Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

miércoles, 21 de agosto de 2013

NO HAY POCIONES PARA EL AMOR


Síntesis del post: Heme aquí. Pedido de disculpas. Cascotes. Carla la abogada. Ordóñez el taxista. El cosmos. Las oportunidades. Final.


Heme aquí. Ante todo deseo pedir disculpas por estas insoportables dilaciones con las que vengo atormentando a nuestra ya maltrecha relación virtual. Perdón, no tengo excusas. O mejor dicho sí las tengo, ocurre que no quiero interponerlas. Prefiero soportar estoico los cascotes de la afición antes que abrir una instancia de debate sobre los hechos catastróficos que eventualmente decidiera presentar en esta mesa y que, casi con seguridad, serían el fundamento de una de esas colosales mentiras que solo invento en aquellas ocasiones en que —precisamente— no estoy de ánimo para soportar estoico los cascotes de la afición.

No. No pienso mentirles. Primero porque soy un hombre de bien, y segundo porque en este momento ya tengo cuatro o cinco mentiras en curso en otros planos de mi vida, y cuando supero la cuota aconsejada se me empiezan a traspapelar las excusas. Triste espectáculo sería que llegara yo a este humilde espacio luego de dos meses de silencio atroz y arrancara diciendo lo que tenía pensado decirle, pongamos por caso, a mi jefe. O viceversa. Bueno, la verdad es que tampoco tengo jefe, pero si lo tuviera supongo que no vería con buenos ojos que me despachara con que no pude cumplir las promesas que dejé por escrito porque no he hallado en la profundidad de mi espíritu la más mínima motivación. En el mismo sentido asumo que quedarían ustedes embargados por el más absoluto desconcierto si alegara que no me hice presente en este sitio porque me doblé el tobillo mientras bajaba del colectivo. Y ni entremos a considerar si además tuviera la pretensión de que se hicieran cargo del tratamiento médico por haber ocurrido el accidente de camino a mis labores literarias. El desconcierto devendría en indignación, estupor o incluso ira, y todos sabemos bien que de la indignación, el estupor y la ira a los cascotes existe un pequeñísimo paso.

En fin… el sentido de esta modesta introducción es, de más está decirlo, eximir a la afición de una colosal mentira, una excusa en falsa escuadra en cuanto al tiempo, la forma y el destinatario, un profundo desconcierto y un más que seguro ataque de ira, dejando así el camino libre para los cascotes puros y simples, que por cierto son los que me gusta recibir a mí. Porque acá las cosas, si van a hacerse, se harán como a mí me gusta. Después de todo soy el dueño de casa, qué tanto.

Ahora a lo nuestro sin más, que de pronto alguno se lo va a tomar en serio y me va a poner a dormir antes de que cuente la historia que vine a contar. Porque al fin y al cabo a eso vine, no sé si lo dije.

Bien.

Carla tiene veintisiete años y es muy linda. Eso es lo primero que se puede decir de ella, y para ser del todo franco, la mayoría de las veces también es lo único. No porque no posea otras cualidades, que no se malentienda. El caso es que su belleza es tan simple, tan descriptible, que uno sucumbe a la tentación de encerrarse en ese relato. Sin embargo en esta ocasión, nosotros, que estamos bien entrenados en el complejo arte de decir, tenemos la obligación emprender un esfuerzo superador, ya que es imprescindible a los fines de este artículo el logro de un panorama más acabado. A ello nos dedicaremos ahora, sin más prolegómenos.

Decía entonces que Carla es muy linda. Y lo decía así, de un modo tan desabrido, para evitar expresiones eufóricas reñidas con el tono formal y prolijo que pretendo imprimir al presente escrito. Pero lo cierto es que está buenísima. Más buena que mirar la tele en calzones. Solo. De noche. Con una botella de whisky y una bolsa gigante de papas fritas. Morocha, ojos verdes muy claros, rostro angelical y curvas endemoniadas. Todo en ella exhibe esa dualidad, la posesión y el ejercicio de la belleza como obsequio y peligro. Una gema de incalculable valor, al alcance de cualquier mortal.

Pero Carla no solo es linda. Además es inteligente. Abogada recibida en la UBA con un destacadísimo promedio, más de un posgrado en el exterior y flamante socia de un prestigioso estudio jurídico que le permite desarrollar todo su potencial y le regala algunas horas muertas para continuar avanzando en la carrera de psicología, pasión que se le despertó algo tarde en su vida, cuando ya lidiaba con demasiadas obligaciones y ejercía muy pocos derechos.

En lo personal es bastante reservada, aunque posee una nutrida agenda social. Vive sola en un departamento propio ubicado en alguno de los múltiples palermos que existen hoy en la ciudad de Buenos Aires. Durante la semana divide el tiempo libre entre sus amigas, algunos cursos que la entretienen y unos cuatro o cinco caballeros con los que se ve alternativamente, de acuerdo a su estado de ánimo y necesidades, y que —dicho sea de paso— también la entretienen. Casi todos los domingos almuerza con sus padres y hermanos en la casa que los primeros poseen en Villa Devoto (barrio en el que nació y se crió), para luego matar las últimas horas del día en el gimnasio.

Y creo que con esto es suficiente. Por el momento no necesitamos saber más de ella, salvo, quizás, que en este preciso instante se encuentra parada en la esquina de la calle Honduras y otra que no pienso revelar (sé de sobra que algunos de ustedes serían bien capaces de intentar un acercamiento) a la espera de que aparezca un taxi.

