Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 27 de enero de 2011

UNA PERSONA CHIQUITA CON CARA MEDIO EXTRAÑA

Síntesis del post: Nuevo galardón. Agradecimiento. Un duende. Un mensaje. Discusión. Conclusión. Despedida hasta marzo.

Cuestión previa: Mr. Verbal Kint, que es un hombre ducho en cuestiones de pluma y tinta, ha tomado la inexplicable decisión de otorgarme un nuevo galardón. Sin embargo, yo no pienso cuestionar sus motivaciones. Simplemente agradezco la atención, insto a la concurrencia a que lo visite en su casa y me dispongo a exhibir el trofeo debajo de estas breves líneas.

Como es costumbre, me arrodillo con los puños apretados en el círculo central y repaso mentalmente la lista de mis enemigos para elegir alguien a quien enrostrárselo. Luego me apersono en su casa virtual, me apropio de la estatuilla y salgo corriendo a mi cueva antes de que se arrepienta, en la inteligencia de que un galardón exhibido implica, no solo una transacción terminada, sino también el derecho soberano a rechazar su devolución.





¡MUCHAS GRACIAS MR. VERBAL KINT!

Ahora a lo nuestro.

Anoche, justo cuando me iba a dormir se me apareció un duende. En rigor de verdad no sé si era un duende. Tenía la clásica cara de viejito maligno, ojos claros y tristes, dientes afilados, nariz aguileña, uñas largas y todos los demás estereotipos de cualquier duende que se precie. Pero le faltaban las orejas puntiagudas, y todos sabemos muy bien que sin orejas puntiagudas no hay duende. Así que supongo que más bien calificaba como ‘persona chiquita con cara medio extraña’.

Ahora bien, esta persona chiquita con cara medio extraña tenía la cara medio extraña pintada de azul y blanco. O mejor dicho, de azul con una raya blanca horizontal y otra vertical. Y tenía el pelo largo y revuelto. Y vestía con una pollerita escocesa muy varonil y una suerte de casaca gastada. Y portaba una espadita que mantenía bien en alto con su mano derecha. Y gruñía. Y montaba un caballito negro que no era un pony. Era un caballito chiquito, con forma de caballo grande, pero chiquito. Robusto, musculoso y de largas crines. Pero chiquito.

Y esta persona chiquita con cara medio extraña se paseaba de lado a lado de la habitación, montada sobre su caballito negro que no era un pony, con forma de caballo grande pero chiquito, con su pollerita y su casaca gastada, con su espadita en alto y con sus gruñidos.


CATACLAP CATAPLAC CATAPLAC CATAPLAC…

‘¡I am William Wallace!’, exclamó de repente.

Quedé estupefacto. Quería decir algo, pero las palabras se me atragantaban; así que tomé aire y me dispuse a ordenar mentalmente el aluvión de preguntas que se agolpaban en mi pecho. Sin embargo, cuando por fin estuve listo, esta persona chiquita con cara medio extraña me interrumpió.

‘¡They may take our lives, but they’ll never take our… FREEEEEEEEEED…

¡PUM!

Ahí nomás le revoleé un zapatazo que lo bajó del caballito negro que no era un pony, con forma de caballo grande pero chiquito. Es que pensé que con esos alaridos iba a despertar a la señora Bigud y a pequeña Yoni.

—¡La puta que te parió! —soltó en buen cristiano.

Me sentí un poco culpable, pero se me pasó rapidísimo.

—Esto es una casa de familia, no se puede andar pegando esos alaridos —le dije.

—Pero traigo un mensaje del mundo onírico —replicó.

—Ya me lo imaginaba —contesté mientras me sentaba en la cama.

Lo cierto es que yo no soy bueno para interpretar los mensajes del mundo onírico, y así se lo hice saber. La mitad de las veces no entiendo nada de lo que me quieren transmitir, y la otra mitad pienso que entiendo y obro con catastróficos resultados.

De más está decir que se puso de un pésimo humor, y para colmo uno de sus ojitos claros y tristes comenzó a inflamarse a causa del zapatazo. Me rogó, me suplicó, imploró que analizara el contenido del mensaje, pero no hubo caso. Ni mi vida corre peligro, ni siento la falta de libertad. Nada. Entonces le expliqué que en estos tiempos me acosan las visitas oníricas y que a todas las corro a patadas, pero no se asustó.

