Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 29 de mayo de 2014

PEQUEÑECES



Síntesis del post: Televisión de madrugada. Una pequeña reflexión. No mucho más. 




Son las 3 am. Prendo la tele.

Un hombre ingresa a esta casa de empeño en Las Vegas. Trae un contrato. Un contrato firmado por Elvis Presley en la década del sesenta. Es para tocar en un estadio, en un bar o en un estudio de televisión, la verdad es que no lo sé. Lo cierto es que este caballero lo considera un verdadero tesoro y, según explica a las cámaras antes de iniciar las tratativas, espera venderlo en unos quince mil dólares.

El calvo dueño de la tienda lo recibe con su amplia sonrisa y escucha el planteo al tiempo que demuestra un genuino interés. Si la pieza es auténtica puede valer muchísimo dinero, explica una vez que el potencial vendedor acaba su exposición. Existen muchos coleccionistas que estarían más que interesados en adquirir semejante rareza. Sin embargo hay un pero. Siempre hay un pero. Antes de fijar un precio habrá que llamar a un experto en estos temas para certifique la autenticidad de la firma de Elvis. El mercado se encuentra saturado de falsificaciones y no es cuestión de andar corriendo riesgos innecesarios.

Ambos hombres llegan a un acuerdo y un par de horas más tarde se hace presente el experto, que sin demasiados prolegómenos se coloca un monóculo en el ojo derecho e inicia inspección del documento.

Según parece la firma está muy bien hecha pero no es auténtica. Hay un problema con el punto de la ‘i’, y también con la ‘P’. El punto está mal ubicado y la panza de la otra letra es demasiado pequeña, está como desnutrida. Si la firma fuese auténtica el documento podría valer entre quince y veinte mil dólares, pero al ser una falsificación no posee valor alguno.

El calvo extiende la mano y le da las gracias al frustrado vendedor por haber pensado en su tienda. El hombre se retira cabizbajo mientras el experto le palmea la espalda y se deshace en vanos pedidos de disculpas. Lo que valía quince, ahora no vale nada. Y no queda más que resignarse.

Cambio el canal.

Con los ojos redondos y acuosos fijos en la cámara, un economista no muy renombrado nos explica que en esta coyuntura inflacionaria es preferible planificar con cuidado y pensar tan bien los gustos que uno desea darse como los que debe suprimir. Habla de tasas, consumo, emisión. Cosas aburridísimas. Lo sustancial es que uno debe recortar gastos, dejar de hacer cosas que hasta ayer por la tarde podía hacer.

Cambio el canal. Otra vez.

Un reconocido delantero de la selección colombiana de fútbol confiesa que no está del todo recuperado de su grave lesión en la rodilla, y a esta altura ya es muy difícil que llegue en plenitud física al campeonato mundial. En pocas palabras, se baja, tira la toalla, le deja su lugar a quien desee o merezca ocuparlo. Se le cae alguna lágrima, quizá.

Otro cambio.

En un río perdido de China, un obstinado pescador lucha para sacar del agua a un pez monstruoso. La pelea se extiende por varias horas, el hombre enrolla y deja ir la línea para terminar de cansar al animal. Cree que es inmenso, justo el tamaño y el peso que se ha propuesto hallar. Es su última oportunidad para lograrlo.

Cuando finalmente lo vence no resulta ser lo que él había imaginado. Estaba enganchado de una aleta, y por eso la feroz resistencia. De haber mordido el anzuelo de lleno lo habría derrotado en menos de media hora.

Ya no hay suficiente luz para un nuevo intento y encima es su último día en el país. Debe dar por terminada la expedición. Talvez el próximo año. La frustración se derrama por todo su rostro.

Son las 3.45 am. Apago.

En fin… considerando lo visto esta noche, no puedo evitar pensar que la vida es una sucesión de pequeñas claudicaciones. El hombre está preparado para afrontar las grandes tragedias tantas veces como fuera necesario, pero a la postre es la repetición constante y uniforme de esos hechos nimios a lo largo de los años lo que acaba derrotando su espíritu. Lo que lo acerca a la muerte sin que se percate, con los pies bien afirmados en los estribos e incluso con una mueca muy similar a una sonrisa.  

