Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.
jueves, 14 de agosto de 2014
LAS MIRADAS
Síntesis del post: Mi amigo. Un problemita. Un edificio de categoría. Credenciales. Miradas. Homicidas. Improvisación y planificación. Un ascensor. Una secretaria. Un cliente. Una solución. Una reflexión.
Mi amigo me llama por teléfono a media mañana. Desde su auto. Me pregunta por mi mujer y mis hijas, me habla un poco de fútbol, de la situación general del país y propone un asado con los muchachos que por ahora carece de fecha cierta. Acto seguido, luego de algunos rodeos más innecesarios que los ya mencionados, me pasa un contacto. Me dice que el tipo tiene un problemita, que es alguien de confianza, que tal vez yo le pueda dar una mano y que me lo va a agradecer. Por supuesto, se niega a aportar precisiones y yo no insisto. Finalmente, mostradas ya sus cartas con toda la sutileza de la que fue capaz, se despide solicitando que lo mantenga al tanto de la gestión.
Así las cosas. La lectura para semejante presentación es bastante sencilla, y de más está decir que no existe en la vaguedad del planteo una voluntad de ocultación. Más bien es la firme decisión de no interferir con las formas o maneras que el mandante elija para su propia exposición.
Decía entonces que la lectura es bastante sencilla: El punto este no tiene un problemita. Tiene un problema. Un problema de considerables proporciones que no ha podido resolver con sus herramientas por más que se ha cansado de intentarlo. Es de confianza pero no es amigo. La palabra amigo intercalada en esta clase de conversaciones involucra un solapado intento de rebaja en los honorarios o comisiones que uno pretenda percibir al final del camino. Al final o al principio, eso depende. En cuanto a la posibilidad de dar una mano, tal vez implica seguro, y el sincero agradecimiento sugiere futuros problemitas que caerán directamente en mis manos (la que doy ahora y la otra) de acuerdo a la solvencia y rapidez que sea yo capaz de demostrar en el caso que nos ocupa.
Es todo. Ahora a lo nuestro sin más, que el tiempo es oro y yo no como con lo que escribo sino con lo que hago.
Decido ir a verlo. Su oficina queda cerca de la mía y me parece un bonito gesto. Un gesto de buena voluntad como para romper el hielo, para comenzar a generar una confianza que hoy no existe.
Es un edificio de categoría, de esos en los que hay que exhibir el documento antes de ingresar y un empleado de seguridad con mirada desconfiada carga los datos en una computadora para facilitar la posterior identificación si uno acabara, pongamos por caso, improvisando un homicidio en medio de la visita. Y hablo de improvisar porque la gente que sale de la casa con los homicidios ya planificados suele haber estudiado en detalle la escena de su futuro crimen y muestra una marcada tendencia a la presentación de documentación apócrifa.
Supero la desconfianza del empleado de seguridad mirándolo fijo. Alguien que mira fijo a un empleado de seguridad de un edificio de categoría transmite plena confianza en sus credenciales. Es alguien con buena fe. O alguien que está a punto de cometer un homicidio improvisado, pero como la improvisación implica desconocimiento previo de la propia acción aún no lo sabe, y en consecuencia su buena fe es tan genuina como la buena fe de cualquier otro individuo, que no se torcerá en el transcurso de la visita. O un homicida liso y llano que vino con todo planeado desde la casa pero sabe, como sé yo, que cuando uno mira fijo a un empleado de seguridad de un edificio de categoría automáticamente transmite plena confianza en sus credenciales por más que sean apócrifas. Me refiero a las credenciales del homicida liso y llano, las mías sí que son genuinas.
Voy al piso doce. Un señor calvo, muy petiso él y con unos anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon sino como a un señor calvo y muy petiso, me pide que le marque el piso veinte. Estamos solo nosotros dos. Me mira con desinterés, supongo que es porque no hay otra cosa que mirar. Otra gente que mirar. El desinterés es siempre mejor que la desconfianza. La gente que mira con desinterés se encuentra sumida en sus propios asuntos. En realidad no repara en el objeto de su mirada, descansa la vista, y eso es muy conveniente para sujetos como yo, que no gustan de las miradas atentas y escrutadoras de los desconocidos, a menos que esos desconocidos sean mujeres y estén más buenas que tomar whisky directo de la botella. Y también es muy conveniente para los homicidas que traen todo planificado desde la casa, porque una mirada atenta y escrutadora es un futuro problema en una rueda de reconocimiento. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo, porque todavía no saben que lo son. A menos, claro está, que el ascensor esté bajando luego de haber perpetrado el homicidio. Ahí sí que saben.
Me despido del señor calvo, petiso y con unos anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon, desciendo y toco el timbre de la oficina 1205. Una voz femenina aguda y metálica gracias al aparato que la presenta me somete a un breve cuestionario y autoriza mi entrada sin más trámite. Es la secretaria del mandante de mi amigo, que al acercarme hasta su escritorio arranca la charla utilizando mi nombre de pila. Juan, me dice. Porque yo me llamo Juan, no sé si lo dije alguna vez en este espacio.
Es mala señal que haya una secretaria por más bonita que sea (y esta lo es), porque la gente solo tiene secretaria cuando sus problemas son tan grandes que no le dejan tiempo para otra cosa que para ocuparse de ellos. Y si además de ser bonita, esa secretaria conoce el nombre de pila del visitante y lo trata como si fuera un amigo de toda la vida, quiere decir que el problema que hay detrás de la puerta del despacho principal posee entidad suficiente como para que todo lo demás transcurra en un clima como el que describo.
Florencia me mira en silencio. Sé su nombre porque ya se presentó, me ofreció café y me obligó a ocupar un sillón muy cómodo en el que habré de pasar algunos minutos. Minutos que espero sean pocos, considerando el gesto de buena voluntad que implica mi presencia en esta oficina.
Decía entonces que Florencia me mira en silencio. El silencio es siempre mejor que el desinterés, y también que la desconfianza. La gente que mira en silencio deja una ventana abierta para la reflexión, y eso es muy conveniente para sujetos como yo, no muy amigos de las interferencias sonoras salvo que consistan ellas en proposiciones sexuales de una bonita secretaria, pongamos por caso, de Florencia, ya que la tenemos cerca y conocemos su nombre. Y también es muy conveniente para los homicidas que traen todo planificado desde la casa, ya que el silencio solo hace ruido en la mente del otro. Ello les otorga una enorme ventaja porque facilita la lectura de la tensión, el relajo, el pánico, la lujuria, la admiración, el amor, el odio y demás pulsiones comunes a todo ser humano. Les permite decidir el curso de las acciones en un clima de relativa calma y reduce considerablemente el margen de error. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo porque todavía no saben que lo son. Salvo, claro está, que sean medio paranoicos y el silencio obre como motor para esa paranoia oculta colocándolos de cara a la consumación de ese homicidio no premeditado aunque voluntario. Ahí sí que no da lo mismo.
Juan, me dice Florencia. Y me abre la puerta del despacho de su jefe con la misma mirada silenciosa que mantuvo todo este rato. Rato algo más largo de lo que yo hubiera deseado. No por su mirada, por supuesto, sino por aquello de la buena voluntad que implica mi presencia en esta oficina.
Mi cliente (asumo que ya puedo llamarlo así) es un hombre de unos sesenta años, cabello entrecano y barba entrecana. Hasta el vello de sus brazos que asoma debajo de la camisa a la altura de las muñecas es entrecano. Es, en síntesis, un individuo de capilaridad entrecana que me mira con bastante expectativa. La expectativa es siempre mejor que la desconfianza pero ciertamente peor que el desinterés o el silencio, porque significa que del otro lado hay alguien que espera algo de uno. Algo positivo. Un hecho, un acto, un dicho, un sentimiento, una solución. Lo que sea. La expectativa pone la pelota en el campo propio, exige una respuesta que será interpretada como satisfactoria o traerá aparejada una desilusión. Si la expectativa es grande, la satisfacción será plena o la desilusión devastadora.
Por eso la expectativa en esos términos no es algo muy conveniente para sujetos como yo, no muy amigos de los gestos que no sean estrictamente voluntarios e inesperados por el otro. Distinto es el caso de los homicidas que traen todo planificado desde la casa, ya que la expectativa, la esperanza puesta en lo positivo puede aportarles el factor sorpresa que necesitan para actuar sabiendo que si ocurriera un intento de defensa sería tardío e ineficaz. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo porque todavía no saben que lo son. Salvo, claro está, que la expectativa puesta en su persona sea la causa inmediata de un ataque de pánico que acabe disparando sus instintos mortales. Ahí sí que sería preferible el silencio, el desinterés o incluso la desconfianza.
Mi cliente va al grano y plantea el problema con crudeza. Es un problema incluso más grande del que yo esperaba encontrar. Uno que excede en mucho mis previsiones y posibilidades, así que luego de echar mano a la mirada que reservo para los casos en que deseo transmitir calma y seguridad, respondo con voz aplomada: ‘Es difícil pero posible, lo resuelvo antes de que tenga oportunidad de pestañear’.
En fin, entiendo que es lo que cualquier individuo de bien respondería ante una situación que lo desborda por completo. Bueno, pensándolo con más detenimiento, también podría ser la respuesta de un homicida que trae todo planificado desde la casa. O la de un homicida improvisado, por qué no. Eso, claro está, siempre y cuando se volviera loco en ese preciso instante y quisiera pronunciar una frase célebre antes de empuñar una tijera y desatar su furia asesina contra el individuo de capilaridad entrecana, Florencia (tan bonita ella) y el señor calvo, muy petiso y con anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon si el pobrecito tuviera la mala fortuna de cruzarlo en el ascensor.
Qué sé yo… en el fondo asumo que todos nos parecemos un poco en lo previo. Antes del acto quiero decir. En todo caso la culpa la tienen los empleados de seguridad, que dejan entrar a cualquiera que les presente un documento y los mire fijo, así, como transmitiendo plena confianza en sus credenciales.
Tengan ustedes muy buenas noches.
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jueves, 29 de mayo de 2014
PEQUEÑECES
Son
las 3 am. Prendo la tele.