Discutimos por más de una hora, hasta que por fin se dio por vencido. Se retiró caminando por el pasillo con la cabeza gacha, con su carita medio extraña pintada de azul y blanco, con su ojito claro y triste en compota, arrastrando de la rienda a su caballito negro que no era un pony, con forma de caballo grande pero chiquito, con su pollerita y su casaca gastada, con su espadita apuntando al piso y haciendo un ruidito molesto con el filo en las baldosas, con sus pelos largos y con sus gruñidos.

Y eso es todo.

Últimamente vengo teniendo sueños de lo más extraños. Me despierto a medianoche y me pasan estas cosas. Debe ser porque estoy a dieta, aunque en ese caso debería soñar con comida. Qué sé yo… chanchos que hablan, vacas que vuelan, patos paracaidistas… no sé. Y sin embargo no hay rastros de nada comestible. Solo personajes irritantes y gritones.

En fin… es altamente probable que esté necesitando vacaciones.

Me voy. Nos leemos un día de estos.




Tengan ustedes un esplendoroso mes de febrero.

viernes, 21 de enero de 2011

MURAKAMI Y MONTEVIDEO

Síntesis del post: Viaje relámpago. Almuerzo en hotel. Tarde de lectura. Aeropuerto. Empleado amable y voluntarioso. Sospecha de locura. Reflexiones finales.



El día miércoles estuve en la ciudad de Montevideo. Volé a la mañana, bien tempranito, y volví a la noche, no tan tarde. Un viaje muy provechoso, sin duda. Por fortuna liquidé todos los asuntos antes del mediodía, a pesar de que había calculado que iban a abrumarme hasta el último minuto de mi estadía; por lo tanto me sobró mucho tiempo que, sin embargo, acabé desperdiciando con intachable eficacia.

En rigor de verdad, me acobardé con la lluvia y el viento. De otro modo habría salido a visitar algunos lugares que nunca dejo de lado cuando pongo un pie en esa ciudad. En lugar de ello almorcé en un restaurante situado en el último piso de un tradicional hotel que está frente a la plaza Independencia, y luego bajé al lobby, donde me senté a leer un libro. Un libro de Murakami. Debo admitir que cuando uno lee a ese japonés, todo parece más quieto. Y a mí me gusta que todo parezca más quieto. Aunque en realidad no lo esté.

Sobre las cuatro de la tarde tuve un rapto de lucidez y tomé un taxi en dirección al aeropuerto con la peregrina idea de abordar algún vuelo que saliera antes que el mío. Y allí es donde comienzan una serie de hechos extraños que a continuación procedo a relatar sucintamente:

Me dirigí a una suerte de ‘box’ ubicado en el extremo del aeropuerto y le transmití mi inquietud al empleado de Aerolíneas Argentinas. Era un muchacho bajito y regordete, y más allá de que no pudo hacer nada por mí, debo destacar que era muy amable y voluntarioso.


‘Ese es el único vuelo; por ahora estamos cerrados, pero en una hora y cuarto abrimos los mostradores y usted podrá realizar el check-in’, me dijo con una expresión de pena que se me antojó bastante genuina.

Entonces me acomodé en un asiento y me sumergí en mi libro de Murakami. Cuando uno lee a ese japonés, no sé si les dije, todo parece más quieto. Y a mí me gusta que todo parezca más quieto. Aunque en realidad no lo esté.

Una hora y cuarto más tarde, el mismo empleado bajito, regordete, amable y voluntarioso acercó una especie de tarima con rueditas hasta la cabecera del gusano ese del que tanto gustan los bancos y los aeropuertos, dentro del cual uno es obligado a pasear tres o cuatro veces en la misma dirección y en la opuesta, hasta que por fin alcanza el otro extremo, donde se ubican los mostradores o las cajas.

‘Pase a los mostradores con el boarding y la cédula en mano que ya hacemos el check-in’, me dijo con una sonrisa que se me antojó bastante genuina.

Acto seguido inicié el paseo por el gusano, y como era el primero de la fila me tomó cuatro segundos dos quintos llegar al otro extremo. Sin embargo fue en ese breve lapso cuando me percaté de que algo no me cerraba. La situación aparentaba una normalidad que en el fondo no tenía, aunque yo no lograra identificar el problema.

