Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

martes, 27 de septiembre de 2011

Y ZAPATOS DE GOMA

Síntesis del post: Una mañana soleada y un poquito calurosa. Un consultorio. Muchas tareas. El timbre. Un dilema. Una decisión. Varias fotos. Contrastes. Un número. Un final previsible.

La mañana, soleada y un poquito calurosa, nos encuentra en el consultorio de un psiquiatra. No, no dije mi psiquiatra. Dije un psiquiatra. Uno cualquiera. Y además sepa usted que yo no tengo psiquiatra, soy una persona perfectamente capaz de pilotear mis desbordes anímicos sin que ningún señor me ande dictando las maniobras.

En rigor de verdad este no es un psiquiatra cualquiera. No fui sincero en ese punto. Es un amigo mío. Un amigo que en este preciso instante se encuentra disfrutando de unas merecidas vacaciones en uno de esos sitios extraños. Al oriente del oriente. Y nosotros vinimos a su consultorio por expreso pedido suyo. Yo. Ustedes no. Ustedes vinieron porque hoy tocaba escribir un artículo, y un poco como que me dio lástima dejarlos ahí, en sus casas, con esa carita de cachorro abandonado que ponen cada vez que les digo que quiero hacer el trabajo de campo yo solito, como lo hacía antes, como lo hice siempre.

En fin… a lo nuestro sin más.

Tenemos mucho trabajo. Hay que regar las plantas, levantar los mensajes del contestador automático, revisar las facturas que el portero arroja por debajo de la puerta, confirmar si el gato sigue vivo, cambiarle las benditas piedritas y, si queda algo de tiempo, bajar hasta la cochera y desconectar la batería del auto para que no se muera.

Lo más sensato sería comenzar con los mensajes, pero nos topamos con un obstáculo insalvable. No, no es que seamos unos vagos. Por algo nos ofrecimos desinteresadamente, y por algo han confiado en nosotros. En decir, en mí. En ustedes no.

Ocurre que está sonando el timbre. Y no debería estar sonando el timbre. Es un acontecimiento altamente irregular. Estamos paralizados. Yo. Ustedes no. Ustedes me impulsan a que abra la puerta, aun cuando no debería. Y lo hacen —sospecho— porque saben que no está bien. Porque tienen bastante más claro que yo lo que se avecina. Entienden que allí, paradito en el palier, está ni más ni menos que el cuerpo, la materia del presente artículo. Y no quieren más dilaciones.

Soy un hombre pequeño. Sí. Aunque no lo crean, con el paso del tiempo les he tomado cierto aprecio. No me puedo negar frente a sus lamentos. No soporto esos pucheros que hacen cada vez que intento explicarles que los impulsos suelen correr por una cuerda bien distinta de lo correcto.

Bueno, vayan y escóndanse detrás de esa cortina. Y guarden silencio por una vez en la vida.

Ahí tienen. Les dije, pero ahora es tarde. Una señorita. En mis artículos casi siempre aparecen señoritas. Tanto o más bonitas que esta. Pero esta sí que se las trae. Qué barbaridad. Es realmente llamativo cómo se visten las señoritas ni bien despuntan las primeras mañanas soleadas y un poquito calurosas.

¿Somos o no somos el doctor Urdapilleta?

Los desaforados ademanes de Sir Lothar, el Señor Dany y el Mostro desde lo profundo de la cortina sugieren que sí.

Cuando no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Pongo cara de psiquiatra y todo.

Me acomodo en mi sillón, un sillón, enciendo mi pipa, una pipa, tomo mi libreta, una libreta, y me dispongo a escuchar una serie de problemas que soy del todo incapaz de resolver.

Tenemos un novio distante (el muy canalla), un pretendiente que presta el oído (el muy canalla), una madre invasiva, un padre millonario y exigente, un hermano menor drogadicto, un jefe acosador, una amiga leal, un perro —un caniche— en la recta final de su vida, un examen final postergado por enésima vez y una propuesta para conocer las ruinas de Machu Pichu. Del pretendiente (el muy canalla).

