Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 31 de julio de 2008

HABLEMOS DE FÚTBOL


En la siguiente columna, este escritor apela a un lenguaje estrictamente futbolístico. Por favor, absténganse de la lectura aquellos individuos que no comulguen con la ausencia absoluta de formalismos literarios. Desde ya, muchísimas gracias:


¡Por favor! ¿Qué quieren inventar? ¿Se acuerdan ustedes lo que decía aquella propaganda de fines de los noventa? ¡Basta de inventos viejo! El fútbol es más simple. Dos Wines bien abiertos, y un centro forward que la mande a guardar.

Esto es así.

¿Qué me vienen ahora con estas posiciones nuevas que nadie entiende? Fulano juega de doble cinco; Mengano juega de carrilero. ¿Carrilero? ¿Qué cuernos es un carrilero? Desde mi humildísimo punto de vista, es un maratonista frustrado. Un tipo que corre cuarenta y dos kilómetros ida y vuelta durante noventa minutos, y cuyo mérito principal radica en no sufrir un infarto masivo o una embolia. Ahora, de la pelota mejor no hablemos, porque a duras penas sabe lo que es.

El otro día, en una reunión de aquellas a las que uno concurre por haber sido un lerdo a la hora de interponer la excusa, tuve la desgracia (otra más) de quedar sentado al lado de un personaje funesto. El tipo, que para colmo era incapaz de hablar de otra cosa que no fuera fútbol, sostenía en forma inflexible que en su tiempo, Diego Maradona no jugaba de número diez. Desde su punto de vista era media punta.

“¡Andá a lavarte las patas! Si supieras qué es una media punta la pedirías entera, infeliz. Mas qué media punta. Maradona era un gordito que jugaba arriba, y cada vez que la agarraba hacía unos desparramos bárbaros. Eso era Maradona. Y jugaba con la diez; para que lo sepas. Igual que Alonso, Bochini, Riquelme o Rubén Paz.” En realidad no dije exactamente eso.

¿POR QUÉ NUNCA DIGO TODO LO QUE PIENSO?

“No era un enganche clásico”, me dice con cara de estar explicando la teoría de la relatividad.

Está bien hermano. Ganaste. Solo porque no sé qué carajo es un enganche clásico, y ya me están entrando ganas de hablar de otra cosa.

Después –por supuesto- me parapeté en un rincón alejado, y me quedé pensando en el asunto.

El problema es que en este país la gente enfoca el fútbol como si fuera una ciencia. ¡Una ciencia! Y de tanto escuchar todos los domingos al Macana Yárquez, se terminaron creyendo el versito. Y ojo, que no hablo desde el desconocimiento. Hubo un tiempo en el que yo también iba todos los domingos a la cancha. Soy parte de la generación que no concibe el fútbol si no se lo cuenta el inefable Macaya. Pasé por los relatos de Mauro Viale; padecí a Marcelo Araujo; y ahora tolero estoicamente la voz en off del pollo Vignuolo (la cual a duras penas soy capaz de asociar con una cara). Pero por suerte no me creo todo lo que me dijeron, me dicen o me dirán. Soy un proyecto acabado de lo que se suele identificar como un “librepensador”. Para mí el fútbol -y específicamente el Club Atlético River Plate- no es más importante que mi vieja, que la patria o que Dios (esto último tómenlo con pinzas). No lo sigo a todas partes; ni en el peor de mis sueños me agarraría a trompadas con nadie para defender la divisa; y la semana no se me amarga por el hecho de que se la emboquen en el último minuto. Ni siquiera tiene entidad suficiente para relegar un almuerzo de los opulentos. Sin embargo, me sigue gustando este simpático deporte. Lo miro siempre, lo leo en el diario, conozco la tabla de los descensos, la de las copas y la general. Soy eso que antes de la era de la televisión se denominaba fanático, y ahora se ha transformado en el eslabón perdido entre el soldado del negocio ajeno, y el que vive prescindente de pelotitas, pelotones y pelotudos.

No soy de aquí, ni soy de allá.
No tengo edad, ni porvenir.
Y ser feliz es mi color de identidad.

En rigor de verdad, me gusta pensar que tengo un porvenir, y que no soy de los que se compran cualquier cosa que sale a la venta. El secreto es comenzar reconociendo que el diario Olé es un artículo redundante, aunque dadas las cosas como están, esto es bastante más difícil de lo que parece.

