Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 24 de febrero de 2011

UN REFUGIO

Síntesis del post: Una playa. Un refugio. El viento. Dificultades. Un artículo de apertura. Un agradecimiento fallido.



Una playa semidesierta. Un día de sol pleno. Agua transparente. Calor moderado, bien lejos de aquellas sofocantes temperaturas de fines de diciembre y principios de enero. La pintura no podría ser más apropiada, si no fuera por un pequeño detalle: Es mi último día de vacaciones. Y tal vez, también, porque el viento arrecia. Pero fuera de eso, resulta difícil imaginar una situación más relajante.

Nuestro hombre irrumpe en escena valiéndose de un pequeño sendero que serpentea a través de los médanos. Es un muchacho joven, ronda los treinta y cinco años y no presenta ninguna característica física sobresaliente que merezca ser descripta. Sin embargo haremos hincapié en el hecho de que carga un bulto en la espalda, porque eso sí es de vital importancia para el desarrollo de estas líneas.

Se detiene a pocos metros de nuestra posición, y digo ‘nuestra’ porque en este momento disfruto de la amable compañía de la señora Bigud, que por esas casualidades de la vida también posee alguna relevancia en esta historia.

Vayamos a lo nuestro entonces, que hay mucho por decir aún.

Resulta ser que el bulto que carga nuestro héroe es una carpa de las que se utilizan para camping. Esas que una vez armadas adquieren una apariencia muy similar a la de un iglú. Son sencillas, prácticas y sólidas. Con dos varas flexibles, cuatro estacas y un pedazo de tela toma forma un refugio acogedor y espacioso, a prueba de las inclemencias del tiempo.

Sin embargo, vale aclarar que las inclemencias del tiempo suelen ser previas al armado de la carpa, y allí radica el problema que se avecina irremediablemente. No sé si les dije, y si no les dije se los digo ahora, que el viento arrecia.

Ni bien nuestro héroe comienza con el procedimiento según las instrucciones que de seguro ha leído en el living de su casa, percibo que vamos a ser testigos de un drama. Y digo ‘vamos’ porque, no sé si les dije, disfruto de la amable compañía de la señora Bigud, que a medida que los minutos vayan pasando también tendrá un pequeño papel en esta obra.

Hablemos con franqueza. La carpa se resiste a ser ensamblada, y encuentra en el viento un aliado heroico y fundamental. La tela se sacude con virulencia y produce ese sonido característico de las banderas que flamean en medio de una tempestad en altamar, las varas flexibles se traban en las guías y las estacas se ocultan maliciosamente debajo de la arena voladora cada vez que el incauto les da la espalda por más de diez segundos. Se viven momentos de tensión.

‘Che… ¿por qué no le preguntás si necesita ayuda?’

Eso me dice la señora Bigud, conmovida por el infortunio del ingeniero. Y yo, de más está decirlo, me niego rotundamente.

Ocurre que determinadas situaciones que no significan nada para el común de la gente, no pueden escapar a la pericia del ojo entrenado. Y yo hace rato que me he dado cuenta de que este muchacho está pidiendo a gritos el honor de transformarse en el artículo apertura de la temporada 2011 de MTLD. Diría que lo supe en el preciso instante en que apareció entre los médanos.

Si la señora Bigud fuera un ser menos sensible y más analítico se habría dado cuenta de que nuestro héroe, además del bulto en la espalda, lleva consigo una pequeña silla. Una especie de moisés playero. En algún sitio, detrás de los médanos, probablemente dentro de un auto familiar, hay una dama amamantando a un bebé. Y esa dama aguarda a que su hombre, su macho protector, su adonis sesudo provea el necesario refugio para la cría. No tiene salida. Está atrapado. No hay forma de que pueda evadir la tarea que le fue encomendada. Y Dios sabe que no seré yo quien nos prive del glorioso momento en que esa dama se pare en la cima de un médano, coloque la palma de la mano sobre la frente para evitar el reflejo del sol y observe ese montón de escombros flameantes que debería cumplir la función de proteger a su hijo del viento que, no sé si les dije, arrecia. Arrecia mucho más que hace un rato.

Mientras el hombre lucha contra la naturaleza, la señora Bigud se indigna. Me acusa de ser el cobarde de la playa, y cuando finalmente asume el hecho de que no voy a mover un dedo, se para y se arrima para ofrecer su ayuda.

