Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

lunes, 27 de junio de 2011

ANCHO DE BASTOS

Síntesis del post: Un comercial de televisión. Dos mujeres. Una modelo. Regularidad. Un camionero. Un naipe. Problemas insípidos. Un par de ideas.



Un comercial de televisión. Dos amas de casa, dos madres, dos perfectas desconocidas, dos mujeres como usted y como yo. Bueno… como yo no, pero como usted sí. El caso es que tenemos a dos damas pertenecientes a la cada vez menos vasta clase media argentina (es que uno de los grandes méritos del proyecto nacional y popular, a las pruebas me remito, es haber logrado el surgimiento de una única gran casta de magnates plenos de felicidad) que celebran la normalización definitiva de su ritmo intestinal y atribuyen el hecho a la ingesta constante y uniforme de un producto lanzado al mercado por una afamada marca de lácteos.

Ay señora, viera usted lo felices que están. Y lo cuentan. Sí, lo cuentan con lujo de detalle ante la atenta mirada de una reconocida actriz, modelo y conductora del medio local que se muestra interesadísima en la frecuencia de sus deposiciones sólidas. Ah… y mejor no hablemos de las repercusiones que la ingesta del producto en cuestión tiene sobre la vida cotidiana de estas mujeres. O sí, hablemos, que al fin y al cabo de eso se trata el asunto. Según parece ambas han dejado de sentirse pesadas, incómodas y de mal humor con gente que a todas luces no lo merecía. Mejoraron el rendimiento en el trabajo, la relación con sus hijos e incluso aumentaron en forma considerable la frecuencia de sus encuentros íntimos. No entre ellas, claro está, sino con sus maridos. Sin duda una experiencia fantástica, una decisión de la cual nadie podría arrepentirse.

¿Y cuál es su punto?, preguntará usted, intuyendo que si no tuviera nada que acotar este artículo carecería de objeto.

Mi punto, estimado lector, es que el comercial no me convence en lo absoluto. La escena me lleva a pensar que para que este bendito producto funcione no solo es necesaria la ingesta constante y uniforme, sino también la tertulia posterior. Esta suerte de relato pormenorizado en presencia de una figura mediática que de no existir transformaría el paso de estas damas por el inodoro en una empresa inútil y carente de incentivos.

Y además opino que se encuentran pésimamente elegidas las protagonistas. ¿Por qué apelar al universo femenino para describir tan noble actividad? Es como un atentado.

¿Y entonces qué propone?, preguntará usted (de nuevo), que no es de los que se conforman con la destrucción de un argumento sin el debido aporte de ideas.

Yo hubiera utilizado un camionero, qué quiere que le diga. Un gordo barbudo de pelo largo, cuarentón, con una remera gastada de Motorhead y unos borceguíes militares que dijera lo siguiente: “Desde que consumo este producto de esta afamada marca de lácteos, dejé de hacer esas pelotitas redondas y negras parecidas a la caca de oveja. Ahora me mando unos regios anchos de bastos. Y todos los días a la misma hora”.

Y ahí nomás le damos paso a la charla con la reconocida actriz, modelo y conductora del medio local que, presa de una estupefacción muchísimo más genuina, celebrará la regularidad y el caudal de esas deposiciones mostrando a la cámara el correspondiente naipe de la baraja española. El ancho de bastos.

¿Y? ¿Qué le parece?

De otro modo uno siempre se queda con esa sensación de que el producto promocionado solo sirve para solucionar un limitado número de insípidos problemas que aquejan a gente irreal.

Y si no me cree échele un ojo a las propagandas de pañales y toallitas femeninas (con alas o sin ellas) que nos presentan maravillosos avances destinados a impedir que las pérdidas líquidas del cuerpo humano entren en contacto con la piel o con la ropa, siempre y cuando sean ellas de color azul.

A propósito… tengo en carpeta un par de ideas finísimas para mejorar la comunicación visual de esos dos productos con el público en general.