¿Alguien me puede explicar qué es la asimetría del volumen de juego? La semana pasada, en la conferencia de prensa ofrecida después del partido con no sé quien, un periodista le preguntó al técnico de la selección por este mal endémico que padece el equipo nacional. Supongo que se refería a la diferencia de rendimiento que suele existir entre el primer tiempo y el segundo. Pero analizando la complejidad de la frase, asumo que no puedo tener la soberbia de mostrar ninguna seguridad. El fútbol es una ciencia mi viejo, y yo soy solo un triste abogado. Hay que aceptarlo, y aprender a vivir con eso.

Estamos transitando una época difícil, en la cual los jugadores no solo tienen la obligación de jugar. También deben interpretar un mensaje. Entonces, cuando un técnico pierde su empleo luego de arduos quince días de trabajo, se suele decir que los jugadores no supieron interpretar ese famoso mensaje.

En fin… si yo fuera director técnico, lo que diría en mi primera charla con el equipo sería lo siguiente:

“CUANDO LA PELOTA COMIENCE A RODAR, EL LEÓN DORADO LES MARCARÁ EL CAMINO”.

Ahí se les van a quitar las ganas de interpretar, y van a empezar a tirar la frase con conocimiento de causa. Van a terminar todos sentados en ronda alrededor del círculo central, intercambiando “interpretaciones” a diestra y siniestra. Manga de inútiles. Una ciencia… si Federico Leloir se levantara de su tumba los mataría a todos con un lanzallamas.

Recuerden bien amigos: Dos wines bien abiertos y un centro forward que la mande a guardar. No hay otro secreto. No se dejen engañar.

martes, 29 de julio de 2008

MANIFIESTO EN CONTRA DEL AMOR


Comprometido manuscrito que me bloqueó el ingreso a un taller de poesía que frecuentaba mi primera novia, provocándome al mismo tiempo un traumático egreso del círculo íntimo de esa misma señorita:


El amor no es otra cosa que un cariño histrión. Un afecto con pretensiones. Un apego hiperdesarrollado. Nada más. Aquel que sostiene lo contrario miente con descaro infantil, y está condenado a sucumbir frente a la cólera impiadosa de las evidencias.

El Ser Humano es, básicamente, una criatura con miedo. Miedo al pasado, al presente y al futuro; miedo a las posibles consecuencias de su accionar; miedo a los propios instintos; miedo a Dios; miedo a la Nada; miedo a los cambios; miedo a la naturaleza; miedo a sus pares; miedo a sí mismo; miedo a lo desconocido. Miedo -en el fondo- a todo aquello que no puede controlar desde la razón.


¿Y entonces por qué cuernos inventó esa falacia llamada amor?


No lo sé. Es un misterio, pero la cuestión es que la inventó, y de esa forma colocó una magnum cargada en las manos de un chimpancé alcoholizado. Ahora es demasiado tarde. Ya nos encontramos inmersos en una situación sin retorno, que nos ha impuesto la penosa obligación de lidiar con esa palabrita por los siglos de los siglos amén.


La fórmula "Te quiero mucho" era perfectamente apta para designar todas las formas de cariño imaginables por la mente -bastante perversa por cierto- humana. Teníamos las palabras necesarias enfrente de nuestras narices: Te quiero, como se quiere a un compañero de trabajo, a una tortuga, al hogar o a una tía. Pero mucho, como se quiere a un familiar cercano, a un amigo, a una esposa o al chavo del ocho. En última instancia, también se podría haber echado mano al "Te quiero muchísimo", como se quiere a una novia que anda con ganas de abandonarnos. Y eso era todo. Buenas noches, mucho gusto, que siga usted bien.


¿Qué necesidad había de ir más allá? ¡Que alguien me lo explique! ¡Por el amor de dios! ¿Por qué el "Te amo"? ¿Por qué tanta complicación? ¿Cuándo se deja de querer mucho para comenzar a amar?


El Ser Humano se ha inventado un sustantivo (Amor) para resolver un problema de intensidad afectiva. Y encima le otorgó una entidad tal, que cualquier individuo bien plantado podría encontrarse a sí mismo tartamudeando a la hora de pronunciarlo. Con ese curioso término no solo pretendemos representar las verdaderas dimensiones de nuestro sentimiento; también buscamos evidenciar la derrota absoluta de la razón. Y entonces se torna imprescindible el histrionismo. ¿Para qué? Para satisfacer el afán de exclusividad del ser "amado". Desde ya.


