpas por estas insoportables dilaciones con las que vengo atormentando a nuestra ya maltrecha relación virtual. Perdón, no tengo excusas. O mejor dicho sí las tengo, ocurre que no quiero interponerlas. Prefiero soportar estoico los cascotes de la afición antes que abrir una instancia de debate sobre los hechos catastróficos que eventualmente decidiera presentar en esta mesa y que, casi con seguridad, serían el fundamento de una de esas colosales mentiras que solo invento en aquellas ocasiones en que —precisamente— no estoy de ánimo para soportar estoico los cascotes de la afición.

No. No pienso mentirles. Primero porque soy un hombre de bien, y segundo porque en este momento ya tengo cuatro o cinco mentiras en curso en otros planos de mi vida, y cuando supero la cuota aconsejada se me empiezan a traspapelar las excusas. Triste espectáculo sería que llegara yo a este humilde espacio luego de dos meses de silencio atroz y arrancara diciendo lo que tenía pensado decirle, pongamos por caso, a mi jefe. O viceversa. Bueno, la verdad es que tampoco tengo jefe, pero si lo tuviera supongo que no vería con buenos ojos que me despachara con que no pude cumplir las promesas que dejé por escrito porque no he hallado en la profundidad de mi espíritu la más mínima motivación. En el mismo sentido asumo que quedarían ustedes embargados por el más absoluto desconcierto si alegara que no me hice presente en este sitio porque me doblé el tobillo mientras bajaba del colectivo. Y ni entremos a considerar si además tuviera la pretensión de que se hicieran cargo del tratamiento médico por haber ocurrido el accidente de camino a mis labores literarias. El desconcierto devendría en indignación, estupor o incluso ira, y todos sabemos bien que de la indignación, el estupor y la ira a los cascotes existe un pequeñísimo paso.

En fin… el sentido de esta modesta introducción es, de más está decirlo, eximir a la afición de una colosal mentira, una excusa en falsa escuadra en cuanto al tiempo, la forma y el destinatario, un profundo desconcierto y un más que seguro ataque de ira, dejando así el camino libre para los cascotes puros y simples, que por cierto son los que me gusta recibir a mí. Porque acá las cosas, si van a hacerse, se harán como a mí me gusta. Después de todo soy el dueño de casa, qué tanto.

Ahora a lo nuestro sin más, que de pronto alguno se lo va a tomar en serio y me va a poner a dormir antes de que cuente la historia que vine a contar. Porque al fin y al cabo a eso vine, no sé si lo dije.

Bien.

Carla tiene veintisiete años y es muy linda. Eso es lo primero que se puede decir de ella, y para ser del todo franco, la mayoría de las veces también es lo único. No porque no posea otras cualidades, que no se malentienda. El caso es que su belleza es tan simple, tan descriptible, que uno sucumbe a la tentación de encerrarse en ese relato. Sin embargo en esta ocasión, nosotros, que estamos bien entrenados en el complejo arte de decir, tenemos la obligación emprender un esfuerzo superador, ya que es imprescindible a los fines de este artículo el logro de un panorama más acabado. A ello nos dedicaremos ahora, sin más prolegómenos.

Decía entonces que Carla es muy linda. Y lo decía así, de un modo tan desabrido, para evitar expresiones eufóricas reñidas con el tono formal y prolijo que pretendo imprimir al presente escrito. Pero lo cierto es que está buenísima. Más buena que mirar la tele en calzones. Solo. De noche. Con una botella de whisky y una bolsa gigante de papas fritas. Morocha, ojos verdes muy claros, rostro angelical y curvas endemoniadas. Todo en ella exhibe esa dualidad, la posesión y el ejercicio de la belleza como obsequio y peligro. Una gema de incalculable valor, al alcance de cualquier mortal.

Pero Carla no solo es linda. Además es inteligente. Abogada recibida en la UBA con un destacadísimo promedio, más de un posgrado en el exterior y flamante socia de un prestigioso estudio jurídico que le permite desarrollar todo su potencial y le regala algunas horas muertas para continuar avanzando en la carrera de psicología, pasión que se le despertó algo tarde en su vida, cuando ya lidiaba con demasiadas obligaciones y ejercía muy pocos derechos.

En lo personal es bastante reservada, aunque posee una nutrida agenda social. Vive sola en un departamento propio ubicado en alguno de los múltiples palermos que existen hoy en la ciudad de Buenos Aires. Durante la semana divide el tiempo libre entre sus amigas, algunos cursos que la entretienen y unos cuatro o cinco caballeros con los que se ve alternativamente, de acuerdo a su estado de ánimo y necesidades, y que —dicho sea de paso— también la entretienen. Casi todos los domingos almuerza con sus padres y hermanos en la casa que los primeros poseen en Villa Devoto (barrio en el que nació y se crió), para luego matar las últimas horas del día en el gimnasio.

Y creo que con esto es suficiente. Por el momento no necesitamos saber más de ella, salvo, quizás, que en este preciso instante se encuentra parada en la esquina de la calle Honduras y otra que no pienso revelar (sé de sobra que algunos de ustedes serían bien capaces de intentar un acercamiento) a la espera de que aparezca un taxi.