¿Quiere que se las cuente?


Tengan ustedes muy buenas noches.

miércoles, 22 de junio de 2011

UN ACTO CREATIVO

Síntesis del post: Acto creativo. Definición. Receta basada en la experiencia. Aclaración. Manos a la obra.



Para abordar el tema de hoy alentando al mismo tiempo una mínima probabilidad de éxito tendremos que construir, con carácter previo, alguna que otra definición que sirva para orientar el desarrollo. Así que tengamos un poco de paciencia y pongamos todos nuestros sentidos en alerta para que los detalles no se pierdan en el vacío.

Que presten atención, caramba. No quiero andar repitiendo las cosas en la mitad del artículo.

Lo primero que deseamos establecer es el concepto de ‘acto creativo’.

¿Qué es un acto creativo?

Pues bien, el acto creativo consiste en la combinación de dos o más elementos que pueblan el mundo que nos rodea en orden a la obtención de un resultado nuevo, distinto y superador de cada uno de esos elementos.

¿Qué tal eh? La definición es mía. O más o menos mía. En rigor de verdad me inspiré en las ideas de un caballero llamado Arthur Koestler, hecho que, lejos de constituir un delito, no hace más que describir otro de los componentes primordiales del proceso creativo: La inspiración, presupuesto necesario de cualquier acto que involucre a la creatividad.

En síntesis, el acto creativo es la más lúcida expresión del potencial del intelecto humano. La herramienta más refinada para la transformación del mundo. Un grito de rebeldía en contra de las limitaciones impuestas por la naturaleza o por Dios en persona, como dijo alguien por ahí.

Ahora basta de definiciones y vayamos a lo nuestro sin más, que de otro modo este acto creativo se va a ganar el repudio unánime de la concurrencia.

Son las ocho de la noche y estamos en la cocina de mi departamento. El uso del plural no es casualidad, ya que, no conforme con el papel impresentable que hicieron el otro día en el consultorio de mi dentista, he decidido otorgarles una nueva oportunidad de demostrar que después de todo son personas civilizadas. Por favor hagan silencio y no toquen nada, con eso me conformo.

Imagino que a esta altura de los acontecimientos ya se estarán preguntando cuál es el acto creativo que nos convoca, cuál es mi grito de rebeldía en contra de las limitaciones impuestas por la naturaleza o por Dios en persona.

Bien. Estoy, estamos, haciendo un huevo frito. Creando un huevo frito.

A ver… ¿y por qué esas caras?

Ahora vénganme a decir que la creación de huevo frito no se ajusta con precisión milimétrica a la definición que acordamos al principio del artículo. Estamos combinando elementos que pueblan el mundo que nos rodea. Un huevo, manteca de origen animal (nuestras frituras las realizamos siempre en manteca de origen animal) y una sartén. Y lo hacemos en orden a la producción de un resultado nuevo, distinto y superador de esos elementos. Un delicioso huevo frito. Y punto final.

Además no sean hipócritas. Si les hubiera dicho que estábamos desarrollando una variante de la teoría de Von Kauffman para probar que el viaje en el tiempo no es una utopía no habrían tardado ni diez segundos en comenzar con el lamento boliviano. Somos pocos y nos conocemos mucho. Que no, que no entendemos, que el artículo se hace muy largo, que nos da pereza leer, etc. Mejor cierren el pico. Y no toquen nada.

Les voy a explicar los pormenores de este acto creativo, pero como no soy Doña Petrona de Gandulfo, lo voy a hacer apelando a un vocabulario no demasiado apegado a la técnica más ortodoxa. Lo mío más bien se basa en la experiencia, en la comprobación empírica de un conjunto de intuiciones que a lo largo de los años me han transformado en el maestro del huevo frito a la manteca.

Si quieren pueden tomar nota.