Ordóñez es santiagueño, aunque vino a la ciudad con sus padres siendo muy niño. Tiene cincuenta años pero parece de cincuenta y cinco, y podemos decir de él que es bien feo. Morocho, cabello entrecano y rostro regordete dominado por una gruesa nariz y un labio inferior inusualmente carnoso. Es morrudo, algo panzón, de baja estatura, brazos muy cortos y unas manos sufridas y callosas que delatan una existencia consagrada al sacrificio.

Hombre de pocas luces y escasa preparación trabajó buena parte de su vida en la construcción, hasta que algunos inconvenientes de salud lo obligaron a incursionar en rubros menos relacionados con el esfuerzo físico. Hoy por hoy es peón de taxi, actividad que le permite una subsistencia modesta pero digna.

Vive en Temperley, en un monoambiente que le dejó su madre al morir. Es viudo y tiene dos hijos que rara vez lo visitan. Como trabaja de sol a sol dedica poco tiempo para las amistades, pero frecuenta a una señora de la que nadie —ni siquiera este humilde servidor— puede aportar demasiadas precisiones.

Y creo que con esto es suficiente. Por el momento no necesitamos saber más de él, salvo, quizás, que en este preciso instante circula por la calle Honduras en busca de un último pasajero que equilibre las cuentas de la jornada.

Y en este punto llegamos a la escena —entre misteriosa y fantástica— que hemos venido a describir, por cierto muy brevemente.

Sin alzar la mirada, Carla susurra una dirección mientras revisa los mensajes recibidos en su teléfono móvil. Ordóñez recibe la instrucción en silencio. Germina en su mente la semilla de un recorrido.

De pronto la abogada acaba su revisión, regresa al universo de lo presente y percibe al taxista. Entonces sus ojos se petrifican, su respiración se torna entrecortada y su razón se extravía en peligrosos laberintos. Perversos y desconocidos mecanismos comienzan a operar en su mente y en su espíritu (si es que ambos fueran cosas distintas), colocándola de cara a un problema que trasciende la órbita de lo físico.

Tenemos ahora a esta estudiante de psicología inflamada por nuestro ex obrero de la construcción. Inflamada en cuerpo y alma, así que hablamos aquí de una inflamación compleja. De las que no se ven todos los días.

La dama deja vagar sus ojos por algunos segundos y luego inicia su ataque a la trinchera con una multiplicidad de gestos que, sin embargo, resultan ilegibles para el impensado galán. Ocurre que de vez en cuándo —muy de vez en cuando— un rayo de sol oportunista e intrépido se cuela por donde no debiera y rebalsa con su luz a uno o varios pares de ojos inhábiles para lidiar con la claridad. Y es que existe un territorio en el que la frontera entre lo poco probable y lo imposible se torna tan difusa que la percepción se abandona a sí misma hasta el punto, no ya de asumir aquella tenue probabilidad como algo inviable, sino de perder incluso esa capacidad de interpretar un hecho real y presente como cierto.

‘¡Correte cornudo!’

Gruñe Ordóñez un insulto arrabalero sintiéndose víctima de una encerrona. Existe con idénticos bríos en la mente de su embelesada pasajera, aunque en un plano —si se quiere— mucho más horizontal. Sin embargo ninguna señal, por evidente que fuera, bastará para que se percate de esa diminuta y transitoria ventanita que el universo acaba de abrir en su provecho. No, no lo hará. De hecho su comportamiento parece tozudamente orientado a cortar a mordiscones los delicados hilos del encanto. Insultos, ingesta de uñas y exploración de las fosas nasales entre otras tantas delicadezas. Un creativo repertorio para ahuyentar hasta el último rastro de cualquier apetito físico o espiritual, que por alguna misteriosa razón que no está en mi ánimo desmenuzar, no cumple con su inconsciente cometido. En lo absoluto.

‘Te dejo en la esquina piba, porque más adelante esta se hace contramano.’

Sentencia Ordóñez el final del recorrido. Rutinario. Impiadoso. Ignorante de que ha intrusado una mente prodigiosa, excitado un físico fulgurante y desairado un amor ofrecido por el cosmos en bandeja de plata. Y sin embargo tan ajeno a las culpas, tan inmune a cualquier índice justiciero que quisiera atribuir alguna clase de responsabilidad, por mínima que fuera.

Dicen las malas lenguas que las mejores oportunidades que nos regala la vida, ya sea por negligencia, impericia o desidia, acaban pasando desapercibidas. No me atrevería a refutar semejante máxima. Lo que sí quisiera agregar es que algunas veces —quizás la mayoría— el cosmos nos bendice con la posibilidad de ignorar también la inmensa tragedia que esa pérdida acarrea. Y eso no es poco.

Y creo que hasta aquí el relato de hoy. No tengo mayores comentarios ni sesudas reflexiones que agregar. No existe una moraleja. Era la pura y simple voluntad de contar una historia. Después de tanto tiempo.

Un caballero se desliza dentro del taxi justo antes de que Carla cierre la puerta. Le agradece con una media sonrisa.

– Qué criatura me sacó a pasear jefe, eh –comenta el caballero mientras la observa alejarse calle abajo –. Tremendo culo.

– Sí, una bestia impresionante –responde Ordóñez en un balbuceo casi poético –. Pero esas yeguas son siempre carne de empresarios y políticos.

El taxista escucha la indicación de su nuevo pasajero y gira en ‘U’ de forma repentina.

– ¡Mirá por el espejo infeliz! –le grita un conductor que casi lo embiste.

– ¡Agarrame la garcha! –replica el poeta.



Tengan ustedes muy buenas noches.

PS: Como verán he cumplido (tarde) con lo del artículo largo y tedioso. Pero por ahora no me voy nada. Es todo lo que tengo para decir sobre el particular. Quedan ustedes debidamente notificados.