Los mostradores permanecieron desiertos hasta que el empleado bajito, regordete, amable y voluntarioso terminó de recibir a los primeros aventureros en la otra cabecera. Solo entonces se bajó de la tarima y emprendió un gracioso trotecito para iniciar con prontitud la siguiente etapa. Se acomodó en su asiento y alzó la mano con los ojos fijos en mi persona.


‘Muy bien, como usted ya realizó el chequingüéb tiene que dirigirse al segundo piso, donde lo vamos a llamar a embarcar por la puerta cinco’, me informó con una seguridad que se me antojó bastante genuina.

Y en ese instante se hizo la luz. Comprendí cabalmente el mensaje de mi cerebro y comencé a procesar los datos. Resulta que desde nuestro primer contacto en el ‘box’, este empleado bajito, regordete, amable y voluntarioso me venía hablando en plural, como si tuviera cientos de compañeros con los cuales dividir las tareas. Pero estaba solo. Más solo que un perro. En su entorno todo era quietud. Una quietud similar a la que se experimenta cuando uno lee un libro de Murakami, no sé si les dije.

Luego de hacer migraciones me senté a leer mi libro de Murakami muy cerca de la puerta de embarque. Sin embargo me aburrí rápido, y entonces decidí acercarme a los monitores para consultar el horario de salida.

El horror. El vuelo que debía partir a las 19.45 estaba anunciado para las 22.10, y encima por otra puerta. Hecho una tromba me apersoné en el mostrador de la puerta de embarque original y, para mi sorpresa, me encontré parado frente al empleado bajito, regordete, amable y voluntarioso que despejó mis dudas con rapidez y solvencia.


‘Los monitores están mal, el avión llegó en hora, y en diez minutos estamos llamando a embarcar’, me dijo con una naturalidad que se me antojó bastante genuina.

Con el mayor disimulo del que fui capaz, di un giro de 360 grados y retomé la posición inicial. Alrededor del muchacho, soledad y silencio. Fue entonces cuando comencé a temer por su salud mental.

Regresé a mi asiento, pero ya no volví a tomar el libro. En cambio me dediqué a observar al muchacho. Buscaba, creo yo, alguna pista determinante. Unas palabras perdidas con la cabeza vuelta hacia la izquierda y la mirada fija en el vacío. Una risita cómplice hacia ese amigo invisible más que probable. No sé. Algo.

Pero no hizo nada. Diez minutos más tarde, puntual como un Lord inglés, tomó el micrófono y llamó a embarcar.

‘Muy buenas noches, le deseamos un feliz regreso’, me dijo con una sinceridad que se me antojó bastante genuina.

‘Muchas gracias a los dos’, contesté yo en un último manotazo de ahogado para confirmar mi sospecha.

Entonces fue su turno de dar un giro de 360 grados y retomar la posición inicial. Pero no me detuvo ni me contestó más que con una sonrisa. Asumo que habrá juzgado inofensiva mi locura. Una suerte de pacto de reciprocidad, ya que en ese preciso instante yo también claudiqué, e hice lo mismo con la suya.

Y fin del episodio.

Una vez en mi asiento retomé el libro de Murakami. Cuando uno lee a ese japonés, todo parece más quieto, no sé si les dije. Y a mí me gusta que todo parezca más quieto. Aunque en realidad no lo esté.

Podría agregar, sí, que cuando uno lee a ese japonés, la realidad adquiere una forma nueva y distinta. Se distorsiona. Se embellece, por decirlo de una manera simple. Y lo mismo ocurre con la ciudad de Montevideo.

Supongo que podría ser una combinación de esos dos factores la que en verdad alteró mis facultades mentales durante la tarde del miércoles. Murakami y Montevideo. No un empleado bajito, regordete, amable y voluntarioso. Debo admitir como cierta la posibilidad de que sea yo el que esté loco y solo. Aunque en realidad no lo esté.



Tengan ustedes muy buenas noches.

PS: La semana que viene, el último artículo antes de las vacaciones. Entonces cerraremos este espacio hasta que decidamos regresar o se nos acabe la plata. Mientras tanto les deseamos un feliz mes de febrero.

viernes, 14 de enero de 2011

UN MAESTRO CHINO

Síntesis del post: Un maestro chino. Un sabio. Proezas. Discípulos. Ejercicio. Accidente. Reflexiones finales.