Se corta una rebanada de manteca. No menos manteca de la que una persona decente untaría en dos tostadas de pan lactal. No, no existe un límite superior. Eso solo podría ser impuesto por un médico clínico, y no veo ninguno en la platea. Se echa la rebanada a la sartén y se la contempla mientras se derrite con fuego mínimo. Hay que esperar hasta que haga globitos, aunque largue olorcito a quemado. Ahí se rompe el huevo contra la mesada (preferentemente de mármol), se introduce la punta de los pulgares dentro de la fisura y se separan las mitades de la cáscara dejando caer el contenido en la zona que presente más globitos. Se esperan treinta segundos y se inclina la sartén de modo tal que la manteca líquida se agrupe en la zona baja. Luego se toma una cucharita de café y se baña repetidamente la yema con el líquido para cocinar bien la clara (porque si no parece baba y como que da asquito). Finalmente se desliza una espátula por debajo del huevo y se lo traslada a un plato de postre. Y listo. Pan del día y sal a gusto.

Una última aclaración. Si la manteca llegara a saltar a causa de la temperatura extrema y les salpicara el brazo, retirarlo de forma brusca no sería lo más recomendable. Con ese movimiento podrían impactar algún frasco de vidrio situado sobre la mesada (preferentemente de mármol), demasiado cerca del teatro de operaciones. Y créanme que nadie desea impactar un frasco de vidrio situado sobre la mesada (preferentemente de mármol), demasiado cerca del teatro de operaciones. Sobre todo si ese frasco hubiera sido donado por su suegra y representara una cuota (aunque más no fuera infinitésima) de las memorias infantiles de su cónyuge.

Y fin de la lección.

¿Qué me miran? A mover el traste, o para qué se piensan que los traje.

Señorita Alelí, busque la escoba y la pala en el armario del fondo. Laura, fíjese si encuentra papel de diario para envolver los vidrios. Sir Lothar, vaya y ponga la traba en la puerta de entrada hasta que acabe el operativo.

¿Yo? Yo no voy a hacer nada, estimados. Suficientes problemas voy a tener para justificar este desliz. Y para hacer pasar un triste huevo frito por un acto creativo.



Tengan ustedes muy buenas noches.

martes, 14 de junio de 2011

JORGITO

Síntesis del post: Orgullo. Jorgito. O Jorge. Reunión. Salto. Cansancio. Cálculo.

‘Y no se trata solo de lo cariñoso que es con todos, que las maestras me lo dicen todo el tiempo, sino de la capacidad enorme que demuestra en el día a día. Es muy inteligente. Inteligentísimo. Es increíble lo mucho que entiende el mundo que lo rodea, la asimilación de cada detalle, la solvencia para ubicar el problema y resolverlo del modo más sencillo. Siempre de acuerdo a su edad, por supuesto; tampoco estoy diciendo que ya esté para largarse a la universidad’.

La señora es lo que se dice una madre orgullosa de su hijo, y no me parece mal que nos haya elegido a nosotros, ocasionales contertulios, para escuchar y celebrar la inmaculada foja de servicios del infante. Todo padre tiene el derecho y el deber de aburrir, aunque más no sea una vez en la vida, con una descripción minuciosa y –por qué no- exagerada de aquello que a fin de cuentas es el producto de sus genes y motivo principal de su orgullo y felicidad.

Jorgito es una lumbrera. Porque se llama Jorgito. O Jorge. Aunque le dicen Jorgito. No le miento señora, mi sentencia guarda una absoluta fidelidad a la descripción que se me brinda. Parece que el tipo es bastante genial, y uno, no me diga que no, tiende a posar los ojos en la genialidad. Y no me refiero a posar los ojos como lo haría con el escote de una señorita en condiciones de lucirlo. No. Hablamos aquí de una cualidad admirable, pero al mismo tiempo digna de envidia. Imagine por un instante que se le aproxima este mocoso de cuatro años, porque Jorgito tiene cuatro años, y le escupe en pleno rostro que ciento veintinueve por trece es mil seiscientos setenta y siete. Lo dejaría con la boca abierta, y es más que seguro que a los pocos segundos rompería en un furioso aplauso que acarrearía no pocas adhesiones.

