Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

viernes, 3 de julio de 2015

ESA NARIZ


Síntesis del post: Una nariz y una señorita. Combinación. Descripciones. Disconformidad. Agustín está de acuerdo. Reflexión breve. Plan de escape. Pregunta y respuesta.


Tenemos hoy a esta nariz. Mejor dicho, tenemos a esta señorita que la porta con elegancia y suficiencia, y que por cierto es muy bonita. No la nariz sino la señorita. Bueno, y la nariz también. O pensado con más detenimiento, ninguna es bonita por sí misma, pero la combinación de ambas, si es que fuera posible separar al individuo del aparato olfativo que detenta, arroja un resultado muy agradable. Por lo menos a mis ojos, que a fin de cuentas son los que aprecian la materia prima que será objeto principal de este artículo y que, dicho sea de paso, poseen una marcada afición por todo lo relacionado con los rasgos faciales y su potencia decorativa.

Ahora a lo nuestro sin más, que aún hay mucho por desarrollar y ni siquiera hemos ubicado la historia en tiempo y espacio.

Decía entonces que tenemos esta bella combinación de señorita y nariz. Rondará los treinta años, treinta y cinco con toda la furia. A la señorita me refiero. Bueno, y por añadidura a su nariz. Pelo castaño, tez morena, ojos verdosos, pómulos bien definidos, labios gruesos y mentón redondeado. Y a pesar de que el tapado que lleva puesto me impide estudiar otra parte de su cuerpo que no sean las pantorrillas, las proporciones de las mismas insinúan un todo más que aceptable. Entiendo también que debe ser abogada o contadora de alguna empresa más o menos respetable, aunque esta apreciación carece de fundamento, o mejor dicho lo encuentra en mi instinto y en algunos de los temas que —escucho— aborda con la señorita sentada a su lado.

¿Cómo dice?

No, no pienso describir a la señorita sentada a su lado, ya que sus proporciones, potencias y combinaciones no me resultan atractivas. O hablando más claramente, pienso que es fea, y como esa fealdad no es relevante a los efectos de este artículo no me siento inclinado a divulgarla. Sí diré que está sentada a su lado, al lado de la señorita cuyas proporciones, potencias y combinaciones sí merecieron una detallada divulgación, porque en este momento viajamos en el subterráneo. Ellas dos, como acabo de señalar, sentadas. Y yo parado en una posición muy conveniente para escuchar sin problemas su conversación.

El caso, el nudo del asunto que nos ocupa, es que esta señorita tan delicadamente combinada con su nariz no está conforme con ella. Digo, con la nariz; no con ella misma, hecho que sería una auténtica injusticia con la naturaleza que tan generosa estuvo a la hora de aprovisionarla en el campo estético. Siente, según sus propios dichos, que está en falsa escuadra con el resto de la cara, como inclinada hacia el lado izquierdo. Y además es demasiado grande, ganchuda y con unos orificios horriblemente anchos. En resumen, la odia. Aborrece su desproporción y desea someterla a la mano siempre dispuesta de algún cirujano plástico.

Por suerte Agustín está de acuerdo. Esto no lo digo yo, lo dice ella con algún alivio, como si él la hubiera conocido con ese rostro armónico aún inexistente y abogara por un retorno a las fuentes. Como si condicionara su permanencia a la delicada intervención del bisturí.

Por suerte Agustín está de acuerdo, decía. Ella, no yo. Y suelta un levísimo suspiro, una risita nerviosa. En pocos días pasó de aceptar la idea con algún recelo a ser el principal promotor de una nueva estética. Ahora incluso ejerce una cierta presión que la hace sentir un poco incómoda. Estima posibles fechas, propone profesionales, imagina formas y fantasea con otros retoques. Está convencido, pobre Agustín, de que el cambio la va a hacer sentir más segura de sí misma, más feliz. Y si ella es feliz, él —por supuesto— también.