Uno muere todos los días un poco, hasta que deja de hacerlo y se consume. Estoy casi seguro de haber expresado esta misma idea en este espacio virtual, alguna vez, allá lejos y hace tiempo. Pero bueno, es la reflexión que traje para esta noche. No tengo otra.

Son las 4 am y no me sale dormir. No tengo sueño. Tampoco cigarrillos, y mucho menos, fuerzas para salir a comprar. Es evidente que me tengo que ir a acostar por más que no me guste, y esa es —asumo— mi pequeña claudicación del día. O mi pequeña muerte, cumplida en tiempo y forma antes de que cante el gallo. En cualquier caso (muerte o claudicación), me gusta hacer esta clase de deberes temprano y en ayunas. No sé, para descomprimir, pasar el resto del día tranquilo. Digo, debe ser eso.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 9 de mayo de 2014

DESTIEMPO


Síntesis del post: Viaje. Una pintura. En mi mente. Un avión. Un aeropuerto pequeño y remoto. Un pasillo larguísimo. Historias del destiempo. Despedida. Confesión.


Buenas noches. Hoy los voy a llevar de viaje, así que preparen sus petates y háganme la caridad de chequear que sus pasaportes estén en regla, que no quiero sorpresas a la hora de subir al avión. Porque vamos a viajar en avión, no sé si les dije. Sí, está bien, tendría que haber avisado con más tiempo, pero es que lo acabo de decidir, así, en este preciso instante. La pintura que traigo para hoy, con todas las historias que en ella transcurren, se encuentra retenida en mi mente desde hace más de dos años, y sin embargo, por más que lo intenté jamás supe qué hacer con ella. Cómo pintarla de un modo más o menos satisfactorio, tanto para mí como para el observador. Ahora sí lo sé, pero antes de comenzar es necesario que vea una vez más el paisaje. Voy a volar hasta allá para refrescar las imágenes, revivir los detalles si ello aún fuera posible. Y además tengo ganas de viajar, qué tanto. Faltan más de cinco horas para que entre a trabajar, así que la idea es perfectamente viable. Si hay algo que aprendí en estos días de profunda meditación es que dentro de mi mente soy dueño de los tiempos y las distancias, amo de mi mundo propio y de todos los mundos ajenos. Puedo hacer lo que yo quiera, cuando quiera y como quiera. Y quiero esto. Ahora. Sin tanto plan. Por favor no se queden ahí, mirando con esas caras de bobos, vayan a hacer lo que les pedí. Salimos en un ratito.

Ahora a lo nuestro sin más, que no falta tanto para que amanezca y tenemos mucho trajín por delante.

Son la 4.11 am (en serio, son las 4.11 am) y nuestro avión toca tierra en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, en la ciudad de Lima. Recuérdenme que nunca más los saque a pasear a ningún lado, hatajo de impresentables. No puede ser que ni siquiera toleren un vuelo de cinco horas sin enloquecer a las azafatas, llenar el piso de migas y andar cambiando de asiento a cada rato. Pero bueno, yo no aprendo más.

Tenemos entonces frente a nuestros ojos el tímido despertar de un aeropuerto pequeño y remoto. Un puñado de rostros incaicos y somnolientos deambula por un pasillo larguísimo repleto de monitores que anuncian todas las partidas y los arribos del mundo. O de la ciudad, no sé. Este pasillo, flanqueado por infinidad de locales comerciales autóctonos o de los otros y puertas numeradas enchufadas en mangas metálicas enchufadas en aviones en reposo enchufados en gruesas mangueras de combustible enchufadas en colosales tanques enchufados en robustos camiones libres de enchufes, constituye a la vez refugio y prisión para los pasajeros en tránsito. De allí no se sale si no es volando, y hacia allí nos dirigiremos nosotros una vez acabado el correspondiente trámite migratorio. Queremos presenciar ese despertar, ese desperezarse tan íntimo entre una veintena de individuos que reinan en forma transitoria donde pronto habrá una multitud. Sin embargo aún no hemos descendido del avión, y son las 4.23 am.