Un
hombre ingresa a esta casa de empeño en Las Vegas. Trae un contrato. Un
contrato firmado por Elvis Presley en la década del sesenta. Es para tocar en
un estadio, en un bar o en un estudio de televisión, la verdad es que no lo sé.
Lo cierto es que este caballero lo considera un verdadero tesoro y, según
explica a las cámaras antes de iniciar las tratativas, espera venderlo en unos
quince mil dólares.
El
calvo dueño de la tienda lo recibe con su amplia sonrisa y escucha el planteo
al tiempo que demuestra un genuino interés. Si la pieza es auténtica puede
valer muchísimo dinero, explica una vez que el potencial vendedor acaba su
exposición. Existen muchos coleccionistas que estarían más que interesados en
adquirir semejante rareza. Sin embargo hay un pero. Siempre hay un pero. Antes
de fijar un precio habrá que llamar a un experto en estos temas para certifique
la autenticidad de la firma de Elvis. El mercado se encuentra saturado de
falsificaciones y no es cuestión de andar corriendo riesgos innecesarios.
Ambos
hombres llegan a un acuerdo y un par de horas más tarde se hace presente el
experto, que sin demasiados prolegómenos se coloca un monóculo en el ojo
derecho e inicia inspección del documento.
Según
parece la firma está muy bien hecha pero no es auténtica. Hay un problema con
el punto de la ‘i’, y también con la ‘P’. El punto está mal ubicado y la panza
de la otra letra es demasiado pequeña, está como desnutrida. Si la firma fuese
auténtica el documento podría valer entre quince y veinte mil dólares, pero al
ser una falsificación no posee valor alguno.
El
calvo extiende la mano y le da las gracias al frustrado vendedor por haber
pensado en su tienda. El hombre se retira cabizbajo mientras el experto le
palmea la espalda y se deshace en vanos pedidos de disculpas. Lo que valía
quince, ahora no vale nada. Y no queda más que resignarse.
Cambio
el canal.
Con
los ojos redondos y acuosos fijos en la cámara, un economista no muy renombrado
nos explica que en esta coyuntura inflacionaria es preferible planificar con
cuidado y pensar tan bien los gustos que uno desea darse como los que debe
suprimir. Habla de tasas, consumo, emisión. Cosas aburridísimas. Lo sustancial
es que uno debe recortar gastos, dejar de hacer cosas que hasta ayer por la
tarde podía hacer.
Cambio
el canal. Otra vez.
Un
reconocido delantero de la selección colombiana de fútbol confiesa que no está
del todo recuperado de su grave lesión en la rodilla, y a esta altura ya es muy
difícil que llegue en plenitud física al campeonato mundial. En pocas palabras,
se baja, tira la toalla, le deja su lugar a quien desee o merezca ocuparlo. Se
le cae alguna lágrima, quizá.
Otro
cambio.
En
un río perdido de China, un obstinado pescador lucha para sacar del agua a un
pez monstruoso. La pelea se extiende por varias horas, el hombre enrolla y deja
ir la línea para terminar de cansar al animal. Cree que es inmenso, justo el
tamaño y el peso que se ha propuesto hallar. Es su última oportunidad para
lograrlo.
Cuando
finalmente lo vence no resulta ser lo que él había imaginado. Estaba enganchado
de una aleta, y por eso la feroz resistencia. De haber mordido el anzuelo de
lleno lo habría derrotado en menos de media hora.
Ya
no hay suficiente luz para un nuevo intento y encima es su último día en el
país. Debe dar por terminada la expedición. Talvez el próximo año. La
frustración se derrama por todo su rostro.
Son
las 3.45 am. Apago.
En
fin… considerando lo visto esta noche, no puedo evitar pensar que la vida es
una sucesión de pequeñas claudicaciones. El hombre está preparado para afrontar
las grandes tragedias tantas veces como fuera necesario, pero a la postre es la
repetición constante y uniforme de esos hechos nimios a lo largo de los años lo
que acaba derrotando su espíritu. Lo que lo acerca a la muerte sin que se
percate, con los pies bien afirmados en los estribos e incluso con una mueca
muy similar a una sonrisa.
Uno
muere todos los días un poco, hasta que deja de hacerlo y se consume. Estoy
casi seguro de haber expresado esta misma idea en este espacio virtual, alguna
vez, allá lejos y hace tiempo. Pero bueno, es la reflexión que traje para esta
noche. No tengo otra.
Son
las 4 am y no me sale dormir. No tengo sueño. Tampoco cigarrillos, y mucho
menos, fuerzas para salir a comprar. Es evidente que me tengo que ir a acostar
por más que no me guste, y esa es —asumo— mi pequeña claudicación del día. O mi
pequeña muerte, cumplida en tiempo y forma antes de que cante el gallo. En
cualquier caso (muerte o claudicación), me gusta hacer esta clase de deberes
temprano y en ayunas. No sé, para descomprimir, pasar el resto del día
tranquilo. Digo, debe ser eso.
Tengan
ustedes muy buenas noches.
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viernes, 9 de mayo de 2014
DESTIEMPO
Síntesis del post: Viaje. Una pintura. En mi mente. Un avión. Un aeropuerto pequeño y remoto. Un pasillo larguísimo. Historias del destiempo. Despedida. Confesión.
Buenas noches. Hoy los voy a llevar de viaje, así que preparen sus petates y háganme la caridad de chequear que sus pasaportes estén en regla, que no quiero sorpresas a la hora de subir al avión. Porque vamos a viajar en avión, no sé si les dije. Sí, está bien, tendría que haber avisado con más tiempo, pero es que lo acabo de decidir, así, en este preciso instante. La pintura que traigo para hoy, con todas las historias que en ella transcurren, se encuentra retenida en mi mente desde hace más de dos años, y sin embargo, por más que lo intenté jamás supe qué hacer con ella. Cómo pintarla de un modo más o menos satisfactorio, tanto para mí como para el observador. Ahora sí lo sé, pero antes de comenzar es necesario que vea una vez más el paisaje. Voy a volar hasta allá para refrescar las imágenes, revivir los detalles si ello aún fuera posible. Y además tengo ganas de viajar, qué tanto. Faltan más de cinco horas para que entre a trabajar, así que la idea es perfectamente viable. Si hay algo que aprendí en estos días de profunda meditación es que dentro de mi mente soy dueño de los tiempos y las distancias, amo de mi mundo propio y de todos los mundos ajenos. Puedo hacer lo que yo quiera, cuando quiera y como quiera. Y quiero esto. Ahora. Sin tanto plan. Por favor no se queden ahí, mirando con esas caras de bobos, vayan a hacer lo que les pedí. Salimos en un ratito.
Ahora a lo nuestro sin más, que no falta tanto para que amanezca y tenemos mucho trajín por delante.
Son la 4.11 am (en serio, son las 4.11 am) y nuestro avión toca tierra en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, en la ciudad de Lima. Recuérdenme que nunca más los saque a pasear a ningún lado, hatajo de impresentables. No puede ser que ni siquiera toleren un vuelo de cinco horas sin enloquecer a las azafatas, llenar el piso de migas y andar cambiando de asiento a cada rato. Pero bueno, yo no aprendo más.
Tenemos entonces frente a nuestros ojos el tímido despertar de un aeropuerto pequeño y remoto. Un puñado de rostros incaicos y somnolientos deambula por un pasillo larguísimo repleto de monitores que anuncian todas las partidas y los arribos del mundo. O de la ciudad, no sé. Este pasillo, flanqueado por infinidad de locales comerciales autóctonos o de los otros y puertas numeradas enchufadas en mangas metálicas enchufadas en aviones en reposo enchufados en gruesas mangueras de combustible enchufadas en colosales tanques enchufados en robustos camiones libres de enchufes, constituye a la vez refugio y prisión para los pasajeros en tránsito. De allí no se sale si no es volando, y hacia allí nos dirigiremos nosotros una vez acabado el correspondiente trámite migratorio. Queremos presenciar ese despertar, ese desperezarse tan íntimo entre una veintena de individuos que reinan en forma transitoria donde pronto habrá una multitud. Sin embargo aún no hemos descendido del avión, y son las 4.23 am.
Me gusta la gente cuando recién se despierta, o cuando lleva miles de horas sin dormir. Esos instantes previos a la capitulación y el comportamiento errático que los adorna. Me gustan, en síntesis, los umbrales del sueño. Y esa es la pintura de hoy, pequeñas historias sobre el destiempo guardadas en mi memoria en este mismo pasillo, hace dos años. En los umbrales del sueño. Después, en todo caso, vamos viendo cómo seguimos. El destino final lo elegimos nosotros.
Un empleado de limpieza empacado en una suerte de overol azul trapea el piso con desgano frente a la puerta del baño de caballeros. A escasos dos metros una señora que debe rondar los sesenta años llora con la frente apoyada en un teléfono público mientras al otro lado del auricular alguien escucha sus lamentos. Me crucé el mundo entero para despedirlo pero no fue suficiente, Antonio acaba de decirme que murió hace tres horas, explica entre sollozos. Tiempo y distancia combinados para desbaratar un plan, un deseo, o solo para recordarnos que la muerte es un acto solitario que no admite postergaciones. En cualquier caso el destiempo siempre es cruel. Ahoga.
Un grupo de adolescentes, orgullosos integrantes de la selección juvenil de hockey de Chile, pisotea el trabajo húmedo y desganado del hombre del overol azul y distribuye sus huellas por todo el lugar. Ni siquiera se enteran, están demasiado alborotados para notarlo. Es que acaban de cambiar su vuelo y llegan a Santiago cuatro horas antes de lo previsto. Dejan todo tipo de mensajes, hablados, escritos o dibujados, con la esperanza de que algún alma desvelada los reciba en esta fría madrugada chilena. De otro modo operarán sobre ellos las consecuencias —siempre implacables— del destiempo. Deberán aguardar echados sobre sus valijas a que sus familiares y amigos organicen un rescate que a esta hora, dadas como están las cosas, comienza a intuirse tardío. Es cierto, será un destiempo incómodo aunque remediable, ni cercano a la tragedia que aún tiene lugar al pie del teléfono público. Sin embargo el mal humor y el fastidio no se moderan por el hecho de que existan en el mundo peores calamidades.