‘Les cuento a ustedes porque estamos en confianza. A fin de año ya está pautada una reunión con las autoridades del colegio para hacerle una prueba a Jorgito. Vamos a ver si saltea el jardín de cinco y pasa directo a primer grado. Es que se aburre, pobrecito’.

Observo a Jorgito detenidamente. Tendido en un sillón el hombre aguarda el fin de la tertulia para regresar a la seguridad de su hogar. Y es que ya no son horas para estar despierto, incluso para un superdotado precoz. Lo maravilloso es que así, a simple vista, no parece demasiado genial. Se escarba la nariz como el más mediocre de sus compañeritos, festeja con avidez cada una de las torpezas de la pantera rosa y vuelca sobre la alfombra más chocolatada de la que ingiere. Mientras tanto lucha con denuedo para encastrar una serie de cuerpos geométricos (cubos, conos, prismas y diamantes) en un molde especialmente preparado al efecto. Con resultados regulares o malos. Sobre todo teniendo en cuenta el desenvolvimiento de la hija de tres años de otro matrimonio que adorna esta tertulia.

‘Lo que pasa es que está cansadito, mi ángel’.

Esto lo dice la madre orgullosa sin que uno haya expresado, siquiera en forma gestual, que Jorgito es un adoquín, y que la reunión de diciembre se encuentra más orientada a que se aburra otro año en jardín de cuatro en vez de transcurrir preso del más absoluto desconcierto el primer año de la escuela primaria.

‘Vení Jorgito, mi amor, contanos qué te pasa’.

‘E queya nomequié dad etutú’.

No es mucho lo que puede hacer su madre frente a la elocuencia de esta desmentida. Es que ella no me quiere dar el tutú. Tengo una sobrina de un año y siete meses que se expresa con más propiedad. Se impone un cambio de tema. Algo que ponga a buen resguardo la dignidad de un niño que jamás tuvo la más mínima intención de jugarla en esta tertulia.

‘Vení Jorgito, mi amor, contanos qué es Boca’.

Eso le pregunto yo, luego de arrebatarlo de los brazos de esa arpía.

‘¡Boca é puto!’

Eso grita Jorgito, satisfecho. Pero en su rostro percibo, soy muy bueno a la hora de percibir, un rictus burlón. Esa purísima acidez que solo se destila en el alambique de las mentes más retorcidas.

Me mira. Lo miro. Me desafía. Acepto convencido, y a la vez incrédulo.

Acerco mis labios a su oído derecho, el perfil opuesto a la ubicación de la madre.

‘Jorgito… ciento veintinueve por trece’.

‘Mil seiscientos setenta y siete’, susurra con un hilo de voz apenas audible, cuidando, el muy canalla, de no interferir con los pretextos y justificaciones de la dama que le dio vida.



Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 9 de junio de 2011

BAJOS INCENTIVOS

Síntesis del post: Sala de espera. Mobiliario. Lectura. Timidez. Lapidación. Agradecimiento. Incentivos.

Advertencia: Contenido no apto para menores o personas impresionables.

La historia de hoy transcurre en el consultorio de mi dentista, más precisamente en la sala de espera del consultorio de mi dentista. Es una sala de espera como cualquier otra, no tiene nada de especial. Sin embargo, si ustedes me lo permiten (y espero que lo hagan porque para eso los traje, para que me escuchen), me voy a tomar unos segundos para producir una modesta aunque completa descripción.

Tenemos cuatro paredes blancas, sin cuadros, espejos o adornos que las vistan. Contra la pared norte la puerta de entrada y un sillón de tres plazas, bordó, algo maltratado por el uso. Sillones, también, contra las paredes este y oeste, pero de dos plazas, y menos sufridos que su primo mayor. Sobre la pared sur, la puerta del consultorio donde el profesional acostumbra maltratar a sus víctimas y un modesto escritorio desde el cual nos vigila una secretaria de unos veintitrés años, pocas palabras y ojitos aburridos.