Me gusta la gente cuando recién se despierta, o cuando lleva miles de horas sin dormir. Esos instantes previos a la capitulación y el comportamiento errático que los adorna. Me gustan, en síntesis, los umbrales del sueño. Y esa es la pintura de hoy, pequeñas historias sobre el destiempo guardadas en mi memoria en este mismo pasillo, hace dos años. En los umbrales del sueño. Después, en todo caso, vamos viendo cómo seguimos. El destino final lo elegimos nosotros.

Un empleado de limpieza empacado en una suerte de overol azul trapea el piso con desgano frente a la puerta del baño de caballeros. A escasos dos metros una señora que debe rondar los sesenta años llora con la frente apoyada en un teléfono público mientras al otro lado del auricular alguien escucha sus lamentos. Me crucé el mundo entero para despedirlo pero no fue suficiente, Antonio acaba de decirme que murió hace tres horas, explica entre sollozos. Tiempo y distancia combinados para desbaratar un plan, un deseo, o solo para recordarnos que la muerte es un acto solitario que no admite postergaciones. En cualquier caso el destiempo siempre es cruel. Ahoga.

Un grupo de adolescentes, orgullosos integrantes de la selección juvenil de hockey de Chile, pisotea el trabajo húmedo y desganado del hombre del overol azul y distribuye sus huellas por todo el lugar. Ni siquiera se enteran, están demasiado alborotados para notarlo. Es que acaban de cambiar su vuelo y llegan a Santiago cuatro horas antes de lo previsto. Dejan todo tipo de mensajes, hablados, escritos o dibujados, con la esperanza de que algún alma desvelada los reciba en esta fría madrugada chilena. De otro modo operarán sobre ellos las consecuencias —siempre implacables— del destiempo. Deberán aguardar echados sobre sus valijas a que sus familiares y amigos organicen un rescate que a esta hora, dadas como están las cosas, comienza a intuirse tardío. Es cierto, será un destiempo incómodo aunque remediable, ni cercano a la tragedia que aún tiene lugar al pie del teléfono público. Sin embargo el mal humor y el fastidio no se moderan por el hecho de que existan en el mundo peores calamidades.

Tenemos, además, a esta señorita (muy bonita ella) parada a pocos metros de un negocio de chucherías autóctonas. Ella también espera, sufre el destiempo, aunque no seamos capaces de determinar el porqué. Aún. Tal vez espera a alguien, o algo, sea ese algo una cosa, un hecho o un acto fuera de su dominio. Tal vez alberga una esperanza o procesa una resignación. En cualquier caso a nosotros nos gusta mucho su remerita blanca, sus jeans medio gastados y sus zapatillas de lona. Nos gusta mucho —pero mucho— su valijita roja. Nos gusta mucho su sonrisa. Sonríe como si hubiera ganado la lotería ayer por la tarde. Nos gusta mucho, en síntesis, la señorita. Toda. Así, bonita, sencilla y millonaria. Solo por eso, atravesada como se encuentra por este escrito sobre el destiempo, vamos a desear que el suyo sea de los leves.

Un caballero alto, rubio, robusto y de frondoso bigote habla por su teléfono móvil. Perdí la conexión, explica en un inglés tan impecable como su traje. Conserva la esperanza de arreglar el pequeño inconveniente apenas encuentre un mostrador de la línea aérea involucrada en su destiempo. Sin embargo este pasillo de rostros incaicos y somnolientos, que apenas se despereza y se puebla a su ritmo no parece el sitio indicado. Quizás debería desandar sus pasos y buscar una oficina más cerca de la zona de trámites migratorios, en el piso de abajo. La zona donde en este momento, las 4.46 am, nos encontramos nosotros. En el fondo es, el suyo, un destiempo subsanable, que cuenta con personal especializado y dispuesto las veinticuatro horas del día. Un destiempo de mero trámite, podríamos decir.

Mientras tanto a nosotros nos indagan y nos escrutan unos señores con uniforme. Procedimiento de rutina. ¿Traemos plantas, animales, sustancias que puedan poner en riesgo a personas o cosas? No, no traemos. Yo no viajo con bichos de ninguna especie, y cuando acarreo sustancias (nunca o casi nunca) suelo llevarlas puestas. Sí tengo, como dijo alguna vez Miguelito (personaje de Mafalda), mi propio pastito interior. Pero no creo que sea ese el sentido de la pregunta, así que no lo digo.