Tenemos, además, a esta señorita (muy bonita ella) parada a pocos metros de un negocio de chucherías autóctonas. Ella también espera, sufre el destiempo, aunque no seamos capaces de determinar el porqué. Aún. Tal vez espera a alguien, o algo, sea ese algo una cosa, un hecho o un acto fuera de su dominio. Tal vez alberga una esperanza o procesa una resignación. En cualquier caso a nosotros nos gusta mucho su remerita blanca, sus jeans medio gastados y sus zapatillas de lona. Nos gusta mucho —pero mucho— su valijita roja. Nos gusta mucho su sonrisa. Sonríe como si hubiera ganado la lotería ayer por la tarde. Nos gusta mucho, en síntesis, la señorita. Toda. Así, bonita, sencilla y millonaria. Solo por eso, atravesada como se encuentra por este escrito sobre el destiempo, vamos a desear que el suyo sea de los leves.
Un caballero alto, rubio, robusto y de frondoso bigote habla por su teléfono móvil. Perdí la conexión, explica en un inglés tan impecable como su traje. Conserva la esperanza de arreglar el pequeño inconveniente apenas encuentre un mostrador de la línea aérea involucrada en su destiempo. Sin embargo este pasillo de rostros incaicos y somnolientos, que apenas se despereza y se puebla a su ritmo no parece el sitio indicado. Quizás debería desandar sus pasos y buscar una oficina más cerca de la zona de trámites migratorios, en el piso de abajo. La zona donde en este momento, las 4.46 am, nos encontramos nosotros. En el fondo es, el suyo, un destiempo subsanable, que cuenta con personal especializado y dispuesto las veinticuatro horas del día. Un destiempo de mero trámite, podríamos decir.
Mientras tanto a nosotros nos indagan y nos escrutan unos señores con uniforme. Procedimiento de rutina. ¿Traemos plantas, animales, sustancias que puedan poner en riesgo a personas o cosas? No, no traemos. Yo no viajo con bichos de ninguna especie, y cuando acarreo sustancias (nunca o casi nunca) suelo llevarlas puestas. Sí tengo, como dijo alguna vez Miguelito (personaje de Mafalda), mi propio pastito interior. Pero no creo que sea ese el sentido de la pregunta, así que no lo digo.
Son las 4.57 am. Subimos por una amplia escalera que nos deposita en el centro mismo del cuadro que acabamos de pintar, creo yo, con sumo detalle. Está todo intacto, tal cuál lo recordábamos. Nuestras pequeñas historias recién contadas bailan y se entrelazan en este pasillo de rostros incaicos y somnolientos. El trapeador ha secado las huellas adolescentes y despreocupadas y ahora, apoyado el hombro sobre el lateral de una máquina expendedora de bebidas, observa a la señorita de la valija roja, bonita, sencilla y millonaria, con ojos soñadores. La señora del teléfono, la del destiempo más cruel, le explica al caballero de frondoso bigote cómo llegar al mostrador de la línea aérea. Y lo hace con un inglés más parecido al overol azul del trapeador que al impecable traje de él. De cualquier modo ese destiempo, con algo de buena voluntad y apuntalamiento gestual, puede superar incluso la más obstinada barrera idiomática. Es solo cuestión de intentarlo.
Y ahora, estimados, con nuestra pintura completa y tantas opciones para reanudar el vuelo, ha llegado la hora de despedirnos. Hemos solucionado todo el destiempo que estuvo a la mano y sufrido el que era irremediable. Nos hemos quedado sin asunto, ustedes y yo.
¿Cómo dice?
Ah, lo felicito caballero. Es usted muy observador. No esperaba verme en la obligación de hacer esta confesión, pero ya que pregunta no le voy a negar la respuesta. Es cierto, no hemos solucionado el destiempo de la señorita, tan bonita ella. Y ni siquiera sabemos si es irremediable. O mejor dicho, usted no lo sabe. Vea, la verdad es que ella no forma y jamás formó parte de ese recuerdo atrapado en mi mente desde hace dos años. No estaba incluida en la pintura original. La planté yo con toda premeditación y alevosía, con todo y valija roja, y lo hice solo un par de horas antes de proponerles este viaje a todos ustedes. Está puesta ahí para subsanar mi propio destiempo, tal vez el suyo, el nuestro. No el de nadie más. La pintura es la excusa perfecta, el hilo conductor, pero lo cierto es que me está esperando. Mire cómo sonríe. Mire cómo baila. Tan bonita, sencilla y millonaria.
¿Y ahora qué le pasa?
Sí que puedo, y lo voy a hacer. Me voy con ella. De hecho estoy acá solo por ella. Si a usted le parece que lo he traído engañado no entendió el sentido de todo esto, y me arrepiento de haberle pedido que viniera. Lo saqué de su casa, lo puse en un aeropuerto, en un pasillo larguísimo repleto de puertas que conducen a todos los aviones del mundo. O de la ciudad, no sé. Lo coloqué de cara a la posibilidad de dar remedio a su propio destiempo, cualquiera que sea, porque dentro de su mente usted es dueño de los tiempos y las distancias, amo de su mundo propio y de todos los ajenos. Puede hacer lo que quiera, cuando quiera y como quiera, no sé si le dije. Entonces no se preocupe tanto por mí, que soy grande y tengo carnet de conducir. En cambio medite el poder que tiene entre manos y úselo como le salga.
Ahora déjeme ir de una buena vez, antes de que se nos venga la mañana y haya que ir a trabajar. Antes de que esta pintura se desvanezca con todas sus puertas. Despídame del resto, vuelen, ahoguen el destiempo. Hagan lo que quieran. Mañana ya no van a poder.
Las 5 am. Me fundo con mi señorita, tan bonita, sencilla y millonaria. Sonrío y celebro. Mi valija negra tocando su valija roja. Ahora sí, somos los amos de nuestro mundo.
Miro las puertas que se nos ofrecen a lo largo del pasillo. Ideo un itinerario. Planeo un viaje, europeo o asiático, quizás. Aún nos quedan dos horas para que la pintura se desvanezca. Ya habrá un momento para descansar. Arrastro las dos valijas, la roja y la negra. Sonrío y celebro, otra vez. Anulo el destiempo, por fin.
Tengan ustedes muy buenas noches.
lunes, 14 de abril de 2014
SALSA KIPLING
Síntesis del post: Paseo. Un restaurante. Una recomendación. El doctor Guaglianone. La señorita Amundsen. Ranas Kipling. Perfección. Viaje.
Bien, hoy los voy a llevar de paseo a un lugar elegante, así que les pido encarecidamente que repasen sus modales e intenten traerlos con ustedes, porque las últimas veces que permití que me acompañaran dejaron bastante que desear. Todos. Sin excepción. Las chicas se me recogen el pelo y se me visten de modo tal que no nos chiflen todos los colectiveros de Buenos Aires mientras caminamos, porque vamos a ir caminando, no sé si les dije. Y los varones, por favor, de traje y corbata, que esto no es una reunión organizada por el FMI.
Ahora a lo nuestro sin más, que he perdido muchísimo tiempo arreglándome para la ocasión y tengo miedo de que lleguemos tardísimo.
Nuestro objetivo del día es un restaurante. Sí, vamos a cenar, no sé qué esperaban. Sin embargo puedo adelantarles que no hablamos aquí de un restaurante cualquiera. Es un sitio especial, exclusivo, al que se llega únicamente por recomendación de un cliente habitual, y cuyas normas y requisitos para el acceso y posterior permanencia se imponen con la más absoluta rigidez desde hace casi un siglo y medio. Si alguno de ustedes ha leído el cuento ‘La especialidad de la casa’ de Stanley Ellin podrá formarse una idea bastante acabada de las características del establecimiento, y si ninguno lo hizo, les recomiendo que lo hagan cuanto antes. Todos. Sin excepción. Es más, ya mismo dejen de perder el tiempo conmigo y búsquenlo en Internet. No solo es una verdadera obra maestra del género, sino que además es relativamente corto.
Ahora, como los conozco bien y sé que la mayoría ha dejado para más tarde (o para más nunca) la honesta recomendación que acabo de realizar, les voy a explicar un poco de qué va el asunto. Hagan silencio porque no pienso andar repitiendo instrucciones una vez que entremos.
Este sitio queda en el sótano de un vetusto edificio de estilo francés ubicado en uno de los barrios bajos de la capital. Se accede a través de una robusta escalera de piedra que nace al pie de una fuente construida en el centro del jardín trasero del edificio, y que se interna en las entrañas mismas de la tierra describiendo la forma de un caracol. La puerta es de roble macizo y se encuentra custodiada por un inmenso portero de origen africano (yo creo que es nigeriano), siempre de impecable chaquet, cuya única función consiste en verificar que los apellidos de los postulantes estén inscriptos en la selecta lista del día. Nosotros venimos recomendados por el doctor Guaglianone, que un poco corto de efectivo ha insistido en pagar algún servicio oportunamente prestado con esta curiosa invitación.
Una vez dentro nos encontramos con un ambiente sobrio donde cada objeto, sea parte del mobiliario, la platería o la decoración, destila una sencillez indestructible bajo la luz de una decena de faroles que cuelgan de las paredes o el techo (la iluminación es por completo artificial), y que lo tiñen todo de un amarillo desganado, muy al tono con el silencio imperante.
En lo referido al tema que nos ocupa, que es la cena en sí misma, me veo en la penosa obligación de advertirles que todas las mesas son para dos personas. Quiero decir, un individuo no puede dejarse caer a cualquier hora con ocho amigos y pretender que le junten algunas tablas en uno de los laterales del recinto (que dicho sea de paso, es endiabladamente pequeño). De hecho ni siquiera se puede elegir el comensal con el que se compartirá la velada. En cambio cada mesa posee dos tarjetas con los apellidos de las personas que la ocuparán, y eso no admite el más mínimo cambio o la más mínima protesta. Y sepan que no se trata de emparejamientos que necesariamente tengan como norte el fomento del arte de la seducción. Si usted es un caballero, bien podría tocarle en suerte la señorita de sus sueños, por qué no, pero también un mexicano gordo de tupido bigote al que solo le interese conversar sobre la migración anual de la ballena franca.