Creo que con eso es suficiente. Vayamos entonces a lo nuestro, que tiene poco o nada que ver con el mobiliario de la sala, salvo, quizás, con el sillón de tres plazas, bordó, algo maltratado por el uso.

Estamos ojeando una revista de la farándula, matando el tiempo como podemos. En rigor de verdad soy yo el que ojea la revista, ustedes espían, y encima lo hacen con muy poco disimulo. Me molesta la gente que espía lo que uno está leyendo, es de pésima educación, no sé si lo saben. Pero bueno, a fin de cuentas la culpa es mía por traerlos.

En fin… la nota que leemos es sobre una joven modelo, así que no está de más admitir que leemos y miramos. O que miramos más de lo que leemos. De cualquier modo nos llama la atención el título elegido para la ocasión: ‘Aún no he podido matar mi timidez’. Pero está en eso, agregaría yo. Agregaríamos nosotros. La expresión de su rostro, su atuendo (o falta de) y sus confesiones denuncian que ese noble sentimiento debe estar pasándola realmente mal, donde quiera que esta sádica criatura lo mantenga cautivo.

¡Cárdenas!

Ese fue mi dentista. Tiene la mala costumbre de asomarse desde la profundidad del consultorio y gritar a viva voz el apellido del paciente a maltratar. Sin abandonar su puesto la secretaria le explica que el señor Cárdenas le ha cedido el turno al señor Osorio, que está algo urgido por atenderse.

¡Osorio!

Osorio está sentado justo enfrente de mí, en el sillón de la pared oeste. Es un hombre alto, calvo y, si se me permite opinar, algo esmirriado. Usa unos anteojitos redondos que se quita presuroso ni bien oye su apellido, y tiene un pañuelo con hielos sujeto a la mandíbula. Vino con la mujer, que lo besa y le da ánimos como si partiera a la guerra.

¿Cómo dice?

Ah, sí, ¿vio? Muy bonita, a mí también me dio esa sensación, pero después de hablar tanto sobre la modelito me dio vergüenza continuar en esa línea de opinión. No sé qué hace con un tipo tan desabrido.

Un famoso actor nos cuenta sus proyectos inmediatos mientras la señora Osorio se traslada al sillón de tres plazas y le agradece con efusión al señor Cárdenas. Menudo gesto tuvo ese buen hombre, que dicho sea de paso, es todo lo contrario del señor Osorio. Quiero decir, físicamente. Rondará los cincuenta años, es moreno, morrudo, con una frondosa melena entrecana, papada abundante y cejas muy pobladas. Parece un sindicalista de buen pasar, el eterno titular de algún gremio combativo. Y no solo digo esto basado en su físico, sino también en su atuendo. Camisa de marca, abierta hasta la mitad del pecho, pantalón de vestir y zapatos importados, todo ello coronado por una vistosa cadena de oro y un reloj al tono, casi tan grande como mi auto.

No quiero que me encasillen en el humor, por eso acepté este papel dramático, proclama nuestro famoso actor. Y tiene razón, el público suele ser cruel a la hora de…

¿Cómo dice?

No, no me parece demasiada efusión. El hombre hizo un sacrificio dejando pasar al marido. Es solo un abrazo.

Aunque sí, quizás eso de frotar y lamer las puntas de las narices está un poco de más. Y no veo por qué la señora tiene que sentarse en la falda de Cárdenas.

La secretaria de pocas palabras y ojitos aburridos ni siquiera se inmuta mientras observa como la agradecida mujer se desabotona la blusa, se quita el sostén y frota sus pechos desnudos contra la -a esta altura afortunadísima- nariz del señor Cárdenas.