Son las 4.57 am. Subimos por una amplia escalera que nos deposita en el centro mismo del cuadro que acabamos de pintar, creo yo, con sumo detalle. Está todo intacto, tal cuál lo recordábamos. Nuestras pequeñas historias recién contadas bailan y se entrelazan en este pasillo de rostros incaicos y somnolientos. El trapeador ha secado las huellas adolescentes y despreocupadas y ahora, apoyado el hombro sobre el lateral de una máquina expendedora de bebidas, observa a la señorita de la valija roja, bonita, sencilla y millonaria, con ojos soñadores. La señora del teléfono, la del destiempo más cruel, le explica al caballero de frondoso bigote cómo llegar al mostrador de la línea aérea. Y lo hace con un inglés más parecido al overol azul del trapeador que al impecable traje de él. De cualquier modo ese destiempo, con algo de buena voluntad y apuntalamiento gestual, puede superar incluso la más obstinada barrera idiomática. Es solo cuestión de intentarlo.

Y ahora, estimados, con nuestra pintura completa y tantas opciones para reanudar el vuelo, ha llegado la hora de despedirnos. Hemos solucionado todo el destiempo que estuvo a la mano y sufrido el que era irremediable. Nos hemos quedado sin asunto, ustedes y yo.

¿Cómo dice?

Ah, lo felicito caballero. Es usted muy observador. No esperaba verme en la obligación de hacer esta confesión, pero ya que pregunta no le voy a negar la respuesta. Es cierto, no hemos solucionado el destiempo de la señorita, tan bonita ella. Y ni siquiera sabemos si es irremediable. O mejor dicho, usted no lo sabe. Vea, la verdad es que ella no forma y jamás formó parte de ese recuerdo atrapado en mi mente desde hace dos años. No estaba incluida en la pintura original. La planté yo con toda premeditación y alevosía, con todo y valija roja, y lo hice solo un par de horas antes de proponerles este viaje a todos ustedes. Está puesta ahí para subsanar mi propio destiempo, tal vez el suyo, el nuestro. No el de nadie más. La pintura es la excusa perfecta, el hilo conductor, pero lo cierto es que me está esperando. Mire cómo sonríe. Mire cómo baila. Tan bonita, sencilla y millonaria.

¿Y ahora qué le pasa?

Sí que puedo, y lo voy a hacer. Me voy con ella. De hecho estoy acá solo por ella. Si a usted le parece que lo he traído engañado no entendió el sentido de todo esto, y me arrepiento de haberle pedido que viniera. Lo saqué de su casa, lo puse en un aeropuerto, en un pasillo larguísimo repleto de puertas que conducen a todos los aviones del mundo. O de la ciudad, no sé. Lo coloqué de cara a la posibilidad de dar remedio a su propio destiempo, cualquiera que sea, porque dentro de su mente usted es dueño de los tiempos y las distancias, amo de su mundo propio y de todos los ajenos. Puede hacer lo que quiera, cuando quiera y como quiera, no sé si le dije. Entonces no se preocupe tanto por mí, que soy grande y tengo carnet de conducir. En cambio medite el poder que tiene entre manos y úselo como le salga.

Ahora déjeme ir de una buena vez, antes de que se nos venga la mañana y haya que ir a trabajar. Antes de que esta pintura se desvanezca con todas sus puertas. Despídame del resto, vuelen, ahoguen el destiempo. Hagan lo que quieran. Mañana ya no van a poder.

Las 5 am. Me fundo con mi señorita, tan bonita, sencilla y millonaria. Sonrío y celebro. Mi valija negra tocando su valija roja. Ahora sí, somos los amos de nuestro mundo.

Miro las puertas que se nos ofrecen a lo largo del pasillo. Ideo un itinerario. Planeo un viaje, europeo o asiático, quizás. Aún nos quedan dos horas para que la pintura se desvanezca. Ya habrá un momento para descansar. Arrastro las dos valijas, la roja y la negra. Sonrío y celebro, otra vez. Anulo el destiempo, por fin.


Tengan ustedes muy buenas noches.