La nariz es tu carta de presentación frente al mundo que te rodea. Esto no lo dice ella, lo digo yo. Más precisamente lo pienso. Según su forma y estilo es la gente que se te acerca, que siente el impulso de interactuar con vos, sea para pedirte la hora o para proponerte matrimonio. Esa gente puede ser buena o mala. Linda o fea. Inteligente o estúpida. Efímera o destinada a la permanencia. Pero siempre compatible con ese mandato. Cambiás la nariz y lo cambiás todo. Para siempre. A veces ese cambio se impone, concedo. Hay narices que son un auténtico tormento de la naturaleza, muy difíciles de abordar con la mirada sin que la razón se extravíe en una repentina pulsión asesina. Narices que agreden, lastiman, anulan cualquier aspecto positivo que pretenda asomar en el individuo que las porta. Pero este no es el caso ni de cerca. Es —ya lo dije— una bella combinación de señorita y nariz, y como a la señorita ya la describimos, ahora haremos lo propio con la nariz. Es cierto que es grande, pero de ninguna manera es enorme. Es un tamaño adecuado si se considera el rostro como un todo uniforme e indivisible. En cuanto a lo de ‘ganchuda’, me parece un término un tanto fuerte, y en mi mente lo asocio con redondeces y curvaturas que aquí están ausentes. Yo prefiero la palabra ‘aguileña’, que representa con mayor fidelidad el conjunto de aristas y vértices que sí definen su forma moldeando de paso unos orificios que no son horriblemente anchos, sino más bien estrechos y alargados. Finalmente la inclinación del tabique hacia el lado izquierdo es real, aunque además de ser casi imperceptible se encuentra plenamente compensada por un oportuno lunar ubicado en la parte inferior de la mejilla derecha. A fuer de ser sincero, no es una nariz común, pero no por ello está exenta de atractivo. Yo no le daría la calificación de obra de arte, pero sí podemos hablar de un bello adorno. Uno muy bien logrado.

Por desgracia mi apreciación no posee suficiente relevancia como para detener las maquinaciones que han dado luz al siniestro plan de esta señorita tan bien combinada. Es Agustín el dueño de la llave que podría salvar del cuchillo a esa delicada pieza de colección, aunque no tenga la menor intención de utilizarla. Él, como ya señalamos, está de acuerdo. Desea una belleza más acorde con las convenciones. Una belleza más popular. Y apenas su gusto —su propia apreciación— escapa un poco de esos parámetros aprobados por una mayoría real o ficticia se siente incómodo. No lo soporta, y ni siquiera es consciente de ello. Prefiere una nariz común, una nariz que se parezca más a él, que no quiere ser uno sino muchos. La compatibilidad, la pulsión que lo movió al acto cuando la vio por primera vez no es un asunto en su mente, no la registra. No conoce el porqué del camino recorrido y por ende es ajeno a los cambios que tan graciosamente alienta. Es una víctima inocente de su propia ignorancia.

De pronto el tren se detiene en lo profundo del túnel y así permanece por varios minutos. Afuera todo es oscuridad, y la inquietud de los pasajeros brota en miradas, carraspeos y suspiros cansados. Al cabo de un rato esa danza gestual deviene en murmullo y este en airada protesta. La voluntad de escapar por los propios medios se hace patente y los planes, algunos estrambóticos y otros más centrados, proliferan en todos los sectores del vagón. Observo a la señorita, tan bonita y bien combinada ella, idear el suyo junto a su compañera de viaje:

– Saltamos ni bien pase el tren en sentido contrario, atravesamos la vía y avanzamos hasta la estación con la espalda pegada a la pared –sugiere al tiempo que estudia el panorama a través de la ventana.

La otra escucha en silencio, no demasiado convencida de llevar a cabo semejante proeza.

– ¿Vos qué opinás? –me pregunta alzando la vista, no porque me considere especialmente sino porque soy el que está más cerca.

– Que Agustín es un pelotudo –respondo yo, que no soy muy de esquivar el bulto cuando me piden mi punto de vista.



Tengan ustedes muy buenas noches.