Y ya que de normas hablamos, aprovecho la oportunidad que se me brinda para comentarles que tampoco podrán elegir la comida. Se sirve el plato del día, una botella de vino tinto de elaboración propia (sin etiqueta alguna) y agua mineral sin gas. Eso es todo. Ni siquiera les será dado el privilegio de condimentar el manjar, ya que cualquier variación en las proporciones alquímicas de sus ingredientes no haría más que arruinar el futuro deleite.
Ahora bien, se dice, se comenta, se repite con insistencia entre los poquísimos afortunados que han logrado alguna vez trasponer la gruesa puerta de Kipling’s (así se llama el misterioso reducto) que la excelsitud de cada plato se revela patente al primer contacto con el paladar, y que luego de ello la velada adquiere ribetes oníricos que varían en forma significativa según el elemento humano que puebla cada mesa.
En fin… hechas estas pequeñas salvedades, creo que la invitación del doctor Guaglianone merece la pena. Y además no veo otro modo de que vaya a pagarme mis servicios profesionales, así que mejor pájaro en mano que tortuga en camiseta.
El portero africano (yo creo que es nigeriano, no sé si lo dije) repite mi apellido mientras ojea su lista de invitados, luego esboza una amplia sonrisa que descubre sus dientes blanquísimos, empuja la pesada puerta de roble con el hombro y susurra hacia el interior: El señor Bigud, de parte del doctor Guaglianone.
Un maître empaquetado de Armani acude presuroso y con un sutil ademán me anima a seguirlo a través de un angosto corredor que conduce al salón principal. Me señala un rincón alejado donde la luz de los faroles es aun más tenue que en otras partes, una mesa redonda al pie de un autorretrato de Van Gogh. Una mesa que, maldita sea mi suerte, ya se encuentra ocupada. Parece que seré yo quien tenga que presentarse y saludar.
En efecto la tarjeta blanca que reposa sobre el mantel tiene mi apellido. Bigud. La señorita sentada al otro lado (porque me ha tocado en suerte una señorita) me sonríe. La señorita Amundsen, según leo.
A ver cómo digo esto sin que suene que he venido hasta aquí, tan lejos de mi hogar, a experimentar placeres distintos de los gastronómicos, a otra cosa que no sea colectar un pago que gané en forma honesta: La señorita Amundsen está para comerla así, sin condimentos, como se estila en este simpático bodegón. Sí, es condenadamente bonita, y aunque a duras penas he alcanzado a balbucear mi apellido evitando lo más que pude el contacto visual, parece encantada de tenerme como compañero de velada. Su cabello negro recogido, su piel aceitunada, la sutil redondez de sus curvas y el brillo acuoso de sus ojos verdes me recuerdan vagamente a una novia que jamás tuve. Necesito reconducir mis emociones ahora que aún no probé bocado (a la comida me refiero), pero estimo que debo tener la turbación grabada a fuego en el semblante.
La señorita Amundsen toma las riendas de la conversación y sepulta los rastros de mi torpeza bajo densas capas de genuina indulgencia, al tiempo que un solícito mozo (creo yo de origen asturiano) dispone la vajilla para recibir el manjar que nos convoca.
Son ranas. Digo, el plato del día. Ranas. Ranas fritas con una salsa cuyos ingredientes no se encuentra autorizado a revelar el solícito mozo asturiano. Sabrá disculpar, caballero, señorita, el paladar no sabe de nombres. Son ranas con salsa Kipling, y eso es todo lo que necesitan saber.
Llevo el tenedor a la boca y devoro ese primer trozo descrito con tantas loas por el doctor Guaglianone. Percibo una perfección jamás intuida. Expulsan lágrimas de emoción los ojos de la señorita Amundsen, entregada a la misma tarea. La razón trastabilla y se repliega siguiendo un itinerario difuso. Las sensaciones, en cambio, no acatan ley alguna. Le digo que la amo. De un modo estúpido, que es el modo más puro en que puede expresarse el amor. Uno ama de un modo estúpido, caótico y desordenado. Una expresión prolija lo rebaja, lo humilla en forma irremediable. La señorita Amundsen me corresponde dentro de sus propios parámetros. Dentro de su propio viaje, piadoso con mi torpeza, rebosante de lágrimas, sublime en su sinceridad.
Limpiamos el plato (los platos) en pocos instantes. Dos o tres minutos a lo sumo, lo que puede durar un amor genuino. Nos miramos embelesados. Ya no existe la torpeza, tampoco la indulgencia. Hemos recorrido una vida, una existencia juntos. Hemos creado hijos torpes y aceitunados. Hemos viajado por el mundo. Hemos tenido nuestros momentos. Nuestros instantes.
Higos rellenos de almendras. Almendras Kipling. Ese es el postre ofrecido por el mozo solícito de origen asturiano. El siguiente bocado y su previsible consecuencia ya no es asunto que desee compartir con ustedes. Bastante que los traje, caramba.
Saludamos al portero africano (para mí que es nigeriano, no sé si lo dije) y nos retiramos satisfechos, con la certeza absoluta de que hemos cobrado nuestros servicios mucho más caros de lo que merecíamos.
¿Cómo que no?
Bueno, caballero, tampoco se ponga así. Yo no tengo la culpa de que a usted le haya tocado el mexicano de bigote tupido. Vaya y quéjese con Kipling.
Tengan ustedes muy buenas noches.
domingo, 6 de abril de 2014
BALDOSAS FLOJAS
Síntesis del post: Gabriela. Punto final. Voluntad exploratoria. Frase inacabada. Tropiezo. Conversación. Moraleja.
Y un día Gabriela dijo basta, listo, que ya estaba, que ya había tenido suficiente de mí, de nosotros. De los dos. Que ya no iba a seguir conmigo. Me quería, me quería mucho, me quería bien, como se quiere a alguien que es algo más que un simple pasatiempo, estaba segura. Pero no se le movía el piso, y eso le resultaba insuperable. Se divertía mucho conmigo, ojo (ojo no lo dijo ella en ese momento sino yo ahora), le parecía un tipo inteligente, sencillo y de buen corazón. Y el sexo era excelente, no se podía quejar. Sin embargo necesitaba aire, explorar un poco el mundo que la rodeaba sin ataduras de ninguna especie. En pocas palabras, ser una persona libre. Y además estaba este pibe, no me podía mentir. No me quería mentir. Un estudiante de agronomía que había conocido en el cumpleaños de su prima y que, asumo yo (en realidad también lo asumí en ese momento), deseaba convertir en la materia principal de aquella exploración sin ataduras.
Le dije que estaba todo bien, que no se hiciera problema, que yo no me quería transformar en un estorbo para su floreciente voluntad exploratoria. Supongo que aquel día no hablé específicamente de esa clase de voluntad; si me conozco un poco y la memoria no me falla, debo haber colocado un punto luego de la palabra estorbo. En rigor de verdad es el tiempo el que me puso más cínico, más irónico, el que me ha otorgado el don de completar las frases con el veneno adecuado para la ocasión. Pero en esa época no lo tenía y dejé la idea inacabada, o acabada de un modo imperfecto. Después de todo éramos solo dos chicos de veinte años que habían salido por cuatro o cinco meses. Nada más. Yo también la quería bien, me gustaba. Era muy linda de cara, flaca y con buenas curvas. Y también tenía sus detalles, por qué no decirlo. Por ejemplo, rara vez usaba el mismo perfume, llamaba por teléfono solo lo necesario, no disfrutaba el arte de pelear sin motivo, me cocinaba algo rico todos los viernes y en la cama estaba siempre dispuesta a hacer todo lo que se me ocurriera sin protestar. Estimo que a esa edad no se puede pedir mucho más.
Lo que en su momento quizás me molestó un poco de esa ruptura fue el hecho de no haberla visto venir, de no haberla intuido. Jamás pensé que Gabriela fuera capaz de llegar a esos niveles de improvisación, de seguir un impulso en lugar de permanecer a resguardo de cualquier turbulencia. Creo que en el fondo la subestimé, y por eso terminé afuera sin notificación previa. Bien por ella.
Y ahora a lo nuestro sin más. Dejamos de lado el pasado para situarnos en el presente y procedemos al relato de un hecho corto y simple que nos servirá de base para una modesta conclusión. Quizás una moraleja.
Una señorita se desploma en plena calle a pocos metros de mi posición. Y se pega un buen golpe, un golpe de esos que le arrancan a uno estertóreas carcajadas que solo se detienen cuando comprende que pudo haber ocurrido un daño. Un daño serio.
Acudo presuroso a la zona del desastre y como puedo la ayudo a incorporarse. Hay en su rostro una mueca de profundo dolor, aprieta los párpados y las mandíbulas, arruga la nariz y se frota la cadera con la palma de la mano izquierda mientras suelta por lo bajo algunos insultos sin destinatario específico. Es Gabriela. La reconozco –nos reconocemos- ni bien abre los ojos para darme las gracias. Está idéntica. Me gusta pensar que yo también, pero sé que no es así; seguramente descifró la mirada o percibió alguno de esos gestos que el tiempo jamás alcanza a enterrar del todo.
Me dedica una tierna sonrisa mientras se acomoda la blusa y examina con horror el tremendo agujero que se le hizo en la media a la altura de la rodilla. Sin pensar le coloco una mano sobre el vientre y con la otra le subo el cierre de la pollera, que está ubicado justo entre medio de los glúteos y se ha bajado hasta la mitad del camino dejando a la vista del mundo más información de la recomendable. Procedo como lo haría cualquiera con una mujer que ya ha visto desnuda, con la misma soltura e impunidad. En otra situación solo habría apuntado un índice pudoroso hacia la zona para que ella misma corrigiera el desajuste.