Ordóñez es santiagueño, aunque vino a la ciudad con sus padres siendo muy niño. Tiene cincuenta años pero parece de cincuenta y cinco, y podemos decir de él que es bien feo. Morocho, cabello entrecano y rostro regordete dominado por una gruesa nariz y un labio inferior inusualmente carnoso. Es morrudo, algo panzón, de baja estatura, brazos muy cortos y unas manos sufridas y callosas que delatan una existencia consagrada al sacrificio.

Hombre de pocas luces y escasa preparación trabajó buena parte de su vida en la construcción, hasta que algunos inconvenientes de salud lo obligaron a incursionar en rubros menos relacionados con el esfuerzo físico. Hoy por hoy es peón de taxi, actividad que le permite una subsistencia modesta pero digna.

Vive en Temperley, en un monoambiente que le dejó su madre al morir. Es viudo y tiene dos hijos que rara vez lo visitan. Como trabaja de sol a sol dedica poco tiempo para las amistades, pero frecuenta a una señora de la que nadie —ni siquiera este humilde servidor— puede aportar demasiadas precisiones.

Y creo que con esto es suficiente. Por el momento no necesitamos saber más de él, salvo, quizás, que en este preciso instante circula por la calle Honduras en busca de un último pasajero que equilibre las cuentas de la jornada.

Y en este punto llegamos a la escena —entre misteriosa y fantástica— que hemos venido a describir, por cierto muy brevemente.

Sin alzar la mirada, Carla susurra una dirección mientras revisa los mensajes recibidos en su teléfono móvil. Ordóñez recibe la instrucción en silencio. Germina en su mente la semilla de un recorrido.

De pronto la abogada acaba su revisión, regresa al universo de lo presente y percibe al taxista. Entonces sus ojos se petrifican, su respiración se torna entrecortada y su razón se extravía en peligrosos laberintos. Perversos y desconocidos mecanismos comienzan a operar en su mente y en su espíritu (si es que ambos fueran cosas distintas), colocándola de cara a un problema que trasciende la órbita de lo físico.

Tenemos ahora a esta estudiante de psicología inflamada por nuestro ex obrero de la construcción. Inflamada en cuerpo y alma, así que hablamos aquí de una inflamación compleja. De las que no se ven todos los días.

La dama deja vagar sus ojos por algunos segundos y luego inicia su ataque a la trinchera con una multiplicidad de gestos que, sin embargo, resultan ilegibles para el impensado galán. Ocurre que de vez en cuándo —muy de vez en cuando— un rayo de sol oportunista e intrépido se cuela por donde no debiera y rebalsa con su luz a uno o varios pares de ojos inhábiles para lidiar con la claridad. Y es que existe un territorio en el que la frontera entre lo poco probable y lo imposible se torna tan difusa que la percepción se abandona a sí misma hasta el punto, no ya de asumir aquella tenue probabilidad como algo inviable, sino de perder incluso esa capacidad de interpretar un hecho real y presente como cierto.

‘¡Correte cornudo!’

Gruñe Ordóñez un insulto arrabalero sintiéndose víctima de una encerrona. Existe con idénticos bríos en la mente de su embelesada pasajera, aunque en un plano —si se quiere— mucho más horizontal. Sin embargo ninguna señal, por evidente que fuera, bastará para que se percate de esa diminuta y transitoria ventanita que el universo acaba de abrir en su provecho. No, no lo hará. De hecho su comportamiento parece tozudamente orientado a cortar a mordiscones los delicados hilos del encanto. Insultos, ingesta de uñas y exploración de las fosas nasales entre otras tantas delicadezas. Un creativo repertorio para ahuyentar hasta el último rastro de cualquier apetito físico o espiritual, que por alguna misteriosa razón que no está en mi ánimo desmenuzar, no cumple con su inconsciente cometido. En lo absoluto.

‘Te dejo en la esquina piba, porque más adelante esta se hace contramano.’

Sentencia Ordóñez el final del recorrido. Rutinario. Impiadoso. Ignorante de que ha intrusado una mente prodigiosa, excitado un físico fulgurante y desairado un amor ofrecido por el cosmos en bandeja de plata. Y sin embargo tan ajeno a las culpas, tan inmune a cualquier índice justiciero que quisiera atribuir alguna clase de responsabilidad, por mínima que fuera.

Dicen las malas lenguas que las mejores oportunidades que nos regala la vida, ya sea por negligencia, impericia o desidia, acaban pasando desapercibidas. No me atrevería a refutar semejante máxima. Lo que sí quisiera agregar es que algunas veces —quizás la mayoría— el cosmos nos bendice con la posibilidad de ignorar también la inmensa tragedia que esa pérdida acarrea. Y eso no es poco.

Y creo que hasta aquí el relato de hoy. No tengo mayores comentarios ni sesudas reflexiones que agregar. No existe una moraleja. Era la pura y simple voluntad de contar una historia. Después de tanto tiempo.

Un caballero se desliza dentro del taxi justo antes de que Carla cierre la puerta. Le agradece con una media sonrisa.

– Qué criatura me sacó a pasear jefe, eh –comenta el caballero mientras la observa alejarse calle abajo –. Tremendo culo.

– Sí, una bestia impresionante –responde Ordóñez en un balbuceo casi poético –. Pero esas yeguas son siempre carne de empresarios y políticos.