Un maestro chino. Un anciano. Ese es nuestro personaje de hoy. Es de esos tipos que meditan varias horas diarias para alcanzar el perfecto equilibrio entre el Yin y el Yang, único y auténtico fundamento de cada ser viviente. Comprende todos los secretos de la mente humana, y gracias a ello logra un completo control sobre su cuerpo; pero además transmite con inusitada generosidad esos conocimientos. Todos los días. Sin excepción. Y sus discípulos lo veneran como si de un dios se tratara.

Es, en síntesis, un hombre sabio. De los que no abundan en este mundo moderno tan complejo.

Sin embargo el asunto no se agota con esta simple descripción. Sepa usted que estamos frente a un hombre muy grande. Enorme.

Según el relato de algunos testigos presenciales, nuestro sabio es capaz de alcanzar el Nirvana con solo unas pocas horas de meditación. Puede inhibir la respiración y el ritmo cardíaco casi hasta el cero, e hibernar como un oso polar durante tres meses. Así, sin comida ni agua; viviendo de la grasa corporal.

También se lo ha visto levitar. Le juro. Con los ojos blancos, las patitas cruzadas y las yemas de los pulgares pegadas a las yemas de los meñiques. Un espectáculo que dejaría boquiabierto al escéptico más radical.

Y eso no es todo, espere. El hombre puede curar sus propias enfermedades con el poder de la mente. Ha superado un cáncer de páncreas, una gripe A y tres anginas coloradas. Sin secuelas. Y también se ha inyectado el virus del Ébola, al que sus poderosos anticuerpos dominaron sin inconvenientes, e incluso, en vez de matarlo, lo redujeron a la esclavitud.

Un individuo prodigioso, vea.

Pero basta de descripciones y vayamos a lo nuestro, que tengo miedo de que el artículo se haga demasiado extenso, y sé que ninguno de nosotros posee un control demasiado acabado de la mente y el cuerpo.

Nuestro maestro medita rodeado de sus discípulos. Una jubilada de Recoleta, un hombre de unos cincuenta años, calvo y panzón, una señora vestida como para hacer gimnasia rítmica, cuatro o cinco chicas, compañeras de facultad que no se animaron a tomar las lecciones solas, un alto ejecutivo de la firma Price Waterhouse y un nene de catorce años bastante entrado en carnes.

El anciano está haciendo el truco de los ojos blancos, con las patitas cruzadas y las yemas de los pulgares pegadas a las yemas de los meñiques. No está levitando, aunque, por supuesto, permanece en la más absoluta inmovilidad.

No así sus discípulos.

La jubilada abre un ojo y espía con timidez. El hombre calvo y panzón alza una nalga y se rasca impúdicamente. La gimnasta tose y se aclara la garganta. Las chicas cuchichean y sueltan risitas cómplices. El ejecutivo duerme a pata suelta con los brazos caídos a los lados y un hilo de baba colgando entre la comisura de los labios y la entrepierna. Y el nene se revuelve incómodo, como víctima de alguna urgencia.

Una escena por demás patética. En el límite de la irrespetuosidad.

‘Maestro… ¿me puedo levantar?’, se oye desde el fondo del salón.

El maestro guarda silencio. No se inmuta. Aun cuando la autoridad que impone su sola presencia demanda una expresa autorización para tan osada propuesta.

‘Maestro… quiero hacer caca’, repite la voz adolescente al borde de las lágrimas.

Sin embargo no hay una respuesta, y la meditación grupal sigue su curso. Imperturbable.

El primero en romper la armonía es el calvo panzón, que abandona el recinto a insulto pelado y sin aguardar ninguna autorización. Lo siguen las chicas, que han dejado de reírse y ahora se tapan las narices con pañuelos y toallas. Y por último la jubilada y la gimnasta, que se ayudan mutuamente como soldados heridos en plan de retirada.

El maestro permanece inmóvil, pero ha dejado de lado el truco de los ojos, que ahora se clavan inyectados en sangre sobre la humanidad del niño. Y éste llora con desconsuelo, de más está la aclaración.

El olor es insoportable aun para este anciano prodigioso, y al cabo de unos segundos ambos abandonan el salón. De prisa y en silencio.

Una escena tan patética como la que describíamos más arriba, aunque mucho más cargada de dramatismo y comicidad.

Qué es la vida, en el fondo, sino una infinita cadena de alternativas que orillan entre lo patético, lo cómico y lo dramático.


Y eso es todo lo que quería contarles. Esa anécdota. Esa escena. Nada más.