Nos quedamos charlando un rato, ahí mismo, a medio metro de la baldosa floja que le provocó la caída. Hablamos de la vida, las cosas de rigor, nada especial. En su momento el estudiante de agronomía fue despachado con una celeridad similar a la empleada conmigo, hubo por allí algún que otro novio que tampoco le movió el piso, en mi caso alguna que otra novia, ahora los dos estamos en pareja, tenemos hijos (en mi caso hijas), vivimos relativamente cerca pero en mundos muy diferentes. Eso es, en más o en menos, todo lo que hay.
A lo largo de la conversación insinúa un par de veces algún atisbo de aquella voluntad exploratoria de antaño. Sugiere así, en forma solapada, que sería bonito, estimulante e inspirador tener la posibilidad de encontrarnos otro día en circunstancias menos incómodas para ella. Opto por asentir sin confirmar, y luego de algunos rodeos el fortuito encuentro se encamina al final.
Quedamos en vernos pronto, quizás para tomar un café o almorzar en algún boliche perdido del microcentro. Nos abrazamos con una efusión que, por lo menos en mi caso, no es impostada y nos despedimos jurando llevar a cabo aquel promisorio segundo encuentro que sin embargo jamás se producirá. Lo sé porque, primero, no soy fanático de los zapatos usados, y segundo, no intercambiamos ningún dato útil (por ejemplo los teléfonos) para localizarnos sin tener que depender de otra baldosa floja. En cualquier caso yo prefiero dejar esa clase de asuntos en manos del destino, el azar o la simple casualidad.
Y eso es todo lo que vine a contar esta noche.
¿Cómo dice?
Ah, sí, la moraleja. Qué sé yo… la vida está repleta de baldosas flojas, así que nunca es tarde para que se te mueva el piso.
Tengan ustedes muy buenas noches.
miércoles, 26 de marzo de 2014
IN NOMINE PATRIS
Síntesis del post: Padre Juan. Una señora regordeta. Desilusiones. Equívocos y tragedias. Una muerta. Procedimiento. Un patrullero. Peligrosa tendencia.

Llega justo a tiempo, Padre Juan. Eso me dice una señora regordeta mientras aprieta mi antebrazo con la misma fuerza que emplearía un trabajador portuario en sus labores un lunes por la mañana, luego de haber dormido doce horas y desayunado un cóctel de cereal, leche y huevos batidos.
Aquellos de ustedes que me conocen saben de sobra que no soy el Padre Juan, aun cuando hayan atestiguado en más de una ocasión esa peligrosa tendencia a asumir con resignación casi heroica la identidad que por error me sea atribuida. En rigor de verdad, no creo que tenga gracia alguna desilusionar a un completo desconocido, tal vez por eso procedo de esa forma en semejantes situaciones. Y es que las desilusiones, para ser completas y devastadoras, requieren el elemento del conocimiento mutuo. Cuando un extraño se forma sobre uno una idea que no se ajusta a la realidad, no pasa de ser un simple equívoco. En cambio, cuando alguien que cree conocernos recibe la noticia de que no somos lo que creía que éramos, sobreviene la tragedia. Bien, lo que yo entiendo es que se puede persistir en el equívoco sin grandes perjuicios para los involucrados, y que, de más está decirlo, no ocurre lo mismo con la tragedia.
En fin… no sé de qué estaba hablando. Ah, sí, que no soy el Padre Juan. Sí soy padre, esa es una a mi favor. Y sí, también me llamo Juan, no sé si lo dije alguna vez en este espacio. Pero no soy las dos cosas juntas. Las dos cosas juntas insinúan una elevación moral que yo jamás he alcanzado en ningún plano de mi vida.
Ahora a lo nuestro sin más, que como bien dijo la señora antes de dejar mi brazo inutilizado para el resto del día, el tiempo apremia. Estamos muy apurados, aun desconociendo por completo las causas.
Tenemos a esta señorita, muy bonita ella. Y también muy muerta. Bastante muerta. Quiero decir, todo lo muerta que puede estar una persona que no está viva. Debe tener unos treinta años (edad nada recomendable para abandonar el sano hábito de respirar), y se encuentra tendida boca arriba sobre la vereda con el cabello rubio revuelto y sus ojos verdes bien abiertos mirando al cielo. Quiero decir, todo lo que pueden mirar los ojos (sea al cielo o a cualquier otro sitio) de una persona que no está viva. Y hasta aquí ha llegado nuestra humilde descripción de esta señorita, ya que para ingresar en el terreno de sus atributos físicos habría que trasponer los límites de la moral y las buenas costumbres, cosa que no pienso hacer, ni hoy ni nunca, con una persona que está muerta. Quiero decir, todo lo muerta que puede estar una persona que no está viva.
Ahora bien, tomada debida nota de la situación imperante, se me ocurre que decir (tal como ha dicho esta señora regordeta que posee la misma fuerza física que un trabajador portuario recién desayunado) que he llegado justo a tiempo es hacer gala de un optimismo francamente admirable. ¿Justo a tiempo para qué? No soy muy ducho en el arte de la resucitación, y para ser del todo franco, en todos estos años solo aprendí las dos o tres oraciones clásicas del catolicismo, religión que supuestamente practico. Eso sin mencionar que para esta señora regordeta seguramente también la domino, la transmito e incluso quizás la enseño.
‘Vamos Padre Juan, proceda rápido que en cualquier momento va a llegar la policía y se la van a llevar a la morgue.’
Eso me dice la señora regordeta mientras vigila con la mirada la esquina más alejada por si de pronto aparece, asumo yo, algún inoportuno patrullero.
A la pelota. En general cuando alguien me pide que proceda yo procedo, pero en este caso siento como que me faltan los lineamientos básicos. Hay una ausencia de parámetros bastante desoladora. Ocurre que no sé si debo arrodillarme a un lado de la occisa para rezar una sentida oración (espero que en ese caso sea alguna de las dos o tres que me aprendí), llevar a cabo un ritual de exorcismo, ensayar un baile pagano o tomar un bisturí y extraer algún órgano para venderlo en el mercado negro.
‘In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, Amén.’
Eso es lo que finalmente opto por decir, de rodillas a un lado de la occisa, con la palma de la mano izquierda apoyada en su frente helada y con la cara que reservo para cuando quiero que el asunto suene como que estoy administrando un sacramento. Sí, tengo una cara para esos casos, aunque admito que no me veo forzado a utilizarla muy a menudo.
‘¿Qué está haciendo Padre Juan?’
Eso pregunta la señora regordeta apiñando las yemas de los cinco dedos y agitando la mano de abajo hacia arriba con efusión.
Y es una buena pregunta. La verdad es que no tengo la más pálida idea. Supongo que hago lo que haría cualquier hombre de Dios en una situación como esta, pero me puedo equivocar.
De cualquier modo, justo cuando me apresto a ensayar una respuesta que seguramente no hará más que echar luz sobre mi condición de impostor, aparece en la esquina el temido patrullero. Temido por la señora regordeta, claro está, que aun cuando posee sobrados argumentos físicos para repeler cualquier intento de aprehensión decide abandonar la escena a paso veloz dejándome solo con un sinfín de interrogantes que ya no serán respondidos.
Un oficial entrado en años y en kilos desciende del vehículo no sin dificultad y echa una mirada despreocupada al cadáver que yace a sus pies.
‘¿Usted es el novio?’
Eso pregunta con sus ojos redondos y pequeños clavados en los pechos también redondos aunque no tan pequeños de la señorita.
No sé si les hablé alguna vez de esa peligrosa tendencia que me impulsa a asumir con resignación casi heroica la identidad que por error me sea atribuida. Si no lo hice, esta es una perfecta ocasión.
‘Sí.’
Eso respondo yo al tiempo que un profuso llanto comienza a brotar de mis ojos no tan redondos ni tan pequeños.
Y es que en el fondo entiendo que aun en el marco de una terrible tragedia, el asunto entre este simpático representante de la ley y yo no pasa de ser un simple equívoco, y siempre se puede persistir en el equívoco sin grandes perjuicios para los involucrados. No sé si lo dije alguna vez.
Además creo que el hecho de que la gente asuma que tengo algún tipo de relación con una señorita tan bonita me hace lucir bien. Por más que esté muerta. Quiero decir, todo lo muerta que puede estar una persona que no está viva.
Tengan ustedes muy buenas noches.
viernes, 31 de enero de 2014
FANÁTICO 43.276
Síntesis del post: Fanatismo. La divisa. Comunicación. El socio número 43.276. Sufrimiento. Comprensión.
Según entiendo, hoy en día se encuentra de moda el fanatismo. Hay que ser fanático de algo, de lo que sea, no importa demasiado el rubro que se elija. Puede ser un equipo de fútbol, un videojuego, una bebida alcohólica, una marca de ropa, un restaurante, una serie de televisión, un auto deportivo, una ciudad, un país o una corriente política. En el fondo da lo mismo, porque dadas como están las cosas, la atención de la gente no se centra en el objeto de ese fanatismo sino en el histriónico proceder del sujeto que lo practica. Eso es todo lo que importa.
Ahora a lo nuestro sin más, que hoy tenemos solo una simple reflexión adornada por una historia, y no a la inversa.
Lo que quise decir con esta breve introducción es que en los tiempos que nos toca vivir, donde los individuos se encuentran tan conectados y la comunicación del acto más trivial de la vida cotidiana resulta vital para mantener intacta la autoestima y por lo tanto debe ser subida en forma inmediata a cualquier plataforma virtual de uso masivo, la demostración de una condición determinada (en el caso que nos ocupa, la de fanático) es infinitamente más relevante que la condición en sí misma. En otras palabras, no solo basta con el fanatismo; además hay que actuar como un auténtico imbécil, si es posible frente a alguna cámara de televisión.
Y así es como tenemos a este flamante padre un 18 de diciembre con 43 grados a la sombra y 98% de humedad, con su hijo de cuatro días de vida en brazos saliendo de la sede central de, pongamos por caso, el Club Atlético San Lorenzo de Almagro, saltando frente a la cámara mientras agita un carnet y le explica a un deslucido cronista que por alguna misteriosa razón lo celebra y lo enaltece, que el niño ya es oficialmente el socio número 43.276 de la mencionada entidad deportiva.