El taxista escucha la indicación de su nuevo pasajero y gira en ‘U’ de forma repentina.

– ¡Mirá por el espejo infeliz! –le grita un conductor que casi lo embiste.

– ¡Agarrame la garcha! –replica el poeta.



Tengan ustedes muy buenas noches.

PS: Como verán he cumplido (tarde) con lo del artículo largo y tedioso. Pero por ahora no me voy nada. Es todo lo que tengo para decir sobre el particular. Quedan ustedes debidamente notificados.


viernes, 28 de junio de 2013

POTENTE GEN


Síntesis del post: Potente Gen, porque es viernes, y los viernes yo muy de vez en cuando subo un Potente Gen.

Estimados:

Nos toca hoy, a escasas 72 horas de cumplir cinco años en el aire, analizar el que muy probablemente sea el último Potente Gen en la breve historia de este humilde espacio. Es cierto que vamos quedando pocos, y que dentro de esos pocos, más de la mitad no deben estar al tanto de las reglas de la sección, pero así están dadas las cartas y con ellas debemos jugar. Yo expongo las imágenes; los que se acuerden el procedimiento se dedicarán a juzgar, y los que no sepan de qué se trata se copiarán de algún compañero. Nada que no hayan hecho en su época de estudiantes.

A lo nuestro sin más.


Gen Phoenix


Joaquin. Hermano.


Rain. Hermana.


Ambos dos.


Entiendo que existe poco margen para la discusión, así que lejos de exigir con amenazas la aprobación que el exponente merece, pasaré a realizar un último anuncio que nada tiene que ver con el tema en cuestión.

Como dije al comienzo, el día lunes 1 de julio cumplimos cinco años en el aire (aunque esta última etapa haya sido, por decirlo de alguna forma, intermitente). En el transcurso de la semana —cuando no el mismo lunes— colgaré un artículo largo y tedioso que, casi con seguridad, será el último. O no. No sé. Pero en principio esa es la intención. De ese modo pararé de pensar que tengo que escribir algo cuando en rigor de verdad no ‘tengo que’ nada. Luego simplemente dejaremos todo librado a la reconocida volatilidad de mi estado de ánimo.

Quedan ustedes debidamente notificados.

Y ahora me voy contento, porque es viernes. Y los viernes yo almuerzo solo. Y como lo que se me antoja. Y me tomo un vinito chico con soda y hielo. Y postre. Y café, si dan.


Tengan ustedes un nostálgico fin de semana.

miércoles, 22 de mayo de 2013

MI ASESINO SERIAL


Síntesis del post: Una empanada. Norteña. Dilaciones. Un asesino serial. Hábitos y costumbres. Conclusiones.



El hombre come una empanada. Lo digo así, sin prolegómenos, porque hoy no contamos con demasiado tiempo para descripciones. No sé, imaginen que el mediodía nos encuentra en un restaurante céntrico. O en un bar, mejor en un bar. Un bar de esos que tienen una barra repleta de gente taciturna que no puede darse el lujo de comer sentada, que no tiene tiempo que perder. Apremiada por las circunstancias. Igual que nosotros, no sé si lo dije. Justamente por eso es que, a pesar de que cada vez que les pido algo lo hacen mal, o directamente no lo hacen, los puse a imaginar en lugar de pintar la escena a mi propio gusto y placer.

Decía entonces que el hombre come una empanada. Una empanada de carne. Cortada a cuchillo. De esas que chorrean lava con cada mordisco, arrancando algún insulto perdido y obligando a cambiar de inmediato la mano que las sostiene. Debe ser —imagino— una empanada norteña. De Santiago del Estero, de Salta o de alguna de esas nobles provincias que se toman el asunto muy en serio. Casi como un arte.

¿Cómo dice?

No, no creo que sea una empanada sureña. Si bien asumo que en el sur se comen empanadas igual que en el resto del territorio nacional, tengo entendido que el modo de preparación no es algo que haga al orgullo o la autoestima de ninguna de sus provincias. Por otra parte tampoco creo que el tipo de relleno sea el mismo que en el norte.

No sé, qué quiere que le diga, no soy un experto. Pero imagino que debe salir mucho la empanada de cordero. Y más al sur, en la zona de lagos, la de trucha. Y en la parte norte de la isla Grande de Tierra del Fuego, la de Ona.

En fin… en cualquier caso ya lograron desviarme del tema principal de este humilde artículo. Como siempre. Si se hubieran quedado callados por una vez en la vida, en lugar de adentrarnos en este catálogo de comidas típicas que presenta poca o ninguna utilidad, yo podría haber pintado la escena con mucho más detalle. Pero bueno, ya malgastamos el tiempo. Tiempo que en rigor de verdad no tenemos, no sé si lo dije.

Ahora a lo nuestro sin más, que se enfrían las empanadas.

Tenemos a este hombre que come una empanada norteña (no sureña) en la barra de un bar repleto de gente taciturna que no puede darse el lujo de comer sentada. Y eso es todo lo que dijimos hasta ahora, aunque no por culpa mía.