Es suficiente. Les pido a las damas que me acompañan que se tapen los ojos, o bien continúen informándose acerca de los planes inmediatos de nuestro famoso actor. Señor Briks, abróchese eso ya mismo, Señor Carugo, saque esa mano de ahí, Dany, deje de aullar como lobo, los demás, llévense a las chicas a la calle y vigilen que no salga el señor Osorio.

¡¿Cómo que no se quieren ir?! ¡Las damas honestas no se comportan de esa manera caramba!

Bueno, aunque tampoco se comportan como la señora Osorio, que a esta altura de los acontecimientos ya se encuentra completamente desnuda y jadeando en brazos del señor Cárdenas, que tiene los pantalones por los tobillos y la camisa anudada en la cabeza a modo de turbante árabe.

Le hago un gesto asombrado a la secretaria, que me devuelve la misma mirada aburrida de cuando le presenté el carnet de la prepaga. Acalorado me sumerjo de nuevo en mi revista, y de paso le pido una sincera disculpa a la modelito. Si antes llegué a pensar que su timidez era objeto de algún tipo de maltrato, esta feroz lapidación que la señora Osorio ha llevado a cabo con la suya me obliga, como mínimo, a un replanteo.

El acto llega a su fin con un alarido conjunto luego del cual la dama se viste y retorna al sillón de dos plazas justo a tiempo para recibir en sus brazos a un maltrecho aunque renovado señor Osorio.

¡Cárdenas!

Ese fue mi dentista. No sé si les dije que tiene la mala costumbre de asomarse desde la profundidad del consultorio y gritar a viva voz el apellido del paciente a maltratar.

El dentista se toma su tiempo. Para cuando termina yo ya he sacado la cuenta. Si la señora Osorio se hubiera quedado, podría haber procedido conmigo de la misma forma en que lo hizo con el simpático sindicalista. Dos o tres veces, cómoda.

¡Bigud!

Ese fue mi dentista. Ustedes espérenme acá, y ni se les ocurra andar haciendo cosas raras.

Apenas entro le cuento la extrañísima escena que tuvo lugar en la sala de espera mientras él atendía al señor Osorio (con mi dentista tenemos mucha confianza). Sin embargo no se muestra para nada sorprendido. Mucho menos indignado. O siquiera interesado.

‘El señor y la señora Osorio son extras, Bigud. Vea, Cárdenas le tiene miedo al dentista, y yo tengo que buscarle incentivos para que no abandone el tratamiento. La semana que viene le toca el torno, y no puedo darme el lujo de que no venga’. Me lo dice así, mientras me escarba la dentadura, como si fuera lo más natural.

Si es por eso yo también le tengo miedo, y lo único que obtengo como incentivo son las amenazas de mi señora. Esto lo pienso, pero también se lo digo. Con mi dentista tenemos mucha confianza, no sé si les dije.

‘Miedo es una cosa, terror es otra. Además para usted también usamos incentivos, Bigud. No se haga. No será Cárdenas, pero tampoco la pasa mal eh. Siempre nos ocupamos de que tenga algo para contar cuando sale de este consultorio. Recuerde a la anciana con el lorito, el gordo que comía mermelada de frutilla o los gemelos que hablaban sobre las apuestas clandestinas’.

Bueno, pero esto es bien distinto. Me parece que el material que propuso esta vez es un poco desproporcionado. Esto lo pienso pero también se lo digo. Con mi dentista tenemos mucha confianza, no sé si les dije.

El hombre alza las cejas y me regala una sonrisa paternal.

‘Deje que yo me ocupe del asunto de las proporciones, Bigud, soy un profesional y conozco los bueyes con los que aro. Listo, cierre esa boca. La semana que viene vamos a proceder con la extracción de las dos muelas del juicio superiores, ¿le parece?’

No, no me parece, pero me agarró de sorpresa. Me saca del consultorio sin que se me ocurra una sola excepción para interponer.