Si la señora Bigud fuera un ser menos sensible y más analítico se habría dado cuenta de que nuestro héroe no puede aceptar la ayuda que se le ofrece. Y mucho menos viniendo de parte de una dama. Él es el hombre, el macho protector, el adonis sesudo. No puede permitirse el lujo de que la madre de su hijo aparezca y lo vea terminando el trabajo con la ayuda de una señorita. Eso es lo último que necesita en este momento crítico.

Entonces regresa a su silla un poco enojada. Tal vez incrédula. Pero se ríe. Quiere asumir una postura más moral, pero se le escapa la risa.

Finalmente el hombre acaba la tarea. Al menos esa es una forma –piadosa por cierto- de ver las cosas. Uno de los cuatro lados del iglú ha quedado de cara al viento y el refugio, si bien permanece erguido gracias a las estacas y a unas bolsitas de tela rellenadas con arena que tiene en cada vértice inferior, se contorsiona como una gimnasta rusa triple medallista olímpica.

Y entonces ocurre lo que tiene que ocurrir. Aparece la mujer, se para encima de un médano, se coloca la mano en la frente para evitar el reflejo del sol y queda petrificada por unos treinta o cuarenta y cinco segundos. Luego se acerca con su bebé en brazos y –aquí un detalle que yo no había previsto- su otro hijo de unos cuatro años revoloteándole alrededor.

Nuestro héroe comprende que el tiempo para los arreglos finales ha concluido, y en algún rincón de su corazón sabe que tuvo más del necesario. Ahora se dispone a presentar su obra aun cuando el viento, con un sentido irónico bastante inoportuno, arrecia. Arrecia como nunca antes.

Se produce un breve intercambio de opiniones. El malogrado ingeniero señala el refugio con un brazo mientras revuelve el otro en círculos para graficar –creo yo- al viento, como queriendo transferir la responsabilidad.

No hay caso. No hay forma de que esa mujer acepte introducir a la prole dentro de esa estructura que exuda inestabilidad por los cuatro costados. No sé cómo no lo ve. El viento sopla y la cara que lo sufre se aplasta contra el piso al tiempo que la otra se infla como una vela de windsurf. Todo al ritmo de ese ruidito tan simpático. Sí, ese que hacen las banderas que flamean en medio de una tempestad en altamar.

Es tiempo de asumir que el resultado de la empresa es una auténtica catástrofe. Sin embargo la dama parece aceptarlo de buen grado (asumo que su hogar deber estar inundado de estos pequeños logros manuales repletos de impericia y buena voluntad). Besa a su macho protector en la mejilla y se retira a la orilla a jugar con su hijo mayor, permitiendo que él se introduzca en el refugio con el bebé.

Y así permanecen un rato. Ella correteando por la orilla, y él con la tela del lado castigado adherida a la espalda como una calza en el traste de una modelo de veinte años, empecinado en probarle a alguien, a su señora o a la mía, la estabilidad de la construcción.

Y eso es todo. No hay mucho más para contar. El viento arrecia. Arrecia más que nunca. Y todos decidimos la retirada al mismo tiempo, aunque nuestro héroe permanece algunos minutos más para desensamblar el refugio, que dicho sea de paso, parece no requerir demasiada ayuda.

Mientras la señora Bigud y yo guardamos las sillas y los bolsos en el baúl del auto al otro lado del sendero que atraviesa los médanos, nuestro héroe hace una última aparición desde la playa. Es la imagen misma de la derrota. Ni siquiera se ha tomado el trabajo de devolver las piezas del refugio a su envase. En lugar de ello arrastra detrás las varas flexibles y la tela aún con las estacas anudadas a los extremos, con las bolsitas perdiendo la arena a cada paso.

Solo aparta la mirada del suelo para esbozar un tibio saludo, un agradecimiento quizás, a la señora Bigud. Alza las cejas y continúa su camino. Su auto se encuentra a unos veinte metros del nuestro, y su mujer ya aguarda dentro.

Lo observo alejarse con las estacas arrastrando, haciendo un ruidito como de campanitas. Allí se va el artículo apertura de la temporada 2011, redondito, en silencio, sin admitir siquiera el mínimo adorno de la verdad, porque lo ha dado todo de sí.

En rigor de verdad soy yo el que debería estar agradecido, aunque no me vienen las palabras. O sí, pero solo si las escribo. En fin… cada uno con sus propias inhabilidades.



Tengan ustedes muy buenas noches.