Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.
domingo, 6 de abril de 2014
BALDOSAS FLOJAS
Síntesis del post: Gabriela. Punto final. Voluntad exploratoria. Frase inacabada. Tropiezo. Conversación. Moraleja.
Y un día Gabriela dijo basta, listo, que ya estaba, que ya había tenido suficiente de mí, de nosotros. De los dos. Que ya no iba a seguir conmigo. Me quería, me quería mucho, me quería bien, como se quiere a alguien que es algo más que un simple pasatiempo, estaba segura. Pero no se le movía el piso, y eso le resultaba insuperable. Se divertía mucho conmigo, ojo (ojo no lo dijo ella en ese momento sino yo ahora), le parecía un tipo inteligente, sencillo y de buen corazón. Y el sexo era excelente, no se podía quejar. Sin embargo necesitaba aire, explorar un poco el mundo que la rodeaba sin ataduras de ninguna especie. En pocas palabras, ser una persona libre. Y además estaba este pibe, no me podía mentir. No me quería mentir. Un estudiante de agronomía que había conocido en el cumpleaños de su prima y que, asumo yo (en realidad también lo asumí en ese momento), deseaba convertir en la materia principal de aquella exploración sin ataduras.
Le dije que estaba todo bien, que no se hiciera problema, que yo no me quería transformar en un estorbo para su floreciente voluntad exploratoria. Supongo que aquel día no hablé específicamente de esa clase de voluntad; si me conozco un poco y la memoria no me falla, debo haber colocado un punto luego de la palabra estorbo. En rigor de verdad es el tiempo el que me puso más cínico, más irónico, el que me ha otorgado el don de completar las frases con el veneno adecuado para la ocasión. Pero en esa época no lo tenía y dejé la idea inacabada, o acabada de un modo imperfecto. Después de todo éramos solo dos chicos de veinte años que habían salido por cuatro o cinco meses. Nada más. Yo también la quería bien, me gustaba. Era muy linda de cara, flaca y con buenas curvas. Y también tenía sus detalles, por qué no decirlo. Por ejemplo, rara vez usaba el mismo perfume, llamaba por teléfono solo lo necesario, no disfrutaba el arte de pelear sin motivo, me cocinaba algo rico todos los viernes y en la cama estaba siempre dispuesta a hacer todo lo que se me ocurriera sin protestar. Estimo que a esa edad no se puede pedir mucho más.
Lo que en su momento quizás me molestó un poco de esa ruptura fue el hecho de no haberla visto venir, de no haberla intuido. Jamás pensé que Gabriela fuera capaz de llegar a esos niveles de improvisación, de seguir un impulso en lugar de permanecer a resguardo de cualquier turbulencia. Creo que en el fondo la subestimé, y por eso terminé afuera sin notificación previa. Bien por ella.
Y ahora a lo nuestro sin más. Dejamos de lado el pasado para situarnos en el presente y procedemos al relato de un hecho corto y simple que nos servirá de base para una modesta conclusión. Quizás una moraleja.
Una señorita se desploma en plena calle a pocos metros de mi posición. Y se pega un buen golpe, un golpe de esos que le arrancan a uno estertóreas carcajadas que solo se detienen cuando comprende que pudo haber ocurrido un daño. Un daño serio.
Acudo presuroso a la zona del desastre y como puedo la ayudo a incorporarse. Hay en su rostro una mueca de profundo dolor, aprieta los párpados y las mandíbulas, arruga la nariz y se frota la cadera con la palma de la mano izquierda mientras suelta por lo bajo algunos insultos sin destinatario específico. Es Gabriela. La reconozco –nos reconocemos- ni bien abre los ojos para darme las gracias. Está idéntica. Me gusta pensar que yo también, pero sé que no es así; seguramente descifró la mirada o percibió alguno de esos gestos que el tiempo jamás alcanza a enterrar del todo.
Me dedica una tierna sonrisa mientras se acomoda la blusa y examina con horror el tremendo agujero que se le hizo en la media a la altura de la rodilla. Sin pensar le coloco una mano sobre el vientre y con la otra le subo el cierre de la pollera, que está ubicado justo entre medio de los glúteos y se ha bajado hasta la mitad del camino dejando a la vista del mundo más información de la recomendable. Procedo como lo haría cualquiera con una mujer que ya ha visto desnuda, con la misma soltura e impunidad. En otra situación solo habría apuntado un índice pudoroso hacia la zona para que ella misma corrigiera el desajuste.