El caso es que algo en el rostro de este hombre nos llama poderosamente la atención, y luego de observarlo durante largos minutos con estudiosa dedicación logramos comprender la esencia misma de nuestro pálpito. Es el rostro de un asesino serial. Mejor dicho, lo que imaginamos sería el rostro de un asesino serial. O lo que yo imagino, porque si bien les pedí específicamente que se dedicaran a esa actividad, lo único que han hecho ustedes hasta el momento es molestar. Por lo tanto a partir de este instante procedo a relatar en primera persona del singular. Es lo que se ganaron.

El de un asesino serial es un rostro afable y sin asperezas. Uno entre miles. Un rostro sin potencia, sencillo y desabrido al primer examen del ojo distraído. Y sin embargo, aun en ese marco, posee una nota de furia. Una furia indefinible que no hace nido en ningún elemento específico, en ninguna de sus facciones. No podemos hablar de unos ojos rabiosos o un semblante intimidatorio. La furia está ahí, aunque es imposible alzar un índice acusador. Su percepción es un salto al vacío, un acto de fe, un desborde intuitivo inconfesable.

Entonces ya tenemos a nuestro asesino serial. Mejor dicho, ya tengo a mi asesino serial. Debo confesar que siempre quise tener uno a mano, pero no con el afán de adentrarme en la turbulencia de su mente, sino para analizarlo en sus hábitos y costumbres más básicos, en su cotidianeidad. Es decir, no deseo conocer cómo elige este hombre a sus víctimas, ni las características físicas que estas deben presentar para transformarse —precisamente— en víctimas. No me interesa saber si mata una vez por semana o tres veces al año, y lo mismo da si lo hace con una itaca recortada, un cuchillo de supervivencia o unas medias can can. El núcleo de mi trabajo de campo del día de la fecha consiste en observar cómo devora una empanada de carne. Norteña, no sureña. Para ser más preciso, cómo se desenvuelve en su vida cotidiana cuando no está pensando en volarle la cabeza de un tiro a un pastor luterano, seccionar con su cuchillo la aorta de un contador retirado o asfixiar a una prostituta con sus medias can can. Y nada más.

Procedo a exponer mis conclusiones aquí y ahora:

No existe ninguna diferencia. Sí, así como lo oye. No existe ninguna diferencia entre el modo en que un asesino serial devora una empanada de carne norteña (no sureña) y el modo en que usted realizaría esa misma actividad. Sus cotidianeidades, al menos en lo referido a la manipulación y posterior ingesta de una empanada norteña (no sureña) poseen un asombroso parecido, lo que equivale a decir que existe una inquietante coincidencia en el modo de satisfacer por lo menos uno de sus instintos más primitivos.

Dicho de otro modo, usted es un individuo potencialmente peligroso. Eso en el mejor de los casos, porque también puede ser que esté leyendo esto con unas medias can can ocultas en el bolsillo interno de su abrigo. Nunca se sabe.

‘Sus conclusiones son puras patrañas’, podrá decir usted, que se ufana de haber estudiado en la universidad los distintos tipos de falacias del argumento.

Sin embargo no obtendrá de mí —al menos por el momento— retractación alguna.

‘Al fin y al cabo usted no hizo más que seleccionar a un pobre diablo cualquiera y transformarlo en un asesino serial basándose en una mera intuición. Y luego utilizó una empanada de carne norteña (no sureña) como vehículo para crear cientos o incluso miles de nuevos asesinos’.

Eso agregará usted frente a mi obstinado silencio.

Permítame una preguntita… ¿usted cree que esto está siendo leído por cientos o miles de personas? Concedo que puedo haberme excedido en el asuntito ese de tildarlo de asesino serial, pero admita que ando bien rumbeado en la búsqueda de algún severo desorden mental.

‘¿Y por casa cómo andamos?’ preguntará usted esgrimiendo una ironía de lo más precaria.

No sé, a mí me gustan las empanadas sureñas.

Y sí, leyó bien, más arriba hice referencia a las empanadas de Ona. Sepa que son tan comestibles como cualquier otro indiecito.


Tengan ustedes muy buenas noches.

martes, 2 de abril de 2013

MEDIO COMO QUE SÍ


Síntesis del post: Me llama una amiga. Carajo. Urgencia. Un caballero. Rastros de lucidez. Cuatrocientos años. Plan A. Conclusiones.



Me llama una amiga y me dice que tiene un pequeño problema, que tengo que ir corriendo a su casa, así, sin vueltas ni preguntas. Que es una urgencia, carajo. Carajo no lo digo yo, lo dice ella. Yo rara vez digo carajo para agregar énfasis a mis palabras, y cuando lo hago, casi siempre es porque estoy reproduciendo una frase que escuché en boca de otra persona; en este caso, mi amiga, la que tiene una urgencia. Carajo.

Son las dos y media de la mañana. Por lo general, las urgencias que se presentan a una hora tan inconveniente poseen una carga de dramatismo mucho mayor que aquellas que eligen el turno vespertino. Y es que la noche —creo yo— provoca en el individuo urgido una sensación de desamparo nada sencilla de combatir, ya que la soledad y el silencio se adueñan de la escena hasta que los ruidos de la propia mente se devoran los escasos rastros de lucidez que podrían prestar algún auxilio.