No lo olvide: Para amar con propiedad es necesario ser un poco histriónico; de otra forma nunca será un amor digno. Haga alguna pelotudez, y luego justifíquela a través del enamoramiento. Eso no le asegura un resultado positivo ni lo coloca a resguardo de nada. Pero es obligatorio.


He dicho.


Hasta aquí.


Los quiero mucho.


domingo, 27 de julio de 2008

LA CHANCHA, LOS VEINTE Y LA MÁQUINA DE HACER CHORIZOS


Llego al consultorio de mi psiquiatra sumamente agitado; echando espuma por la boca. Un dibujo adusto se le instala en el semblante, y me mira como si fuera yo la materia prima de alguna de sus pesadillas, o un obtuso cobrador de impuestos ensañado con su inmueble.


- No quiero vivir más-, escupo haciendo caso omiso a su bienvenida.


Pero esa primera frase no logra el impacto que yo ambicionaba.


- ¿Por qué te querés morir?- indaga el profesional haciendo gala de un desgano esplendoroso y una monumental incomprensión de la idea.


- Yo no me quiero morir, idiota- respondo con irritación infantil-. Simplemente deseo poner fin a la acción de vivir; pero el hecho frío de la muerte me aterra.


- Lo cierto es que el paso del Ser a la Nada implica, necesariamente, un punto final; y eso es lo que el Ser Humano denomina "Muerte"- acota con ese tonito paternal que me saca de quicio.


El hombre tiene un punto; tengo que admitirlo. Sin embargo, me perturba ese reproche íntimo que le formula veladamente a mi ánimo caprichoso. Lo hace a sabiendas, con esa constante pretensión de sumirme en un silencio humilde y penitente.


- Definitivamente no me quiero morir-, concluyo arrojando a la mesa los jirones de mi argumento, y poniendo de manifiesto una claudicación inadmisible diez minutos atrás.


- Lo que vos querés es la chancha, los veinte y la máquina de hacer chorizos.


Una verdad atroz y punzante llueve sobre mi agonía.


Frente a un diagnóstico tan acabado, mi único refugio es el silencio.


jueves, 24 de julio de 2008

VOS SOS LO MÁS BAJO


TÍTULO COMPLETO: “DE LAS SECRETAS Y OCULTAS VINCULACIONES ENTRE EL SUBTERRÁNEO, LA CULTURA Y EL SUEÑO”.

La línea “A” del subterráneo de Buenos Aires completa su recorrido entre la estación Primera Junta y la Plaza de Mayo en unos diecinueve minutos; y durante ese lapso, muchos pasajeros suelen ser atacados por un afán de cultura enfermizo que los abstrae del mundo exterior hasta convertirlos en entes desprovistos de cualquier signo de voluntad. El efecto narcótico que poseen las corrientes húmedas que se desplazan por los pasillos de esos viejos vagones ingleses de principios del siglo XX, los impulsa a revolver furiosamente los bolsos, maletines y portafolios en busca de un adecuado material de lectura para soportar las penurias del extenso viaje.
La primera conclusión que extraje cuando hace casi veinte años comencé a utilizar este medio de transporte, fue que ese curioso arrebato pro cultura afectaba de la misma forma a todos los pasajeros; pero a fuerza de una observación desinteresada comencé a darme cuenta de que los síntomas solo se manifestaban en individuos que iban sentados.


Aquel repentino descubrimiento generó en mí una curiosidad casi adolescente, y a partir de entonces me dediqué a estudiar el tema con un rigor científico que hubiera arrancado lágrimas de emoción al mismísimo Bernardo Houssay. Estaba decidido a encontrar la solución del misterio, aunque para ello tuviera que consagrar mi vida entera a una monótona investigación en las entrañas de la madre tierra.
Pasé muchísimos años recopilando un sinnúmero de datos que almacené prolijamente en mi computadora; y gracias a ello pude identificar una serie de extraños comportamientos que, si bien no poseen una explicación lógica, sí presentan patrones bien definidos que permiten su categorización.