En este punto deseo señalar un detalle que se me antoja bastante significativo: al socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro no se lo ve muy bien. De hecho, si hubiera que apelar a una franqueza sin mezquindades habría que decir que se lo ve mal. Hace escasos minutos, mientras su padre esperaba el turno para hacer su gracia frente a cámara, berreaba y pataleaba como una fiera embravecida. Sin embargo ahora ya no llora. En cambio ha optado por un tenso silencio que realza su dignidad. Presenta en el rostro (dicho sea de paso, bañado por cientos de minúsculas gotitas de sudor) una tonalidad morada del todo reñida con los parámetros de la normalidad. Los ojos se le entrecierran, y la fuerza empleada para mantenerlos abiertos arroja como resultado dos enormes globos blancos decorados con ínfimas medialunas de color marrón que aparecen y se ocultan debajo de los párpados superiores produciendo un efecto como de intermitencia francamente impactante. De la comisura derecha de sus labios se desliza un tenaz hilo de baba que a los pocos segundos cae arrastrado por su propio peso, regenerándose casi en el mismo acto. Y por último sus bracitos cuelgan inertes sobre el antebrazo de su enfervorizado padre, que lo aprieta contra su pecho mientras baila, salta y se toma los genitales (por supuesto con la otra mano, si no ya sería demasiado) entonando cantitos alusivos a la condición sexual de los simpatizantes del Club Atlético Huracán.
Definitivamente no lo veo bien al socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro. Sobre todas las cosas, no lo veo cómodo con su fanatismo, y lo que es mucho peor, no está a la altura de la demostración paterna. Por más que se lo arengue, el tipo no parece interesado en demostrarle al mundo que por la divisa es perfectamente capaz de matar a la madre, vender a la esposa en un mercado persa, faltar una semana al trabajo o viajar ochocientos kilómetros en un colectivo escolar modelo 77 sin aire acondicionado y con las ventanas clavadas.
No hay nada que hacer. El niño no comprende que para ser un verdadero fanático, el sacrificio personal y la correspondiente declamación pública son requisitos indispensables e ineludibles sin tomar en cuenta la edad que se tenga. El fanático de nuestros tiempos debe ser un poco histrión. Es obligatorio. No importa la suerte que corra en el campo de batalla la bandera deportiva o política que se defienda, sino la intensidad de esa defensa, la irracionalidad, la sobreactuación y el testimonio público. Sobre todo el testimonio público, sin el cual no existe ni puede existir satisfacción alguna.
Y esa comprensión que el socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro se resiste a manifestar como es debido es presupuesto necesario para otra más compleja que llegará con los años. Cuanto más evidentes sean los hechos y las responsabilidades, mayor será la oportunidad para demostrar el fanatismo, aun en desmedro de los intereses individuales. La declamación de incondicionalidad en las buenas, pero sobre todo en las malas. La culpa de la derrota es del árbitro que cobró el penal. La culpa de la crisis energética que me tuvo cuarenta días sin luz es solo de la compañía eléctrica, no del amado líder. Y así podríamos seguir todo el día.
La pasión del hincha, lo más sano que tiene el fútbol. Eso dice el deslucido cronista mirando a la cámara con una amplia sonrisa. Sin embargo a mí me preocupa más la pasión del socio número 43.276, la pasión en sentido jesucrístico, si es que tal palabra existe (ya me lo pregunté en algún artículo reciente, pero todavía no encontré una respuesta). Ese socio que todavía no es hincha a pesar de que se lo presente como tal, con su gorrito azul y rojo recién calzado que aun sin intención del progenitor ha venido a cumplir un propósito algo más elevado, aportando algo de sombra al morado intenso de sus mofletes. Ese fanático que todavía no es tal a pesar de que se lo exhiba como si la idea de sufrir por la divisa a las doce del mediodía, con 43 grados a la sombra y 98% de humedad en su cuarto día de vida hubiera sido idea suya.
Volvemos con ustedes en el estudio. Eso dice a sus compañeros el deslucido cronista mirando a la cámara con una mezcla de nerviosismo y desagrado. Es que el socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro acaba de vomitar profusamente sobre la manga derecha de su traje.
Entretanto el padre, ya de regreso a sus cabales, le dedica una mirada más relacionada con la compasión que con las disculpas, amparándose —asumo yo— en la noción de que tanto los bebés como los fanáticos son absolutamente inimputables.
Tengan ustedes muy buenas noches.
jueves, 14 de noviembre de 2013
EL EXTORSIONADOR
Síntesis del post: Una manzana. Teléfono móvil. Una filosofía de vida. La extorsión. El extorsionador. Dinero. Meditaciones ruteras. El agujero. La esposa del extorsionador. Desenlace.
Un kilo de peras, uno de mandarinas, dos kilos de naranjas para jugo, medio de kiwis y cuatro o cinco bananas. Eso estoy comprando en la frutería cuando suena mi teléfono móvil. La leyenda ‘número desconocido’ se adueña de la pantalla apenas lo extraigo del bolsillo del pantalón, y entonces decido no atender. En rigor de verdad yo rara vez atiendo el teléfono. Móvil o fijo. Es una costumbre que se parece muchísimo a una filosofía de vida.
— Tengo unas manzanas que están buenísimas —me dice el frutero guiñando el ojo derecho repetidas veces.
— No gracias, Gabriel, todavía tengo algunas —respondo sin prestar demasiada atención.
— Pero estas son irresistibles —insiste—. Llevate una, nene. Yo te prometo que le vas a echar mano antes de llegar a tu casa.
Tomo la pieza ofrecida sin más resistencia. Primero porque estoy apurado, segundo porque es gratuita y tercero porque me resulta simpático que este hombre tan afecto a las sonrisas y los guiños de ojos siempre me diga nene. Hecho ello pago la cuenta y me despido con profusos elogios hacia sus mercancías, por lejos las mejores de la cuadra.
Ni bien gano la calle suena de nuevo mi teléfono móvil, y la misma leyenda se instala desafiante en la pantalla. Sin embargo esta vez atiendo, un poco por esa malsana curiosidad inherente a la condición humana y otro poco porque la filosofía, sobre todo cuando se refiere a conductas de vida, no es más que una combinación de palabras bonitas que rara vez se respeta más allá de la enunciación pomposa en alguna mesa de café.
— ¿Vos sos Bigud? —indaga del otro lado una voz metálica.
— Yo soy Bigud —respondo de inmediato con una demoledora seguridad que, asumo, deriva del hecho de que realmente lo soy.
— Escuchame bien, Bigud —expone apenas obtiene la confirmación de mi identidad —, tenemos secuestrada a tu hermana, así que más vale que sigas nuestras instrucciones al pie de la letra si no querés que aparezca flotando en el riachuelo.
— Tranquilo, voy a hacer lo que vos quieras —digo para ganar algo de tiempo y recobrar la lucidez luego de semejante noticia.
— Perfecto, por ahora quiero que vayas al cajero más cercano y saques toda la guita que puedas con tus tarjetas de débito —ordena—. Con las tres eh, no te hagas el vivo.
Confesada su pretensión inicial la comunicación se corta en forma abrupta. Dispongo de poco tiempo, así que no sería inteligente involucrar a la policía o alarmar al resto de la familia. Por otra parte, soy de los que creen que las soluciones a los problemas se presentan con más rapidez cuando los individuos que intervienen en el proceso son menos.
En pocos minutos me hago de seis mil doscientos pesos y me siento en un banco de la plaza a fumar un cigarrillo y esperar las nuevas instrucciones. Mi teléfono móvil no tarda en sonar.
— Hola —digo yo fuerte y en voz alta, porque eso es lo que marcan las convenciones cuando uno no quiere o no puede respetar su costumbre de ignorar las llamadas entrantes.
— ¿Tenés el auto con vos, Bigud? —pregunta el extorsionador sin preocuparse por la ortodoxia en lo referido a la devolución del saludo.
— Sí.
— ¿Cuánto me conseguiste? —requiere como al pasar.
— Algo más de seis lucas —respondo ya con la firmeza inicial completamente ausente.
— Está bien, andá rápido al kilómetro noventa y dos de la ruta siete, estacioná en el banquina y esperá hasta que yo te llame.
De fondo se escuchan los gritos desesperados de una mujer que pide ayuda y un ruido como de vajilla que se estrella en el suelo. Debo admitir que esta situación ha logrado meterme el miedo en el cuerpo como no me ocurría hace muchísimo tiempo.
— Ya salgo para allá —le digo como para calmar las aguas.
La comunicación se interrumpe sin una respuesta, y entonces decido ponerme en camino. Quiero llegar a ese sitio antes del mediodía.
Intento refugiarme del sol impiadoso de la ruta bajo la sombra proyectada por los acoplados de los camiones, y mientras tanto medito. Medito sobre mis circunstancias, tan desfavorables e inciertas. Sobre la bondad y la maldad. Sobre la vida en general. Las cosas no siempre son como uno desea que sean, y a veces exigen de un modo caprichoso que uno las afronte en la más absoluta de las soledades.
Estaciono sobre la banquina en el kilómetro indicado a las once horas y cincuenta y nueve minutos. No importa si es para tomar un baño de espuma con tres modelos holandesas o para que me ahorquen en la plaza mayor, yo siempre llego temprano. Esto último también forma parte de mis meditaciones ruteras, tan vagas y triviales luego de un largo trecho al volante bajo un calor tunecino.
Justo cuando comienzo a impacientarme suena el teléfono móvil.
— Hola —digo ya sin recordar siquiera el hecho de que alguna vez tuve una filosofía de vida.
— Dentro de dos kilómetros vas a ver a un tipo que vende manzanas al borde de la ruta —me explica el violador serial de convenciones —, quiero que me compres una colorada, y que sea bien simétrica.
— Entendido.
— Después seguís cuatro kilómetros más y te metés por un camino de tierra que separa dos campos. Lo vas a reconocer porque es justo pasando un cartel con una propaganda del gobierno. Seguí ese camino hasta que llegues a una bifurcación, estacioná y esperá que te llame.
La comunicación vuelve a interrumpirse y de inmediato enciendo el auto. No voy a comprar ninguna manzana porque ya tengo una. Después de todo el frutero tenía razón en eso de que le iba a echar mano antes de llegar a mi casa.