Enciendo un cigarrillo y gano la calle mientras me pregunto, con una honestidad intelectual que pocas veces esgrimo al escrutar mis sentimientos más íntimos, si voy a estar a la altura de las circunstancias, cualesquiera que sean. Si hay algo que sé de sobra es que las convocatorias de esta naturaleza, digo, de naturaleza urgente, se rigen por parámetros mucho más relacionados a la amistad que a la idoneidad. Lo primero que se busca en una situación de apremio es algo de compañía, comprensión o complicidad. Lo de las soluciones lo podemos ir viendo sobre la marcha.

Apenas se abre la puerta, mi amiga me abraza y rompe en un llanto profundo y uniforme. En realidad no me abraza, sino que se me cuelga del cuello y me presiona la nuca con una fuerza impropia de sus cuarenta y ocho kilos. Lo del llanto profundo y uniforme es, sí, una descripción fiel.

Ingreso al departamento y cuando me dispongo a exigir que se me ponga en autos de la situación imperante tropiezo con un caballero hecho un ovillo sobre la alfombra del living.

—¿Qué pasó acá? —le pregunto a mi amiga, dado que el caballero en cuestión presenta claros síntomas de haber asumido un estado de inmovilidad definitiva.

—No sé, te lo juro por mi vieja. Estábamos que sí, que no, que va y que viene, y de pronto medio como que le dio un infarto —responde ella mientras se toma el cabello con sus manitos pequeñas y huesudas.

El caballero es calvo a excepción de la nuca, tiene las cejas tupidas, nariz aguileña (como doblada por el paso del tiempo) y una incipiente barba de color blanco, pero muy opaca. El vello no solo domina las cejas, sino que brota desprolijo desde lo más profundo de cada orificio del rostro, y su piel es grisácea e insoportablemente arrugada. Debe tener unos cuatrocientos cincuenta años.

—Medio como que sí —sentencio en cuclillas a pocos centímetros del sujeto —, y medio como que está un poco muertito.

Digo esto no con la voluntad de aportar mi cuota de pesimismo a un cuadro que ya de por sí es bastante lúgubre, sino basado en la frialdad de sus globos oculares y la extrañísima disposición de sus manos, que han asumido la misma forma que las garras de un águila que estuviera a punto de alcanzar a una liebre en alguna remota pradera americana.

Por supuesto que, como el caballero que soy, evito cualquier tipo de indagación acerca de las circunstancias que posibilitaron que un anciano de unos cuatrocientos cincuenta años pierda la vida en el departamento de una señorita de treinta y ocho, rubia, de proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola. A las dos de la mañana. Y con los pantalones a la altura de las rodillas.

—Hay que llamar a la policía —digo intentando transmitir algo de tranquilidad mientras me dispongo a tomar el teléfono.

Se interpone en mi camino y mueve la cabeza a los lados en claro gesto de negativa. Según parece el occiso es el señor Filomeni, empresario textil, miembro honorario de la liga de empresarios católicos, presidente del consejo de administración del consorcio y felizmente casado con la señora Carmela Martínez Agostegui de Filomeni, que en este preciso instante duerme plácidamente en su pomposa habitación matrimonial al otro lado del pasillo, a unos veinte o treinta metros de nuestra posición.

—¿Y qué podemos hacer? —pregunto ya con algún recelo.

—No sé… otra cosa, por eso te llamé, para que me digas.

A veces la gente, justamente a causa de aquellos rastros de lucidez de los que hablábamos al principio, que no acuden a prestar el auxilio cuando la urgencia todo lo nubla, necesita que alguien con más frialdad o decisión le devuelva su centro, a todas luces extraviado.

—Bueno, entonces habría que buscar la forma de hacerlo desaparecer —expongo mientras me acaricio la barba a la altura del mentón —. Lo terminamos de desnudar, lo metemos en la bañadera y lo descuartizamos. Tienen que ser pedazos bien chiquitos porque después va a haber que descartarlos en las alcantarillas, de a poco, en barrios bien alejados para desviar la atención. Yo te ayudo con la parte del serrucho, pero te adelanto que lo otro lo vas a tener que hacer vos sola. Mañana trabajo todo el día, y si esperamos mucho tiempo nos va a delatar el olor.

Ni bien acabo de detallar lo que bien podríamos denominar como ‘Plan A’, no obtengo ninguna clase de devolución por parte de mi amiga de treinta y ocho años, proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola. En lugar de ello, su actitud es más bien pétrea, muy similar a la del empresario católico y casado, pero con mucho menos fundamento. Al menos desde mi óptica.

—La otra es que le revisemos los bolsillos —reanudo —. Estoy seguro de que tiene las llaves de la casa. Entonces lo ponemos presentable, lo alzamos entre los dos, entramos sin hacer ruido, se lo tiramos a la vieja en algún sillón del living y nos volvemos. Si ella también tiene como cuatrocientos años no va a escuchar nada y la cosa va a quedar como que se murió ahí mientras miraba la tele.

Presa de la más absoluta estupefacción, mi amiga de treinta y ocho años, proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola ensaya una respuesta que se ahoga en un indescifrable tartamudeo. Le permito tomar aire, procesar las opciones cuyos pormenores operativos seguramente desfilan por su mente mientras me observa y camina de un lado a otro de la habitación tirándose del cabello con sus manos pequeñas y huesudas.

Enciendo un cigarrillo y la apuro con la mirada. El tiempo es oro en una situación tan delicada.