Por ejemplo, el voraz apetito por la lectura y la consecuente abstracción del mundo exterior aumentan significativamente cuando mujeres embarazadas o ancianas decrépitas se abren paso hacia el corazón del vagón. En general, los pocos que logran contener su arrojo hacia las letras estableciendo un tímido contacto visual con un sujeto pasible de cesión de butaca, son los que descienden en la siguiente estación.


Otro hecho probado es que el noventa y ocho coma siete por ciento de los melómanos que se coloca auriculares se queda dormido inmediatamente; y a su vez, el cien por ciento tiene la fortuna de despertar fresco como una lechuga en el preciso instante en que el tren se detiene en su lugar de destino.
Más allá de estas conclusiones menores que me producen una enorme satisfacción, también hice un importante hallazgo en el campo de la medicina; y eso sí, me infla el pecho de orgullo:

Mientras estudiaba el fanatismo por la lectura que generan las embarazadas en algunos individuos, por casualidad descubrí una peligrosísima enfermedad que luego fue bautizada en los más prestigiosos congresos médicos como “Mal de la somnolencia súbita”. Esta rara patología afecta principalmente a los hombres mayores de veinte años que viajan sentados, y aunque parezca mentira, también se encuentra estrechamente relacionada con la presencia de embarazadas a punto de reventar o ancianas en vías de extinción. Aquellos infortunados que tienen la desgracia de ser atacados por este mal, se vuelven inhábiles para controlar la caída de los párpados; pero a diferencia de la gente que simplemente se queda dormida, ellos no se desparraman ni pierden la capacidad de mantener el cuello erguido. Es decir, continúan en completo dominio de sus facultades, excepto por la zona ocular. Se rascan, se acomodan la ropa, se suenan los dedos de las manos y no se caen sobre el compañero de asiento en las curvas. Pero todo lo hacen con los ojos cerrados. Sin embargo –y por fortuna-, esta condición es pasajera, y suele desaparecer cuando el individuo en cuestión se acerca a su destino final.
Por último, quisiera dejar constancia de que viajar sentado en el subterráneo “A” (todavía no he tenido oportunidad de estudiar las demás líneas), es un excelente ejercicio para fomentar la concentración en el trabajo. Existen individuos que examinan documentos laborales sin alzar la vista durante los diecinueve minutos que dura el viaje; incluso algunos llegan a dibujar planos o llenar formularios oficiales sin que les tiemble el pulso. Es fantástico lo que puede lograr una persona, aun en condiciones tan adversas.

Claro está que para llevar a cabo esas gestas, primero es necesario conseguir el preciado asiento. Y para eso existen hombres dotados de un heroísmo emocionante, que si fuera ejercido con el mismo empeño en la superficie, los habría conducido a posiciones suficientemente encumbradas como para prescindir del transporte público por siempre jamás. Sin embargo, por no encontrarse relacionadas en forma directa con la cultura o con la enfermedad del sueño, no vamos a detallar aquí las ingeniosas tácticas que les permiten hacerse con un asiento en las propias narices del desvalido. Quedará para una segunda entrega.
La defensa de la butaca legítimamente conseguida en el subterráneo es un arte que no cualquiera puede practicar con eficacia, y hoy en día existen personas que lo han conducido a niveles de perfección inimaginables para los pioneros de hace cincuenta años. Para estos noveles profesionales, es preferible incursionar en el ridículo más grotesco antes que ceder aquello que se ha ganado con tanto esfuerzo. Cualquier cosa vale: Hacerse el dormido, estudiar la sección económica del diario, leer un libro por primera vez en la vida o, incluso, fingir alguna discapacidad física.

Lo cierto es que yo suelo denunciar a viva voz a todos estos personajes. “Vos sos lo más bajo” en el cara a cara, y “A ver los de la biblioteca” cuando acuso al voleo son algunas de mis frases de cabecera. Y esto no lo hago porque mis principios me impidan tolerar semejante injusticia, sino porque algunos de ellos todavía conservan una mínima dosis de vergüenza que, al verse expuestos, los impulsa a ensayar comiquísimas explicaciones de su accionar. Son esos relatos repletos de ingenio los que me interesan. Bueno… y el alboroto, claro.

Es que soy bastante grandote, y como nadie sabe que soy muy torpe y no muy lúcido para la batalla física, son pocos los que se me animan. Sobre todo después de haber estado fingiendo una discapacidad motriz.