Salgo a la ruta y reanudo mis meditaciones. Medito sobre el hecho de que me fascinan estas pequeñas casualidades de la vida, lo maravilloso de haber tenido la manzana de antemano sin proponérmelo. Medito sobre aquellas cosas que se atraviesan en la mente de las personas en los instantes de máxima tensión. Por ejemplo el hambre. Yo no me haría traer la comida por mi víctima, pero claro, ese soy yo. Y medito sobre otras cosas que se esfuman ni bien reconozco el camino de tierra que debo transitar.
La bifurcación aparece luego de manejar varios kilómetros con las ventanillas cerradas para evitar el polvo que levanta el coche a su paso. El aire acondicionado está a punto de formar escarcha en el techo. Estaciono y aguardo la inevitable llamada.
Suena el teléfono móvil.
— Hola.
— Bajá del auto, abrí la tranquera que está a tu derecha e internate en el monte a pie. En el centro hay un claro que tiene un solo árbol. Al lado del árbol hay un agujero de poco más de medio metro de diámetro. Tirate adentro.
La sorpresa me deja mudo por un par de segundos, y cuando pretendo ensayar una respuesta que es pregunta y protesta a la vez, la comunicación se interrumpe del modo habitual. Es decir, abruptamente.
El monte es extenso y tardo varios minutos en llegar al pie del referido árbol. En efecto, al lado hay un agujero cuya profundidad no puede mensurarse. Dudo un instante antes de cumplir la instrucción, pero a esta altura sé que el teléfono no volverá a sonar hasta que lo haga. Por lo tanto cierro los ojos y me lanzo sin incurrir en mis habituales meditaciones.
Durante varios segundos me deslizo como por un tobogán, hasta que finalmente las paredes del agujero desaparecen y caigo al agua desde una altura bastante considerable. Es agua dulce. Un pequeño lago cuyas orillas están a la vista, a unos cuarenta o cincuenta metros. Percibo la silueta de un hombre en la arena y comprendo que debo nadar hacia él. El reflejo del sol impide la obtención de mayores detalles.
La costa está más lejos de lo que supuse y me cuesta un buen esfuerzo alcanzarla. Como puedo me arrastro fuera del agua exhausto por el peso de mi ropa, y antes de alzar la cabeza una mano me toma del brazo y me ayuda a incorporarme. Ante mí se encuentra el hombre que me ha provocado tantos inconvenientes a lo largo del día. Tiene la piel curtida y una expresión sombría. Lleva el cabello largo, cejas hirsutas al igual que la barba y –creo yo lo más importante– está completamente desnudo, salvo por la hoja de parra que tapa sus partes más sensibles.
— Hola Bigud, yo soy el extorsionador —se presenta como si de un título honorífico se tratara.
— Hola —respondo yo sin salir de mi asombro.
— ¿Trajiste lo que te pedí? —indaga con suavidad.
— Se me mojó toda la plata —confieso con algo de pena.
— Está bien, la plata no me importa —revela mientras me hace con la mano un gesto para que lo siga —. Siempre y cuando tengas la manzana.
Caminamos en dirección a la hilera de árboles que se encuentra justo donde se diluye la arena de la pequeña playa, y apenas la transponemos se revela frente a nosotros un paisaje de ensueño. Y cuando digo ensueño, digo ensueño del bueno, del que no se ve todos los días. Ay señora… viera usted cuánta variedad de plantas y animales. El color azul de las aguas. La majestuosidad de las aves. El verdor de los pastos. La exuberancia de los árboles. La suavidad de la brisa. La tonalidad de los frutos. La gracia infinita de las cascadas. Las hortalizas y legumbres del huerto. No encuentro palabras adecuadas para describir lo que veo.
— Bienvenido al Edén, Bigud —me dice el extorsionador con la mirada posada en el horizonte —. El de arriba también da segundas oportunidades.
— ¿Este es el famoso huerto de Dios? —pregunto buscando la ratificación de lo que ya se me ha explicado.
— El mismo.
— ¿Vos sos Adán?
— Para servirle.
— ¿Aquello es un unicornio?
— Animal inútil si los hay. No se lo puede montar, no sirve para trabajar y encima es sucio como pocos.
Una vez llegados al huerto propiamente dicho, Adán busca reparo a la sombra de un frondoso olmo donde yace una mujer –muy bonita por cierto– que también está desnuda salvo por la hoja de parra oportunamente localizada.
— ¿Eva? —pregunto sin dejar de observarla.
— Isabel. Me casé de nuevo hace unos años.
Adán posa la planta del pie sobre la blanca cadera de su mujer y empuja con suavidad. O no con tanta suavidad.
— ¡Despertate morsa! —exclama algo impaciente.
— ¿Mmmmm… qué pasa? —ronronea ella manteniendo los ojos entornados.
— ¡Llegó el muchacho este!
Isabel se incorpora de un salto y me saluda con una elegante reverencia. Los cabellos rubios cubren delicadamente sus pechos. Todo el tiempo.
— Mostrame la manzana que trajiste —requiere Adán con la mano extendida en mi dirección.
— Primero decime para qué la querés —desafío al tiempo que retrocedo.
— Eso a vos no te importa —retruca —. O me la das o ejecutamos a tu hermana.
— Yo no tengo hermana.
— ¿Cómo? —balbucea él con toda la sorpresa del mundo esculpida en el rostro.
— Que no tengo hermana, idiota. Me presté a esta payasada porque la otra opción que tenía era ir a trabajar. Y a mí mucho no me gusta trabajar.
Ni bien comprende que se ha quedado sin armas se vuelve hacia su esposa, que lo observa con ojos culposos.
— ¿Te das cuenta de que sos una estúpida, no? —fustiga.
— Pero amor…
— ¡Pero amor un carajo! —interrumpe agitando el puño derecho — ¡La única puta cosa que tenías que hacer y la hacés mal! ¡El tipo no tiene hermana! ¡Vino porque se le cantaron las pelotas!
El frustrado extorsionador menea la cabeza, cierra los ojos y se toma el tabique nasal con el índice y el pulgar de la mano izquierda. El puño derecho continúa apretado.
— ¿Querés saber para qué la quiero? —me pregunta sin volverse.
— Sí.
— Ayer a la tarde me eché a dormir una siestita y la boluda que está ahí parada con cara de vaca que ve pasar el tren —esto lo dice cabeceando hacia la posición de Isabel, alzando las cejas y mordiéndose el labio inferior con las paletas —se comió otra manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal. Tenía hambre, mi alma…
— Pero eso Dios ya lo tiene que saber, no lo van a poder engañar —insinúo.
— Hace milenios que Dios no viene por acá —explica mientras se rasca la barba —, pero la última vez ya me dejó claro que lo único que le preocupa en la vida es ese puñetero arbolito.
— ¿Y entonces a quién le tienen miedo?
— Al Arcángel Gabriel —confiesa con la voz a punto de quebrarse —Dios lo eligió como guardián de las puertas del Edén, y ya me tiene dicho que si me agarra en algo raro me saca de acá a patadas en el culo y me hace aparecer en Siria. ¿Está bueno Siria?
— Sí, buenísimo —le miento yo como para no agregar otro problema a la lista. Cuando no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Y no se me nota en la cara.
— Menos mal —suspira —. Mostrame la manzana, dale.
El primer hombre la examina con ojo minucioso. A simple vista se percibe la satisfacción en su rostro.
— Fantástico —susurra mientras gira la fruta entre sus dedos —, absolutamente increíble. El color, la textura, el tamaño… parece elegida a propósito. ¿La compraste donde te pedí?
— Sí —respondo yo con cara de póker. Cuando no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Y no se me nota en la cara. No sé si lo dije alguna vez.
De pronto se encuentra de un excelente humor. Entonces le arroja la manzana a Isabel y le dedica una tierna sonrisa.
— ¿Podrás acomodarla en el árbol sin que se note mucho que no es la original? —indaga sin dejar de sonreír — ¿o después de la siesta me encontraré con que colgaste una pera?
— Estúpido —acusa la mujer sin sentirse ofendida por la fina ironía de su marido. De hecho ella también sonríe.
Adán deja el asunto en manos de su mujer, asumo yo que por ser una tarea de corte netamente decorativo. La observa un rato mientras se aleja y finalmente me tiende la mano.
— Perdón por las molestias ocasionadas, Bigud —me dice con expresión sincera —. Si yo te decía la verdad de entrada no ibas a venir.
— Sin rencores —contesto yo, que estoy bastante satisfecho con la experiencia vivida —. ¿Cómo me voy de acá?
— Tenés que caminar hacia el Oriente por ese sendero. Cerca del final vas a ver a los Querubines, y un par de kilómetros después te vas a topar con una reja de color negro que tiene una puerta dorada. Detrás de esa puerta está tu auto estacionado en el camino de tierra.
— ¿Eso es todo?
— No. Mucho cuidado con el Arcángel Gabriel. Casi siempre está cuidando la puerta. Si lo ves, escondete y esperá hasta que se duerma. Si te descubre, vos a mí no me conocés.
— ¿Y cómo lo reconozco?
— No es muy difícil. Tiene un tic en el ojo derecho, lo guiña todo el tiempo. Parece que te estuviera haciendo una propuesta sexual.
De pronto alcanzo a comprender en forma cabal todo lo ocurrido a lo largo del día, y no puedo más que sonreír.
— No te preocupes, tengo la sensación de que no me va a descubrir —lo tranquilizo.
— Eso espero. Y pensándolo bien, es lo mejor que le puede pasar. Si se entera y me manda a Siria se queda sin laburo —razona.
— Por supuesto. Si yo fuera él, te habría facilitado todo para que repongas la manzana —complemento yo mientras comienzo a caminar por el sendero que me sacará para siempre del huerto de Dios —. Hoy en día está bien difícil conseguir un laburo decente.
Ambos reímos a carcajadas. Él conmigo. Yo de él.
Tengan ustedes muy buenas noches.
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Actividades clandestinas,
Historias que no son cuentos
jueves, 3 de octubre de 2013
SWAMI
Síntesis del post: Redireccionamiento.