—No sé, no sé… creo que mejor deberíamos llamar a la policía y que sea lo que Dios quiera; después de todo nosotros no tuvimos nada que ver —concluye finalmente con semblante aterrorizado.

—Entonces supongo que ahora sí me vas a dejar llegar al teléfono —sugiero señalando el aparato.

—Hijo de puta —murmura con una sonrisa que a la vez es nervio y es alivio.

Explico brevemente la situación y cuelgo el auricular. Solo resta esperar.

—¿Y ahora qué hacemos? — pregunta desorientada mi amiga de treinta y ocho años, proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola.

—Qué sé yo… servite un par de whiskys, charlemos un poco en la cocina, de lo que vos quieras. Cualquier otra cosa sería una obscenidad. ¿Eso que está en esa fuente es una milanesa?


Tengan ustedes muy buenas noches.

miércoles, 27 de febrero de 2013

EL PERFUME


Síntesis del post: Un asunto importante. El perfume. La singularidad de la mujer. Jean Baptiste. La pelirroja. La botellita. Un gato de dos colores indefinibles.


Jean Baptiste Grenouille. El perfume.

Me tenía que encontrar con mi amigo a las siete de la tarde en la placita que hicieron el año pasado en los terrenos que eran del ferrocarril. A cinco cuadras de mi casa y a nueve de la suya. Un convenio justo teniendo en cuenta que él era el promotor del cónclave, el que corría con la necesidad o el apuro. Tenía algo importante que decirme. Siempre tiene algo importante que decirme.

Llegué temprano. Yo siempre llego temprano. Me gusta ser el que espera, o mejor dicho, no me gusta que me esperen, la expectativa puesta sobre mi persona por mínima que sea. Por otra parte, desde que empecé a fumar de nuevo disfruto mucho de esas pequeñas soledades donde el divague mental cobra su mayor intensidad.

—Conseguí un perfume —dijo mi amigo luego de los saludos de rigor—. Es un perfume especial, que vuelve locas a las minas.

—Todos los perfumes tienen lo suyo —respondí yo con mi peor cara, tratando de arrancarme la idea de emprenderla a sopapos con él y su maldita noción de lo que es un asunto importante.

—No, pará, no me entendés —clarificó apresurado—. Hablo de cada mina individualmente, no de todas en general. A cada una le pega distinto, de acuerdo a su propia singularidad. Por ejemplo, si es una mina conservadora, huele el aroma del jardín de su casa paterna, o la piel de ese tipo al que amó en secreto desde siempre. Si es liberal, la mezcla de fragancias de su juventud, la playa o el verano más salvaje. Si es traicionera, el olor de las sábanas del dormitorio de algún amante pasado. Si es ninfómana, la verga enhiesta de un nigeriano o un percherón. Y así. Qué sé yo… ¿me seguís ahora?

—Sí, te sigo —contesté con una nota de descreimiento en el tono, y calculo que también en el rostro—. ¿Dónde lo conseguiste?

—Me lo vendió un viejo en la feria de San Telmo, era uno de esos puestos chiquitos y alejados que cuando vas al otro día ya no los encontrás.

Pausa para una breve reflexión: Lo que a mí no deja de maravillarme es la capacidad que poseen algunos individuos para transformar, en lo más profundo de su mente delirante, una simple estafa en un acontecimiento de carácter místico.

—Ya lo probé con Nati, y te aseguro que es infalible. Ciento por ciento. Dos o tres gotitas a cada lado del cogote y elegís como en el supermercado.

—Dejate de joder —rezongué con mi segundo cigarrillo entre los labios—. Qué perfume ni qué ocho cuartos, si cada vez que vas a la casa se terminan revolcando…

Lo que siguió fue un breve intercambio de opiniones y el inevitable desafío propuesto por el orgulloso titular del mágico producto.

—Dale, señalame la que vos quieras y dame cinco minutos para convencerla —espetó con altanería. Luego guardó un silencio desdeñoso.

Elegí una pelirroja tetona que leía tendida sobre una lona en el césped, a pocos metros de nuestra posición. No sé por qué. Quizás porque no estaba en mis planes iniciar una caminata exploratoria, o porque se me cruzó por la cabeza alguna descabellada fantasía personal que quisiera ver concretada aunque sea en cabeza de otro. O simplemente porque me gustó su porte. En cualquier caso prefiero pensar que fue por esto último, ya que la fantasía y la vagancia representan –al menos en mi cabeza– dos de mis peores falencias.

Y el tipo fue. Dos o tres gotitas a cada lado del cogote y se echó a caminar sin vacilaciones. Aun cuando el hipotético éxito de su empresa, pensado en frío, carecía por completo de eficacia probatoria, y el fracaso echaba por tierra la proclamada infalibilidad de su novedosa adquisición. El tipo fue. Se tuvo fe y fue.

Al principio la pelirroja –muy bonita ella– pareció interesada en la torpe galantería de nuestro Grenouille vernáculo, o al menos esa fue mi impresión a la distancia. Sin embargo a los pocos minutos algo en el ambiente generado cambió y las cosas comenzaron a torcerse, o al menos esa fue mi impresión a la distancia. Él se tendió sobre el borde de la lona (asumo que para facilitar la imprescindible olfateada de la dama) pero ella se incorporó de un salto y alzó la voz. Luego trató de calmarla pero ella lo repelió con una mueca de espanto o estupefacción. Y allí la situación se escapó definitivamente de sus manos. O al menos esa fue mi impresión a la distancia.