‘Linda, dale un turno para la semana que viene. Ponelo después de Cárdenas eh’. Y me guiña un ojo el canalla. El famoso incentivo.

Sí que es un profesional. Maldito sádico abusador. Esto lo pienso pero no lo digo. Con mi dentista tenemos mucha confianza, no sé si le dije. Pero no tanta.

¿Y ustedes qué miran?

Vamos, es hora de irnos. En el camino les cuento.

¿Se puede saber por qué están todos tan despeinados?



Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 2 de junio de 2011

OSCURA CONFESION DE UN SOLDADITO

Síntesis del post: Historia oculta. Disculpas previas. Auditoría. Irrupción. Soborno. Subsidio estatal. Bomberos. Acuerdo. Fraude. Reflexión final.

Hoy llego a ustedes con una historia que he mantenido oculta por casi veinte años. Una historia verídica que ocurrió en mis tiernos diecinueve. Una historia que no me enorgullece en lo absoluto, y que, tal vez movido por el remordimiento, tal vez por la necesidad de recordar, expongo sin tapujos, con la mayor fidelidad de la que soy capaz. Es probable que me extienda un poco más allá de lo habitual, que en el camino aburra, sorprenda o indigne, pero pueden estar seguros de que daré lo mejor de mí para que puedan ustedes opinar sobre mi participación en el hecho con todos los elementos disponibles.

De antemano les pido disculpas por abusar de su preciado tiempo con tanto descaro.

A lo nuestro sin más, que los quiero bien fresquitos:

Corre el año 1993. Este humilde servidor lleva a cabo un minucioso trabajo de auditoría en un oscuro despacho de la Dirección Nacional de Defensa Civil…

¿Cómo dice?

Sí, una auditoría a los diecinueve años. Sepa que soy un individuo capaz, inteligente y emprendedor. Mi mamá siempre me lo dijo.

Bueno, está bien, no se me ponga tan puntilloso. Lo que en realidad está haciendo este obediente soldado, porque el año 93 lo consagró enteramente (aunque en contra de su voluntad) a la defensa de la Patria, a media luz y en el más absoluto de los silencios, es revisar a fondo los cajones del escritorio de su superior directo, que además es el jefe de personal de la mencionada dependencia estatal. Ahora dígame que esa acción -más allá de su execrable carácter- no es una forma de auditoría y me va a arrancar una sincera carcajada. Las cosas, estimado lector, estimada lectora, son como uno las presenta a los ojos del público.

Lo que busca este joven estudiante de segundo año de derecho, intrépido aunque temeroso, audaz a pesar de los riesgos, es la nómina de empleados que el fin de semana viajarán rumbo a la provincia de Salta para repartir el subsidio estatal a los bomberos voluntarios de dos localidades cercanas a la capital.

¿Y eso por qué?, se preguntará usted, que había imaginado al dinero como móvil principal de esta traicionera operación.

Pues no. Sepa que se equivoca. Este ingenuo adolescente de clase media podrá ser muchas cosas, pero no es un ladrón.

¿Y entonces?, proseguirá usted con su indagatoria, sin abandonar esa cara de ‘algo huele mal en Dinamarca’.

Entonces le cuento. No es cierto que el suscrito haya irrumpido en el despacho de su jefe con la intención de sustraer dinero u otros objetos de valor, pero sí lo es que se ha mostrado permeable al soborno del personal civil de la dependencia, hecho que no lo hace sentir orgulloso.

Vea, en este año 93 la DNDC cuenta con muy poco personal militar en sus filas. Tan solo el Director (un Coronel retirado), el Jefe de Personal (un Suboficial Mayor retirado), el cocinero (un Sargento Primero en actividad) y dos soldados (uno por la mañana y otro por la tarde) que no tienen obligación de vestir el uniforme reglamentario. El resto son todos civiles, o sea, empleados estatales.