Vale la pena aclarar que no todo el mundo se sube al tren en la primera estación, ni se baja en la última. Por lo tanto, un individuo que soporta la desgracia de tener que ceder la butaca en la línea “A” de subterráneos, viaja parado –en promedio- entre tres y siete minutos.

Semejante epopeya lo explica todo. Sin duda es así.

sábado, 19 de julio de 2008

DESCONFÍO


Esta semana me tocó leer un sinfín de artículos relacionados con la desconfianza. Incluso tuve que soportar un planteo directamente relacionado con ese tema. No sé por qué existen momentos en los que uno se topa permanentemente con el mismo asunto -como si fuera una moda impuesta por el cosmos- hasta que llega un punto en el que no lo soporta más y decide hacer algo al respecto. En mi caso, ese algo es escribir una pequeña reflexión que me ayude, si no a comprender las casualidades cósmicas, al menos a producir alguna conclusión engañosa.

En la vida, para no acabar pasando por tonto, es necesario aprender a desconfiar de ciertas personas que solo revelan su naturaleza maligna a través de pequeñas acciones intrascendentes para el incauto, pero muy evidentes para el ojo entrenado.

Yo desconfío de los que se ríen a carcajadas, de los que utilizan diminutivos como recurso permanente en sus conversaciones, de los periodistas, de los ambidiestros, de los profesores de literatura inglesa, de los que tienen lunares extraños, de los que consumen muchas aspirinas, de los que juegan ajedrez en el parque, de los que tienen menos de tres enemigos, de los que besan las manos de los bebés, de los vegetarianos, de los políticos con anillo, de los que llevan fotos en la billetera, de los que duermen boca arriba y de los psiquiatras. Sobre todo de los psiquiatras. El mío, por ejemplo, se pasa toda la sesión en actitud sospechosa, hecho que me desconcierta por completo y hace que me lo tome muy mal. Sin embargo a él no parece importarle.

El martes último tuvimos un encuentro repleto de conflictos y tensiones, y a raíz de eso, creo que nuestro vínculo se resintió para siempre. El grado de agresividad que mutuamente nos demostramos es muy alto y, asumo, irreversible.

Todo comenzó cuando decidí abrir mi corazón para confesar que creo estar enamorado de Anjelica Huston, y que hace varios meses sueño que ella irrumpe en la alcoba más grande de mi palacio para raptarme apelando a los procedimientos que se utilizaban en la Edad Media. Luego huimos juntos hacia una vida llena de felicidad en una carroza de cristal guiada por Lenin y arrastrada por ocho majestuosos elefantes asiáticos enfermos de sífilis. Más tarde decidimos viajar a América ocultos en las bodegas de un viejo galeón español, y ataviados con blancas y prolijas túnicas de origen griego para pasar desapercibidos frente a los oficiales de a bordo. En el nuevo continente fundamos una ciudad de nombre “La Caracola” y vivimos relativamente felices hasta que somos descubiertos por su eterno enamorado, Raúl Juliá. En ese punto siempre me despierto sobresaltado.

Como siempre, este diabólico profesional de la mente ajena se detuvo en detalles de poca o ninguna relevancia, y acabó minimizando mis sentimientos entre sonoros resoplidos y manifiestos revoleos de ojos. Acto seguido concluyó que los sueños representan qué se yo cuáles deseos ocultos que no se corresponden con su desarrollo, y que hay que tomarlos como lo que son. Sueños. Finalmente hizo algunas anotaciones en una libreta negra y guardó silencio.

Yo estaba furioso. Esa misma actitud fue la que mostró el día que le conté aquel sueño en el que Robert Wagner y Fernando de Aragón me perseguían por las arenas del Coliseo disfrazados de escribanos daneses; o aquel otro sobre las pestañas de Martin Luther King y la ropa interior de la Reina Victoria de Inglaterra. Entonces lo acusé de creerse superior al resto de los mortales, y de ampararse en una dudosa cordura para glorificar la excelencia de sus píldoras. Pero solo me respondió que me sosegara, y juró saber muy bien lo que estaba haciendo.

Me retiré del consultorio portando una receta atestada de nombres extraños, sabiendo que una vez más aquel personaje funesto intentaba digitar mis pensamientos con una de sus píldoras creadas en el sótano de algún laboratorio extranjero. La roja por la mañana, la azul por la noche y listo; inventamos un individuo casi normal, perfectamente apto para invadir el universo de los cuerdos con su desesperanza inducida.