Lo que siguió fue un breve intercambio de opiniones y la inevitable retirada del malogrado galán. Tuvo lugar un pequeño alboroto. Una vieja que pasaba por ahí lo acusó de degenerado, se volaron algunas palomas, un nene no mayor de cinco años le arrojó una rama seca y corrió con su madre, e incluso se acercó un policía movido por la curiosidad. Sin embargo la escena acabó sin otra consecuencia que esa pequeña humillación pública.

—¿Qué pasó Jean Baptiste? —pregunté con sorna apenas se sentó.

—No me lo explico —respondió algo incómodo con la situación —. Creo que me puse contra el viento y no le llegó el olor. Me tendría que haber acomodado al otro lado de la lona.

—Debe haber sido el viento, sí —asentí piadoso —. Si no la matabas.

Emitió un gruñido, una queja que era a la vez un pedido, una súplica de tregua. Entonces decidí dejarlo en paz.

Permaneció un largo rato en silencio, a la búsqueda –asumo yo– de una explicación racional para su fracaso. Y de pronto, perdido como se hallaba en su propio océano de interrogantes, sus músculos o su cerebro se relajaron, la pequeña botellita de vidrio con el preciado elixir se le escurrió entre los dedos y se hizo añicos contra el piso.

Jean Baptiste no se inmutó. Simplemente observó otro rato los diminutos pedacitos de vidrio mientras un gato de dos colores indefinibles pisoteaba y lamía los últimos rastros de su esperanza de éxito en el universo femenino.

—¿Vamos a tomar una cerveza al bar del turco? —propuse sin hacer la más mínima referencia a la desgracia que acababa de ocurrir.

—Vamos —dijo él. Y sin más prolegómenos se puso de pie.

Nos retiramos de prisa y en silencio. La pelirroja tetona continuaba cambiando palabras con el policía, que de vez en cuando alzaba la vista para controlar nuestros movimientos. El nene de la rama seca nos espiaba desde la escalerita del tobogán. Una gata de color blanco restregaba su cuerpo contra el gato de dos colores indefinibles. Ida y vuelta. Pelo y contrapelo. Ronroneando. Con la cola parada, apuntando al cielo repleto de palomas.


Tengan ustedes muy buenas noches.

martes, 29 de enero de 2013

Y LE HIZO CLIC EN CORTINA D'AMPEZZO


Síntesis del post: Dos señoras. Un clic. Dejemos de lado a Coca. Sabri. Dussan Makabi. El último sol. Conclusiones.


Cortina D'Ampezzo. Italia.

La señora se quita los anteojos y se frota el tabique nasal con el dedo índice y el pulgar de la mano derecha, buscando restablecer la circulación sanguínea en la zona afectada.

‘¿Entendés Coca?’, indaga mientras orienta la reposera según la nueva posición que adquirió el sol en la última etapa de su monólogo. Y lo hace sin levantarse, moviendo las caderas con vehemencia hacia los laterales y manteniendo los pies bien afirmados en la arena tibia del fin de la jornada.

Coca ensaya una mueca afirmativa con la mirada perdida en el horizonte marítimo. Sus estrambóticas acotaciones a lo largo de la última media hora denuncian que la comprensión de los hechos –hablo de los hechos en general- no es su fuerte, aunque por suerte no existen en esta ocasión intereses demasiado sensibles en juego. La señora de los anteojos proseguiría con su relato aun cuando ella materializara a través de sus gestos un colosal desinterés. A veces la gente simplemente necesita hablar; que la escuchen o no es un detalle del todo irrelevante.

‘La cabeza me hizo clic, Coca, y en ese momento me di cuenta de que ya no lo quería’.

Ya hemos dado cuenta del peso específico de las acotaciones de Coca, así que a partir de aquí vamos a dejarla un poco de lado para centrarnos en las reflexiones de este humilde servidor, que sin ser una lumbrera ha prestado la debida atención al relato y en este preciso instante elabora alguna que otra conclusión mientras intenta que el último sol empareje la tonalidad de su espalda con el resto del torso.

Bien, a lo nuestro sin más, que no quiero pasarme de horno mientras expongo el material que traigo en la bolsa.

A la señora le hizo clic, eso está bastante claro. Le hizo clic y dejó al marido para comenzar una nueva vida a los… diría yo basado en la observación minuciosa de sus achaques físicos, sesenta y tantos años. Sesenta y muchos. Sin embargo la cuestión no es cómo ni por qué la cabeza le hizo clic, sino dónde. Le hizo clic en Cortina D’Ampezzo, Italia.

Ay señora, si a usted la cabeza le va a hacer clic para comenzar una nueva vida, que sea en Cortina D’Ampezzo y no en Florencio Varela. No quiero que se juzgue mi comentario como un acto discriminatorio, se lo digo simplemente porque las circunstancias de ese clic no serán las mismas. El paisaje no será el mismo. Sus motivaciones no serán las mismas. La exposición no será la misma. Las consecuencias no serán las mismas. Y seguramente su marido no será el mismo.