Nos quedamos charlando un rato, ahí mismo, a medio metro de la baldosa floja que le provocó la caída. Hablamos de la vida, las cosas de rigor, nada especial. En su momento el estudiante de agronomía fue despachado con una celeridad similar a la empleada conmigo, hubo por allí algún que otro novio que tampoco le movió el piso, en mi caso alguna que otra novia, ahora los dos estamos en pareja, tenemos hijos (en mi caso hijas), vivimos relativamente cerca pero en mundos muy diferentes. Eso es, en más o en menos, todo lo que hay.
A lo largo de la conversación insinúa un par de veces algún atisbo de aquella voluntad exploratoria de antaño. Sugiere así, en forma solapada, que sería bonito, estimulante e inspirador tener la posibilidad de encontrarnos otro día en circunstancias menos incómodas para ella. Opto por asentir sin confirmar, y luego de algunos rodeos el fortuito encuentro se encamina al final.
Quedamos en vernos pronto, quizás para tomar un café o almorzar en algún boliche perdido del microcentro. Nos abrazamos con una efusión que, por lo menos en mi caso, no es impostada y nos despedimos jurando llevar a cabo aquel promisorio segundo encuentro que sin embargo jamás se producirá. Lo sé porque, primero, no soy fanático de los zapatos usados, y segundo, no intercambiamos ningún dato útil (por ejemplo los teléfonos) para localizarnos sin tener que depender de otra baldosa floja. En cualquier caso yo prefiero dejar esa clase de asuntos en manos del destino, el azar o la simple casualidad.
Y eso es todo lo que vine a contar esta noche.
¿Cómo dice?
Ah, sí, la moraleja. Qué sé yo… la vida está repleta de baldosas flojas, así que nunca es tarde para que se te mueva el piso.
Tengan ustedes muy buenas noches.
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6 comentarios:
La nostalgia de un antiguo amor, las mieles de un excelente sexo y los recuerdos nublados por las hormonas juveniles pueden generar un sismo bajo los cimientos de nuestra realidad. La pregunta es: vale la pena tropezar otra vez con esa baldosa?
Déjele saludos y reclamele al vecino que repare la vereda...
Abrazos!
Lamento traer a usted la desilusión, pero nada vuelve a ser igual que antes, nosotros no somos los mismo, ni yo soy la misma que le creia que dejaría de postear hace un tiempo atrás ( aproveché para el reproche)
Haga algo, por ahi tiene suerte...si vive en nuestra querida Capital Federal derive el tema a Macri y podrá comprobar con sus ojos que ni la vereda reparada ya es la misna.
Una sonrisa, always.
Soy VeR.
¡Bien ahí!
Esta vez, el cierre fue todo suyo.
Un abrazo.
Según el segundo principio de la termodinámica la cantidad de baldosas flojas irá en constante aumento. En algún momento Ud. se hartará de encontrarse con Gabriela cada dos por tres, y lo que suceda entonces seguramente merecerá contarse.
Abrazo, Yoni.
La vida está llena de baldosas flojas y algunas veces cuando tropezás con alguna y caés, puede ocurrir que aparezca alguien para recogerte. El cómo depende mucho de varios factores. Saludos a usté a don Viejex y a Gaby- que casi, casi me pareció conocida, pero sería mucha casualidad.
Etienne: Vale la pena, sí. Todos los goles valen uno, diría Don Carlos Salvador. Le dejo saludos al vecino.
Muchas gracias a usté.
Ver: Vea, no somos los mismos, pero nos parecemos bastante. Me explayaría, pero mejor no.
Muchas gracias a usté.
Condesa: Esta vez, sí. No siempre ocurre, así que tiene su mérito. Muchas gracias a usté.
Rob K: Yo no soy parámetro, me harto fácil. Lo que pasa es que prefiero disimular para tener algo que valga la pena ser contado.
Muchas gracias a usté.
Ato: Siempre hay alguien para recogerte, dice un amigo mío. Y yo, estimado, le creo ciegamente.
Muchas gracias a usté.
Un saludo.
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