Yo desconfío, y solo por eso he logrado conservar intacta la esperanza.

Desconfío de los que comen las hamburguesas al plato, de los que no usan despertador, de los que caminan muy rápido, de los que se bañan con agua tibia, de los que se lavan los dientes más de dos veces al día, de los que trabajan después de la cena, de los que no toman vino tinto, de los que enseguida vuelven, de los que levantan la mano, de los que guiñan el ojo al saludar, de los que le sacan la piel al pollo y de los psiquiatras. Sobre todo de los psiquiatras.

viernes, 18 de julio de 2008

¿POR QUÉ ESTUDIA USTED PARA ABOGADO?


Un estudiante de derecho y un profesional del recurso humano se reúnen en un cuartito monótono aunque no del todo triste. Es algún día cercano al fin de la década del noventa, pero no recuerdo cuál.

"¿Y por qué decidiste ser abogado?", indaga el entrevistador con un tonito amistoso que este homo sapiens percibe como una solapada exhibición de hipocresía.

"Por falta de imaginación."

La respuesta lo sume en un desconcierto de proporciones colosales que encima, visto desde el otro lado del escritorio, posee una altísima dosis de comicidad. El hombre tarda algunos segundos en reaccionar, hasta que por fin llega -creo yo- a la conclusión de que se encuentra sentado frente al orgulloso dueño de un intelecto inquietante. Ahora le resulta imposible disimular que esas cuatro palabritas lo han colocado frente a la sospecha de estar a punto de cerrar una contratación que marcará un antes y un después en la historia de la empresa.

Revolviéndose en su sillón y esforzado en traslucir una mirada felina, solicita una ampliación de la idea. Ni por un instante imagina que el individuo en cuestión es en realidad un homo sapiens promedio. Un oscuro habitante de la mitad de la tabla. Un cerdo más en el chiquero cósmico. Solo que titular de una sinceridad demoledora, y una feroz aptitud para la autocrítica.
"Te lo acabo de decir, cadáver. Por falta de imaginación". Lo de cadáver no se lo digo, pero lo pienso. ¿Qué ampliación se puede esperar frente a una idea tan acabada? Salí del colegio con diecisiete años físicos y doce mentales. Pensé que para un paparulo de clase media como yo, estudiar una carrera era obligatorio (de hecho terminé el colegio secundario gracias a que mi juicio estaba nublado por esa misma falacia). Y como es bien sabido por todos ustedes, existen solo tres profesiones en el mundo: Médico, abogado y contador. La sangre me provoca mareos muy intensos, y jamás aprendí a dividir con coma. Por lo tanto la opción era evidente, incluso para mí.

"¿Y por qué no dejaste?", balbucea ya bastante desilusionado.


"Este flaco es un pelotudo", pienso otra vez sin decir. Para cuando me di cuenta tenía aprobadas veinte materias. Por desgracia no soy un incapaz (eso me haría la vida mucho más fácil) sino un mero inconforme.


"¿Y por qué viniste a esta entrevista entonces?", pregunta -solo en esta ocasión- con algo más de lucidez.


"Porque soy incapaz de detener los resortes de la dinámica universal. Todos los movimientos que realizo no son más que la traducción literal de mi resignación intrínseca en acto".


"Entonces no vas a renunciar jamás", concluye justificando el puesto que ocupa.


"Me cagaste". Obvio que no lo digo, pero una vez más lo pienso.


Los acontecimientos se precipitan. No sé muy bien cómo, pero al otro día hago pie en Tribunales munido con un anotador, una birome bic y una guía de juzgados y demás reparticiones estatales.


Como siempre, la vida me atropella y escapa a toda velocidad dejándome solo con un ejército de desconsiderados que únicamente piensan en ayudar.


jueves, 17 de julio de 2008

RETENEME ESSSSSTA...


En días como el de hoy, ni siquiera yo fantaseo con el suicidio. Y eso, les juro, es decir mucho.