Talvez, sí, dejar una reflexión para la posteridad. Una reflexión basada en la experiencia empírica. En cosas que me ocurren o me han ocurrido en estos días. En estas últimas horas. No sé.

Ahí va.

‘Por mucho que uno medite, al final siempre puede terminar haciendo una cagada’.

Muchas gracias.

Ahora los dejo.


Mientras tanto el ejecutivo de Price Waterhouse duerme a pata suelta, con los brazos caídos a los lados y el mismo hilo de baba entre la comisura de los labios y la entrepierna.

Nos queda ese consuelo.

'Siempre hay un paparulo que no se da cuenta'.


Tengan ustedes muy buenas noches.

lunes, 10 de enero de 2011

UN ASESINO SERIAL Y UNA RUBIA TONTA

Síntesis del post: Un asesino serial. Una rubia. Un cruce. El destino. Explicación.



Tenemos a este asesino. Un asesino serial. Cincuentón, atractivo, más bien parco. Una frondosa cabellera que insinúa una tibia sublevación, y cuyo tono indefinido juega en perfecto equilibrio con el verde de sus ojos. Nariz aguileña, repleta de aristas que se combinan unas con otras para lograr una compleja armonía, una belleza singular. Labios finos y pálidos, apenas aptos para matizar sus dientes blanquísimos. Y el mentón oculto debajo de una barba entrecana, recortada con buen criterio y mejor gusto. En síntesis, un hombre exótico y deseable.

Pero nuestro adonis, como me ocupé de advertir al comienzo, es un asesino serial. Elige mujeres jóvenes, de buena presencia física y pocas luces a la hora de razonar. Preferentemente rubias. Eso es muy importante para él. Y las seduce, claro está. Adormece sus sentidos con armas tradicionales, aunque siempre efectivas. Palabras dulces, elogios calculados, delirios poéticos y sonrisas oportunas. Todo vale en el intento de convencerlas de que no hay nada que temer.

Y ellas acceden a una copa de vino, a un café de filtro o a mirar las estrellas en un coqueto balcón. Y se dejan conducir a la guarida del lobo; dóciles, mansas como cachorros.

Y eso es todo. Allí las mata. Siempre, por supuesto, del mismo modo. Primero las viola, luego las somete a indecibles tormentos y finalmente les arranca la cabellera siguiendo el procedimiento de las antiguas tribus que habitaban en Norteamérica. Incluso, según surge del expediente que duerme en algún oscuro juzgado de la ciudad, se masturba repetidamente sobre los cadáveres antes de deshacerse de ellos. Un asco de tipo, vea.

Tenemos, por otra parte, a esta señorita. Rubia, de más está decirlo. Claudia es el nombre que la adorna. Veintidós años, un rostro lindero con la perfección, un físico tallado por los ángeles y unas carencias intelectuales que en otro marco, en otro envase quiero decir, solo podrían acarrearle gravísimas consecuencias económicas y sociales.

Claudia es una tonta, vamos. Pero una tonta de proporciones descomunales. Es una de esas chicas que salen a comprar cigarrillos y se enamoran cuatro veces en la misma cuadra. Y generosa como es en la materia, y en todas las disciplinas anexas, suele acabar con las prendas desgarradas y el corazón roto.

Así las cosas, nuestros personajes se cruzan un día cualquiera en una calle cualquiera. Supongo, quiero creer, que no estoy diciendo nada que ustedes no hubieran imaginado ya. Y es que el destino prepara siempre el escenario más propicio para la producción de los hechos. Elige cuidadosamente las personas, el marco y la oportunidad; y luego se sienta a esperar.

Tenemos, entonces, un despiadado asesino serial y una rubia fatalmente tonta. Tenemos también un cruce de miradas. Y por último tenemos dos ideas tan aisladas como fugaces.

Y eso es todo lo que tenemos. Porque esas ideas, cualesquiera que fueran, no se materializan. Porque nuestros personajes no se dirigen la palabra. Simplemente continúan su camino y se alejan en direcciones opuestas.

‘¿Y entonces?’, preguntará usted con una mezcla de alivio e indignación.

‘Entonces nada, no ocurre absolutamente nada’, responderé yo con mi habitual franqueza de espíritu.

Pero si eso no es suficiente para usted, puedo ensayar una explicación más o menos razonable.