Estimados: Por falta de tiempo e ideas para publicar en dos sitios al mismo tiempo, hemos decidido trasladar el artículo del día de la fecha a Men in Blog (MIB). Aquí el link para aquellos que posean la fuerza y la decisión para hacer un clic.
SWAMI
Muchas gracias.
Tengan ustedes muy buenas noches.
viernes, 6 de septiembre de 2013
COLOQUIO SOBRE LOS FANTASMAS Y ALGO DE TETAS
Síntesis del post: Fantasmas de verdad. Teoría. Gente grisecita. La sombra. Comprobaciones. Vasos agitados. Las tetas. Reflexiones sobre el alma.
Porque según lo que yo pude saber, los fantasmas de verdad no son entes incorpóreos que aparecen y desaparecen en la cocina, el dormitorio o algún pasillo oscuro según su propio capricho, sino que se encuentran al alcance de nuestra percepción en forma permanente. Están por todas partes, pero ocurre que hay que saber mirar. Y eso no es para cualquiera. Primero hay que entender que no existe en ellos la voluntad de comunicar nada, no hay asuntos familiares pendientes o intrincados sueños de venganza. Ni siquiera está la intención pura y simple de asustar al primero que pase delante. La cuestión es muchísimo más compleja, no sé si me explico.
Todo esto lo dice mi amigo con profunda convicción y un aire profesoral bastante reñido con el vaso de whisky que sostiene en su mano derecha. Mientras tanto yo lo escucho, compongo mi célebre rostro de prestar atención y lo refuerzo acariciándome la barbilla como suelen hacer los psiquiatras cuando quieren ocultar su monumental desinterés. Sin embargo debo aclarar que la mía no es una postura falaz, la teoría me resulta atrapante a muchos niveles y me genera un sinfín de interrogantes que pienso plantear ni bien se me permita introducir un bocadillo. Muy cierto es que ello puede deberse al hecho de que yo también sostengo un vaso de whisky en mi mano derecha, pero no me parece justo ni oportuno comenzar con esa clase de acusaciones en esta etapa tan prematura del relato. Seamos indulgentes y veamos hacia dónde nos lleva esta simpática charla, que interrumpir no es de gente educada y para desacreditar siempre sobra el tiempo.
Ahora a lo nuestro sin más, que hoy hemos elegido la modalidad del diálogo y —creo yo— la lectura se hará un poco más amena para todos esos vagos que suelen espiar la extensión del texto antes de abordarlo de mala gana.
— ¿Pero entonces los fantasmas son de carne y hueso, se pueden tocar? —indago apenas se produce el primer silencio.
— No, no —se defiende él—. Los fantasmas sí tienen esa esencia holográfica que se puede apreciar en cualquier película de terror. Lo que pasa es que no andan apareciendo y desapareciendo todo el tiempo.
— ¿Y cómo se los distingue?
— Hay varias maneras, pero lo fundamental es que son como más grisecitos que la gente común.
— Nosotros también somos gente grisecita —replico luego de beber otro sorbo de whisky—. Somos dos ignotos con familias convencionales, trabajos poco estimulantes y problemas triviales tomando unos tragos en un bar de mala muerte.
— Sí, sí, pero yo me refiero al color —corrige—. Tienen un aspecto terroso como el de aquellas botellas —agrega señalando unos licores colocados en hilera sobre una repisa espejada.
— ¿Y además del color, qué?
— Bueno, te puedo decir que por lo general pululan en lugares muy concurridos —dictamina mientras alza su vaso vacío, agitándolo para que la chica que nos atiende haga contacto visual y proceda en consecuencia—, pero la gente no repara en su presencia. Pasan desapercibidos, como un mueble, una mosca o una botella.
— ¿Eso es todo?
— Creo que sí. Ah, no… y además no tienen sombra, lógicamente.
En este punto lo miro con extrañeza. Lo que me desconcierta un poco es el orden que ha elegido en su exposición. Quiero decir, a mí lo de la sombra no me parece un detalle menor, algo para agregar al paso luego de hacer un esfuerzo de memoria. Aspecto terroso tenemos todos, según quién nos mire y cómo lo haga. También pululamos en sitios muy concurridos sin que nadie repare en nuestra presencia. O al menos nadie que nos importe. Pero la sombra es la sombra, viejo. Viene de fábrica. Es presupuesto necesario de la calidad de persona, caramba.
— Por ejemplo, ahora mismo tenemos un fantasma entre los presentes —prosigue misterioso al tiempo que ojea solapadamente los pechos de la señorita que llena los dos vasos—. Con los parámetros que te acabo de dar ya estás en condiciones de adivinar quién es.
— ¿Acá en el bar? —pregunto algo inquieto.
— Sí. Vamos a ver si aprendiste a mirar —desafía con una media sonrisa.
— La chica que nos atiende no es —sentencio como apertura de mi investigación—. Esas tetas no tienen aspecto terroso ni pasan desapercibidas, y además proyectan una buena sombra.
— No, no es —confirma alzando su vaso en una suerte de brindis imaginario—. Las tetas, no esas tetas sino las tetas en general, no tienen aptitud fantasmal.
— ¿Entonces una señorita con buenas tetas no puede morirse y volver como fantasma? —pregunto yo con algo de pena.
— Si son genuinas, no. Pero si tiene prótesis las pueden remover y mandarla de vuelta como una tabla —explica haciendo gala de una sabiduría bastante discutible.
Apuro mi whisky y comienzo un minucioso examen de la concurrencia. Una parejita joven que discute tomada de la mano, una señora con aspecto de estar buscando a su hija rebelde, tres chicas no demasiado agraciadas, un grupo de amigos abordando en la barra a una señorita cuyos atributos carecen de la más absoluta aptitud fantasmal, un calvo que bebe un chupito tras otro. No mucho más. Gente no muy grisecita en el sentido estricto de mi búsqueda.
— No hay caso, no lo veo —confieso desalentado.
— Hay que observar con calma —contesta él mientras reclama otra ronda agitando el vaso.
De pronto reparo en un caballero parado en el extremo más alejado de la barra. Debe tener unos sesenta o sesenta y cinco años. Es un mozo que otea cada rincón del establecimiento aguardando paciente que alguien lo llame a su mesa. Pero algo no encaja en la situación. Es un mozo de restaurante, vestido con un pantalón negro muy gastado y una camisa celeste de mangas cortas. Y tiene una bandeja redonda y plateada aferrada debajo de la axila.
Ahora bien, esto es un bar. Un bar nocturno. Y por lo que he notado en el largo rato que llevo sentado, para atender en este sitio hay que ser mujer, joven, bien bonita y con muy buenas tetas. Cero actitud y aptitud fantasmal.
— El mozo —susurro como queriendo evitar que me escuche.
— Sin duda —asiente él con una satisfacción casi paternal.
— ¿Vos decís que si me paro y me acerco no va a tener sombra? —indago dejando entrever que el de la sombra es el único detalle al que asigno un carácter confirmatorio.
— No tiene —asevera—. Pero si te vas a arrimar que sea sin que lo note.
— ¿Por qué?
— Porque se va a escapar para la cocina y ya no lo vamos a ver más. Y yo quiero estudiarlo un rato.
Comprendo el argumento pero aun así necesito una comprobación, por lo tanto me pongo de pie y me acerco dando algunos rodeos para despistar. Sin embargo cuando estoy todavía a unos cinco o seis metros de distancia se da media vuelta y se escabulle por una puerta que, supongo, conduce a la cocina.
— Te dije que se iba a escapar —me amonesta apenas regreso a mi asiento con el semblante abatido.
— Ya va a salir, vas a ver —me defiendo con la mirada fija en la puerta.
— No. Lo perdimos.
No le presto atención. En cambio reflexiono unos segundos acerca de esa posición de frontera que asume el alma cuando pierde el albergue del cuerpo y no acaba de fundirse en el éter. Ese estado al que asignamos una individualidad y dotamos de un nombre. Un fantasma, decimos con total naturalidad. Y no importa si luego nos enrolamos en la teoría de la aparición o pensamos que está allí todo el tiempo, por fuera de nuestra percepción.
Sin embargo el tema finalmente se agota y la velada se desvía hacia asuntos más mundanos. Las horas transcurren y la noche comienza a esfumarse entre vasos agitados y amenos contrapuntos.
— Me parece que no te creo —confieso en un rapto de sinceridad.
— ¿Qué cosa, Juan?
Mi amigo me dice Juan porque yo, en efecto, me llamo Juan. No sé si lo dije alguna vez.
— Lo del fantasma.
— Ah… eso. Allá vos.
La señorita sin aptitud fantasmal responde una vez más al llamado del vaso. Sirve de muy buen modo, aunque sugiere amablemente un punto final. Una botella y tanto le parece suficiente para una sola noche.
— ¿Te puedo hacer una pregunta? —le dice mi amigo con una mirada desinhibida.
— Por supuesto —concede ella.
— ¿Acá trabaja algún mozo hombre?
— No, somos todas chicas.
En el rostro se le dibuja la satisfacción del triunfo, pero no parece querer regodearse.
— ¿Y las tetas te vinieron de fábrica o las pagaste? —se despacha casi de inmediato.
Ella lo observa mientras enrosca la tapa de la botella. No está ofendida, lo hace sin dejar de sonreír. Sin embargo se percibe que evalúa la estructura de su respuesta.
— Ni lo uno ni lo otro —responde por fin—. Pero la pregunta estuvo de más. Hiciste dos.
Mi amigo sonríe con la vista perdida en el posavasos.
— Es fija que vuelve como una tabla — murmura una vez que ella se retira.
Me lo dice a mí, y sin embargo yo no le presto atención. En cambio reflexiono unos segundos acerca de esa posición de frontera que asumen las tetas cuando no son del todo propias ni del todo ajenas.
— Al fin y al cabo que vuelva como le de la gana. Pero que vuelva —sentencio luego de interminables minutos de meditación.
Y que el fantasma se quede en la cocina. Esto lo agrego ahora, mucho más lúcido y menos propenso a las actitudes y aptitudes fantasmales.
Tengan ustedes muy buenas noches.
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