Cada seis meses, el Jefe de Personal (mi superior directo) designa dos empleados para viajar al interior del país a entregar el subsidio a los distintos destacamentos de bomberos voluntarios. Eso significa la asignación de un viático que, inexplicablemente, asciende a las tres cuartas partes de un sueldo promedio, y por lo tanto, cuando se acerca la fecha del viaje, los empleados experimentan una incontenible ansiedad (frenesí sería una mejor definición) que los impulsa a realizar toda clase averiguaciones orientadas a conocer con antelación el nombre de los afortunados.

Ahora bien, el Jefe de Personal, aunque retirado, sigue siendo un militar de carrera, y ha transformado su oficina en una suerte de espacio sacrosanto al que solo sus soldaditos poseen acceso irrestricto. Se necesita una moral flexible, cierta frialdad sanguínea, obrar metódico, capacidad de improvisación, rapidez mental y el juego de llaves de los cajones para llevar a buen puerto una operación tan osada. Resulta obvio a los ojos de todos que el soldado de la mañana no cumple con ninguno de los requisitos enumerados, excepto la posesión del juego de llaves.

Sin embargo existe un último recurso. Un hombre que ya ha conducido con éxito otras operaciones de alto riesgo en la oficina del Director, el puesto de vigilancia de los gendarmes e incluso en la cocina celosamente vigilada por el Sargento Primero en actividad. Y es a él a quien esperan los empleados en este frío mediodía de agosto, dispuestos a torcer a como dé lugar esa férrea voluntad de hacer lo correcto que alguna que otra vez se ha mostrado inflexible.

Todo hombre tiene su precio, estimado lector, estimada lectora. Y este pragmático soldadito vespertino no es la excepción a la regla. Los ofrecimientos sinceros son acérrimos enemigos de las férreas voluntades de hacer lo correcto que alguna que otra vez se muestran inflexibles.

Hora del almuerzo, una mesa apartada en el comedor, dos representantes del personal civil de la dependencia, un soldado preso de un dilema y un acuerdo que se sella a escasos metros de un Sargento Primero que observa la escena con cierto recelo.

¿Cómo dice?

Ah, sí. Un cartón de Marlboro Box y una diligencia ficticia en alguna lejana localidad del conurbano bonaerense que le permita al romántico joven evadir sus obligaciones con el fin de pasar una tarde completa en el departamento de su flamante novia.

Y eso nos lleva de nuevo al comienzo de este artículo.

Corre el año 1993. Este humilde servidor lleva a cabo un minucioso trabajo de auditoría (basta, no insista, ya discutimos ese punto) en un oscuro despacho de la Dirección Nacional de Defensa Civil…

La operación es, en sí misma, un fraude monumental. Pero el pícaro soldadito, ingenuo adolescente, joven estudiante, audaz intruso, amante fogoso y hábil negociador, necesita en forma imperiosa que el personal civil de la dependencia vea con sus propios ojos que se juega la piel en pos del éxito de la operación. En rigor de verdad, la preciada lista le fue entregada en mano por el Jefe de Personal (su superior directo) una semana antes de sellar el acuerdo. De hecho fue él mismo quien la hizo firmar por el Director y posteriormente la entregó en el Ministerio de Defensa para su validación. Pero ha omitido ese detalle. En cierto modo ha mentido. Cuando no está acorralado es bastante bueno mintiendo. Pone cara de inocente y todo.

Cubre su cuerpo desnudo con una frazada, abraza a su novia, enciende un cigarrillo, reflexiona el soldadito vespertino. Las novias y los cigarrillos son placeres efímeros. También lo son los viáticos. Todas las partes involucradas en la operación obtuvieron esa clase de placeres. Todos salieron beneficiados. En el fondo fue un acuerdo justo, más allá de los pequeños detalles que le dieron forma.

Algún día confesará, eventualmente. Y que la historia se encargue de juzgarlo.

Tal parece que ese momento ha llegado.




Tengan ustedes muy buenas noches.