Escucho, sí. No se crean que no. Pero mientras lo hago no puedo evitar fijar la mirada en las fotos que mi amigo ha diseminado por todo el consultorio. Es un detalle que no tuve en cuenta. Él con su mujer. Él con su mujer y sus tres hijos. Él recibiendo ese título del cual nosotros —sí, nosotros— carecemos. Etcétera.

Las mismas —las fotos— parecen gritar a los cuatro vientos: ‘Sí, tengo una familia feliz, aunque a usted su novio la haya abandonado y esté revisando el libro de donantes de esperma desde hace tres meses. Sí, soy un profesional, aunque usted no tenga el coraje de afrontar el último examen final. Sí, me compré una casa de fin de semana con pileta y quincho, aunque usted viva en un mugroso monoambiente en Barracas’.

Parece que fuera a propósito. A los contrastes me refiero. Pero eso no es lo más preocupante.

¿Por qué diablos tenemos el consultorio repleto de fotos de un desconocido tan sonriente? Esa sería una pregunta válida y admisible. Debemos dispersar su atención si no queremos que acabe interviniendo la fiscalía de turno.

‘Es indispensable que usted elimine de su vida las relaciones tóxicas’.

Eso le digo, sin quitar la vista de las fotos y mientras aspiro una profunda bocanada de humo. De mi pipa. De una pipa. No se me ocurre otra cosa. Los psiquiatras siempre dicen eso. No me diga que no. Tengo un hermano psiquiatra, un cuñado psicólogo y varios amigos en el ramo. Es un montón de gente. De hecho la Señora Bigud entiende que serían sumamente útiles si fuera yo el que estuviera tendido en el diván. Tan graciosa y sugestivamente tendido en el diván.

Según parece, siempre tomando como norte su opinión, la de la Señora Bigud, necesito en forma urgente una terapia de grupo. Muchos psicólogos y yo.

Resulta que disiento de plano con esa apreciación. Lo que sí necesitaré, a partir del lunes que viene a las cinco de la tarde, serán muchos abogados y yo.

Pero no crean que pierdo de vista que todo esto fue culpa de ustedes. Yo advertí y me negué con bastante heroísmo. Jamás habría ejercido una profesión ilegalmente sin un número de teléfono como norte, o sin un trío de desaforados alentándome detrás de la cortina.


¿Cómo dice?

Sí, lo obtuve. Por supuesto que lo obtuve. Bueno, no el de ella, pero sí el del letrado que la patrocina.

Al fin y al cabo, una carta documento la recibe cualquiera, che. No hagan tanto espamento.



Tengan ustedes muy buenas noches.

PS: Antes de que alguno me pregunte qué diablos tiene que ver el título con el desarrollo del artículo aclaro la situación. Nada. No tiene nada que ver. Ocurre que empecé a escribir con una idea en mente y la misma se fue transformando sobre la marcha. Luego, claro está, me olvidé de cambiarlo. El título, no el artículo. El artículo sí que lo cambié. Y cómo.

viernes, 23 de septiembre de 2011

POTENTE GEN

Síntesis del post: Potente Gen, porque es viernes, y los viernes yo a veces subo un Potente Gen.

A lo nuestro sin más.

Gen Bergman

Ingrid Bergman. Madre.

Isabella Rossellini. Hija.

Ingrid otra vez.

Isabella otra vez.

Madre e hija.

Como podrán ver, hoy decidí ir a lo seguro. Quiero terminar temprano.

Y ahora me voy contento, porque es viernes. Y los viernes yo almuerzo solo. Y como lo que se me antoja. Y me tomo un vinito chico con soda y hielo. Y postre. Y café, si dan.


Tengan ustedes un primaveral fin de semana.

jueves, 15 de septiembre de 2011

SALDO Y ESQUINA

Síntesis del post: Una prostituta de esquina. Vestimenta. Tres potenciales clientes. Una negociación. Un Sarmiento. Disculpa posdatada.



Tenemos —y disculpen ustedes que me meta tan de lleno en un tema escabroso— a esta prostituta. Una prostituta de esquina. Una prostituta de esquina que, como toda prostituta de esquina, exhibe orgullosa en la vía pública una cuota de desnudez inconcebible. Una desnudez que una señorita común y silvestre, de su casa diría mi abuelita, solo se animaría a exhibir una vez dentro del hotel alojamiento, cerrada con cuatro llaves la puerta del cuarto y a pocos pasos de la cama inmaculada.