Supongo que el destino no siempre tiene suerte en esa espera de la que le hablaba hace un rato. La producción de un hecho no es una ciencia exacta, y a veces se queda con las manos vacías.

Yo, por ejemplo, sin ir más lejos, comencé a escribir estas líneas con la pretensión de lograr un artículo más orientado hacia lo cómico, pero en algún punto me desvié del camino.

Podríamos decir entonces que no reparé en mi rubia tonta. O, por qué no, que fui tan afortunado como para evadir a mi matador. Usted puede verme como desee, le concedo esa libertad. En cualquier caso será el destino el que salga perjudicado.

¿Cómo dice?

¡Oiga! No quiera tomarme por una rubia tonta eh. No se pase de vivo. Yo soy morocho, y sepa que este envase tan bonito viene acompañado de un cerebr…

Ay caballero… jijijij… pero qué cosas tan lindas me dice…


Tengan ustedes muy buenas noches.

martes, 4 de enero de 2011

LA PERSONA ADECUADA

Síntesis del post: Confesiones de año nuevo. Tratamientos de belleza. Opinión. Monstruos. La persona adecuada. Brindis.



La señora, envalentonada quizás por el clima festivo, por el alcohol, por esa sensación de seguridad que se agiganta cuando se es un simple elemento dentro de una multitud, por ese frenesí confesional que se apodera de algunas almas durante la segunda o tercera hora de cada nuevo año o por razones que escapan a mi comprensión, o mejor dicho, a mi voluntad de comprender, se entrega a una explicación minuciosa de los distintos tratamientos a los que recurrió con el fin de realzar su belleza.

Muchos son los procedimientos que se han llevado a cabo en ese rostro. En ese físico en general. Cirugías convencionales. Avanzadas técnicas que solo se encuentran al alcance de los bolsillos más abultados. Productos con nombres extraños, difíciles o imposibles de pronunciar en la lengua de Cervantes. Prolongados tratamientos a base de fluidos corporales de bestias salvajes en peligro de extinción. Siliconas de última generación, con una vida útil de 2500 años y resistencia a temperaturas extremas. Tanza para pesca capaz de soportar la fuerza de dos tiburones blancos australianos sin cortarse, aplicada metódicamente entre la espina dorsal y el músculo de los glúteos, todo con el fin de mantenerlos erguidos y turgentes. Y algunas otras maravillas que en este momento escapan a mi memoria.

En fin… artillería pesada para combatir el paso del tiempo. Nada que no se haya visto antes.

Sin embargo la señora, sea esto tenido en cuenta por los opinólogos de turno, está feliz con su apariencia. Sí señor. Cómo no. Y sus amigas celebran los resultados mientras importan en las agendas de sus teléfonos móviles los datos de los profesionales responsables de semejantes proezas.

Desde mi humilde punto de vista la señora es un monstruo. Decididamente. Pero uno de esos monstruos que no rompen el espejo por la mañana. Y eso es lo único que en realidad importa.

La fiesta del nuevo año sigue su curso, y yo busco una mesa tranquila. Alejada de los reflectores. Una que tenga un vino en el centro. Algo de comida. Nada más.

A mi lado un viejito con cara de buena persona. Pelado, cejas abundantes, barba de tres días, ojos entrecerrados, dientes amarillos y espaciados, manos titubeantes y velludas en las falanges. Eso es todo lo que puedo decir de él.

Me sirvo un vaso de vino y le ofrezco con un leve gesto, así, sin cruzar palabra. Él me regresa un ademán afirmativo.

Noto que mira. Mira, estoy seguro, hacia la mesa de la señora monstruosa. A ella en particular. Y lo hace con aversión, dejando traslucir un sentimiento que solo puede haber germinado a través de los años. Con la convivencia. Con las tostadas de la mañana. Con las películas de Clark Gable. Quiero decir, hace mucho pero mucho tiempo.

Le sonrío, no sé con qué fin. Él me devuelve una mueca agria. Una sonrisa. Su sonrisa. La mejor que tiene en estos primeros minutos del año.

Levanto mi copa y brindamos. Me gusta pensar que ambos estamos, en este instante, en compañía de la persona adecuada.


Feliz 2011, le digo.

No quiero vivir más, me dice.

Y brindamos de nuevo; cada uno, creo yo, con la esperanza, la íntima pretensión de ahuyentar sus propios monstruos, sean ellos internos o externos.


Tengan ustedes muy buenas noches.