Es hora de ceder la palabra a aquellos espacios que analizan la realidad política mucho mejor que este servidor. Solo quería dejar mi testimonio.

martes, 15 de julio de 2008

ENFRENTANDO A LA OLIGARQUÍA CON LOS COMPAÑEROS KIRCHNERISTAS


Estaba hoy por la tarde muy tranquilo en mi oficina de Avenida de Mayo pensando en las cosas que pienso habitualmente: "No quiero vivir más", "Ojala ocurra un cataclismo que extermine la raza", "El mundo no es más que una infinita combinación de alternativas horrendas", etc. Pero de pronto, sacudido mi espíritu popular por el sonido de los bombos justicialistas, me asaltó la idea -algo alocada aunque seductora- de salir a caminar entre los compañeros kirchneristas que marchaban espontáneamente por la avenida desde las primeras horas del día.

Fue amor a primera vista. Lo juro. Ahora puedo afirmar sin temor a equivocarme que si yo fuera un militante K, mi existencia vacía y miserable tendría ese sentido definido del cual hoy y siempre careció.

El compañero kirchnerista es un individuo feliz, generoso, entusiasta, voluntarioso, comprometido y, sobre todo, solidario. La solidaridad por sobre todas las demás virtudes (que no son pocas).

El compañero kirchnerista se juega entero por un modelo de país, y poco le importa no saber cuál.

El compañero kirchnerista lleva la política en la sangre; y también lleva otras cosas que, unidas y solidarias, ayudan a conformar una conmovedora interpretación de la realidad nacional.

El compañero kirchnerista está harto de las patotas y los grupos de tareas de la oligarquía. Y condena enérgicamente todas y cada una de las agresiones que han debido soportar durante estos 126 días los Moyanos, Luis D'Elía y la compañera presidente.

¿Entonces por qué no puedo ser yo un compañero kirchnerista más en el mundo? ¿Por qué no puedo estar por una vez en mi perra vida del lado de los ganadores?

Yo creo que hoy lo que me cagó fue el olor a negro que había.

domingo, 13 de julio de 2008

EL TRISTE FINAL DE LA MILAINA


Corre el mes de abril de 1993. Campo de Mayo. Este Homo Sapiens viaja pacífico en la parte trasera de un camión del ejército argentino. Junto a él, una olla con un guiso incalificable que hará las veces de alimento para un batallón de ciento cincuenta colimbas en estado de completa desesperación, otro soldado ausente de espíritu y para colmo somnoliento, y una bandeja con catorce milanesas napolitanas que serán servidas en el casino de suboficiales.

Bienaventurados aquellos destinados al rancho en día de milainas napolitanas. Este soldado podrá ser un patriota, pero no es de fierro; y aunque su compañero se niega a tomar parte en la operación "Muzzarella carrera marrrrr" él decide arriesgar el pellejo en beneficio de su intestino delgado.


Nuestro héroe extrae del bolsillo del pantalón un pañuelo en estado un tanto deplorable, y sin demasiados prolegómenos desvía una de las catorce piezas de la bandeja para luego envolverla prolijamente con el mencionado utensillo. Acto seguido, procede a hacerse el boludo dedicando de tanto en tanto una mirada amenazante a su cobarde camarada.

La maniobra pasa completamente desapercibida entre los suboficiales, por lo que solo resta aguardar hasta después del almuerzo y hallar un sitio apartado para poder engullir el premio en paz. El soldado de la patria lo sabe, y apenas puede contener la emoción.

Sin embargo, el diablo mete la cola. Dos conscriptos riñen por un plato de aquel guiso miserable que había viajado en el camión con el patriota hambriento. Se arma una pequeña escaramusa y de inmediato llega la sanción colectiva del sargento Ojeda.


El castigo elegido: Tres horas de salto de rana, cuerpo a tierra, alrededor mío carrera mar y demás actividades sumamente perjudiciales para las milanesas envueltas en pañuelos sin higienizar y guardadas en los bolsillos de los pantalones de combate.


El resultado: El botín del osado caco se echa a perder. Invadido por el sudor adherido al pañuelo y con una consistencia similar a la de una banana sometida a treinta segundos de minipimer, el trozo de carne informe es abandonado a su suerte en una zona de tupida vegetación.


Nuestro héroe, atormentado por una profunda depresión, pasa de largo la cena y se acuesta.


Por tener la barba crecida le es asignado el tercer turno de imaginaria. De dos a cuatro de la mañana.


A él no le importa.

jueves, 10 de julio de 2008

INCIDENTE EN EL SUBTE "A"


Corre el mes de diciembre del año 2006...