Este señor, por ejemplo, es un conde. Me refiero al marido de la señora de los anteojos. Italiano él. Y sí, estoy hablando del título nobiliario. Es un conde. No se lo dicen los amigos de cariño. No se lo agregó delante del apellido compuesto como esos tristes universitarios que se hacen llamar doctor y no pasan de abogado mal recibido. No. El señor es un conde con todas las de la ley. Lo lleva en la sangre. Tráigame un conde que tenga su domicilio legal en Florencio Varela y después nos sentamos a hablar de discriminación. No tengo ningún inconveniente.

No es lo mismo, señora. No le busque el pelo al huevo. La quinta pata al gato. Una cosa es decidir que se acabó el amor una mañana de enero mientras se miran los picos nevados y un señor nos pregunta si vamos a tomar el desayuno en la cama o en el salón, y otra bien distinta hacerlo mientras se pone una cacerola de latón en el suelo para que la gotera no moje los colchones. Una cosa es encarar la soledad con una cuenta de ochenta millones de dólares en dos o tres bancos suizos y tres propiedades distribuidas por Europa, y otra bien distinta caminar por la ‘banquina’ del camino General Belgrano con una valija destartalada y una hija con tres críos y embarazada del cuarto sin saber a ciencia cierta el rumbo que se lleva. Las circunstancias, como le decía hace un rato, marcan el terreno de un modo definitivo.

En fin, el amor se acaba donde se acaba, y todas las decisiones deben ser respetadas más allá de sus circunstancias. A la señora le hizo clic en Cortina D’Ampezzo, y quiénes somos nosotros para juzgar el recorrido de sus sentimientos.

‘Por suerte la tengo a Sabri, Coca, que me hace mucha compañía’.

Salto de tema porque la señora salta de tema. Y también la salto a Coca porque es una máquina de decir idioteces, no sé si lo dije.

Por suerte la señora la tiene a Sabri, que –asumo yo- debe ser la hija.

Sabrina –ese es sin duda alguna su nombre- está casada con un importante empresario gastronómico que, también sin duda alguna, debe odiar a su suegra con las tripas, el corazón y algún otro órgano complementario. Digo esto basado en la minuciosa descripción de su carácter (el carácter del señor) provista –justamente- por la suegra (la suegra del señor).

‘No sabés cómo lo malcrío, Coca.’

La señora de los anteojos no se refiere al empresario gastronómico que la odia con las tripas, el corazón y algún otro órgano complementario, claro está. Se refiere a su nietito recién nacido, que dicho sea de paso, tiene un nombre rarísimo. Algo así como Dussan Makabi, que significa guerrero afrodisíaco en sánscrito, o espada flamígera en arameo. No sé, la verdad es que no recuerdo con presición, pero estoy plenamente seguro de que ese cristiano tendrá una infancia tormentosa a manos de innumerables –y mucho menos pomposos- Agustines y Fernandos. Esas rarezas, esas pequeñas deformaciones de la normalidad… bueno… no suelen pasar inadvertidas en el sencillo aunque siempre cruel universo infantil. Lo que a nosotros los adultos se nos antoja novedoso, a ellos les resulta una perfecta excusa para el escarnio.

‘Se está poniendo un poco fresco, Coca.’

La señora de los anteojos tiene toda la razón, el sol ya no calienta como cuando íbamos por la parte del clic en Cortina D’Ampezzo, pero Coca hace rato que perdió el hilo del asunto, y lo cierto es que ya no está siquiera para reparar en las inclemencias del clima. Se nota porque no engalana la charla con acotaciones ridículas o directamente estúpidas. Solo escarba la arena con los dedos de los pies sin apartar la mirada del horizonte cada vez más anaranjado. Y en el fondo es lógico. Incluso a mí, que la escucho empujado por una curiosidad casi profesional, me cuesta mantener la concentración.

Coca pliega su silla y se apresura a guardar la sombrilla dentro de la funda. Después de todo, hasta la persona más estúpida esgrime ciertos rasgos de lucidez cuando las circunstancias –no sé si les dije que las circunstancias marcan el terreno de un modo definitivo- apremian y se tornan intolerables.

Las dos señoras se retiran a paso veloz. Me vuelvo sobre mí mismo y miro el cielo. Ya no es de día, pero tampoco es de noche. Estoy cansado no sé de qué. Los pliegues de la lona mal extendida se me marcan en el abdomen. Debe ser un cuadro dantesco para los pocos valientes que quedan en la playa. Me causa un poco de gracia.

Esta noche quiero ir al casino. Jugar unos manguitos al cinco. Al doce. Colorados, por supuesto. Tomarme dos o tres whiskys servidos por una señorita, morocha ella, de ojos claros. Pueden ser verdes o celestes, da lo mismo. Pero que me los lleve a la mesa, y si llega con la bola girando, mucho mejor. No sé, matar el tiempo de alguna forma. Celebrar que no tengo en mi vida una persona para odiar con las tripas, el corazón y algún otro órgano complementario.

Y bueno… si alguna vez me tiene que hacer clic la cabeza, que sea en Cortina D’Ampezzo y no en Florencio Varela. Todo lo demás es anécdota.



Tengan ustedes muy buenas noches.


PS: Si últimamente no se me ve es porque no estoy. El lunes 4 nos leemos.