Metrovías informa que la línea "A", Primera Junta-Plaza de Mayo, presta servicio con demora. Disculpe las molestias ocasionadas.

La puta que los parió.

El tren irrumpe como un toro bravo en la estación Acoyte. Y viene hasta la manija. Se abre la puerta y tres o cuatro desprevenidos son expulsados al espacio exterior perdiendo definitivamente su lugar.

Ya no queda sitio para nada ni nadie, pero en el último instante llega un gordo que opina distinto. Me resisto intentando cubrir el único hueco a través del cual podía soñar un abordaje, pero este simpático disidente afirma sus manazas en el marco de la puerta, inspira profunda y ruidosamente, y se impulsa hacia el interior del vagón con un horrendo movimiento pélvico que cambia para siempre mi visión del mundo.

Lo fulmino con una mirada repleta de indignación, pero me ignora.

Dejamos atrás Plaza Miserere y una vieja -bastante chota por cierto- que tengo incrustada debajo de la axila comienza a proferir una serie de insultos murmurados. Como no la escucho bien me sumerjo de nuevo en mis pensamientos, pero al cabo de un instante me percato de que aquellos terribles epítetos están dirigidos a mi persona.

Todo sucede muy rápido y pierdo segundos valiosos. El olor fétido de un intestino en plan de evacuación se ensaña con mis fosas nasales al tiempo que la vieja me endilga la responsabilidad a grito pelado. La muy hija de puta.

¿Por qué a mí y no a cualquier otro pasajero? Tal vez por mi color de piel. O por mi naturaleza salvaje. O por aquel conflictivo manifiesto en contra del agua dulce. No lo sé. De cualquier modo tengo ganas de cazarla de la nuca y refregarle el ojete por la cara para insuflarle algunos pensamientos absolutorios.

Miro a los costados en busca de algún otro candidato que cuadre en los parámetros visuales que el inconciente social suele reservar para los inadaptados, pero no lo encuentro. Para ser franco yo también habría alzado un índice acusador en dirección a mi persona. A la derecha tengo una vieja -otra- que se parece más a un cadáver en descomposición que a un ser vivo (lo cual explicaría el olor), y a la izquierda una magnífica señorita cuya parte trasera no podría expedir más que claveles perfumados y versos alejandrinos.

A la altura de la estación Lima ya soy víctima del repudio general. La vieja defiende su nariz aguileña con un pañuelo de tela bastante pegoteado, pero no ha dejado de insultarme; y enfrente se me paró un pelado bien fornido que me quiere cagar a trompadas. Para colmo, un grupo de adolescentes entona cantitos alusivos que impiden que el incidente se desdibuje en la memoria de los presentes. La situación es crítica, pero por suerte la gente desciende masivamente para efectuar la combinación con la línea "C".

Al llegar a la estación Plaza de Mayo solo quedamos en el vagón el gordo disidente, la vieja denunciante y yo. Es el fin del recorrido.

Se abre la puerta y desciende la vieja berreando. Cada tanto se da vuelta y me busca con su índice acusador, pero yo me disfrazo en la multitud. Finalmente apura el paso y sale de mi vida para siempre.

El gordo disidente me saluda con una leve inclinación de la cabeza, y me devuelve aquella mirada indignada con una sonrisa compasiva.

Yo lo ignoro.

martes, 1 de julio de 2008

EL PORQUÉ DE ESTE TACHÓN

Habiendo asumido por fin que mi universo de acción es el de los entes en retirada, saboreando ya la plenitud de la debacle y sabiéndome acorralado por ese destino de tragedia que todos menos yo han sabido ver a tiempo, me anudo una soga justiciera en el cogote para entregarme sin reparos a una última descripción, entre minuciosa y fantástica, de las circunstancias que han depositado el lápiz negro en mi mano temblorosa.

Me tacho la doble con un heroísmo que debiera conducirme al Olimpo de aquellas ancianas deidades helénicas si no me hallara, como me hallo, en un esforzado equilibrio sobre este mísero banquito de madera ensamblado a mano por alguna alumna mediocre en la segunda clase de su taller de manualidades.

Y con este tachón, resigno un poético anhelo de victoria para sumergirme de lleno en una vergonzante relación de la derrota. Así. Sin más. Dispuesto a convertir este humilde espacio en el último refugio de un ser en pleno derrumbe.