Yésica (así, con ye), se llama. La prostituta. O se hace llamar. Y es que con estas damas, buena parte del encanto reside en la certeza de que comienzan a mentir en el preciso instante en que revelan su nombre, que en realidad no es su nombre sino una simple herramienta de trabajo. Como todas las demás, claro está.

Debe andar por los veinticuatro o veinticinco años. Ay señora, viera usted esos ojazos de color verde, ese cabello indomable y esas curvas prontas al desafío. Cualquiera diría que ejerce la profesión por amor al arte; que en vez de alegrar el día —o la noche— de tantos hombres munidos de un solo billete de cien, bien podría elegir a uno, un hombre, que los tuviera todos, todos los billetes de cien. Sin embargo la vida es un sendero sinuoso, y uno no es quien para juzgar el modo en que otros deciden recorrerlo.

No soy ducho en el departamento ‘vestimenta’. Quiero decir que no domino el arte de la descripción en lo referido al atuendo, así que les voy a solicitar, sobre todo a las señoritas de su casa que en este momento leen estas humildes líneas, un poco de indulgencia.

Vayamos entonces de abajo hacia arriba. Zapatos de taco alto. Muy alto. Y finito. Creo que le llaman aguja, al taco. Y medias de red, por supuesto. Y luego una minifalda negra, de cuero, que a duras penas cubre las tres cuartas partes de las nalgas y permite adivinar la presencia de una tanga blanca (el color es producto de mi incontenible imaginación tropical) que llegado el caso interpondrá una defensa mentirosa.

¿Arriba? Arriba un top. Y acá se me complica. Es como una media. Transparente. Y entonces ya no tenemos que adivinar lo que hay debajo, porque la mercancía está a la vista, matizada —quizás— por una serie de rombos diminutos que le otorgan al torso una suerte de color sepia. Y nada más. El maquillaje, sí, pero eso no forma parte de la vestimenta. Solo la complementa, es un accesorio, si es que se puede hablar de accesorios cuando estos cubren mucha más superficie que la cosa principal.

Y suficiente hemos tenido de ella. Vayamos a lo nuestro sin más.

Tres jóvenes. Tres imberbes. Tres mocosos tres. Potenciales clientes de una hembra que ha conocido circunstancias más apremiantes. Un debutante. Dos polizones que irrumpieron en la escena oficiando de padrinos, aunque luego se vieron tentados por esos ojazos de color verde, ese cabello indomable y esas curvas prontas al desafío. Ahora todos desean un papel en la tertulia, juntos si fuera posible, y en consecuencia llevan adelante una compleja negociación que a pesar de la buena voluntad de ambas partes aún se encuentra muy lejos de arribar a un final feliz. Literalmente hablando.

Dos flancos bien definidos en esta negociación. Compleja negociación, no sé si les dije. Uno, el capital requerido. Dos, la sede. Y ambos se encuentran íntima y dramáticamente relacionados.

De los bolsillos de los jóvenes, los imberbes, los potenciales clientes, brotan billetes arrugados que uno de los padrinos, ahora devenido en contertulio, alisa con sumo esmero al tiempo que saca cuentas. Ocho por cinco cuarenta, te espero en la lechería.

No alcanza. Es decir, no alcanza si encima hay que pagar el hotel. Pero los jóvenes, los imberbes, los potenciales clientes proponen como sede el departamento del debutante. O mejor dicho, de los progenitores del debutante, que están —imagino yo— de recorrida por el viejo continente.

Ahora bien, normalmente las prostitutas de esquina desconfían de las sedes que escapan a su control y conocimiento. Y es que el mundo se encuentra repleto de sátiros que tienen la mala costumbre de anudar corbatas (muy coloridas por cierto) alrededor del pescuezo de las prostitutas de esquina, entre otros ejemplares del género femenino. Pero, nobleza obliga, estos tres paparulos tienen demasiada cara de buenos. De tiernos. Es decir, no representan peligro alguno. Hasta yo me doy cuenta, que estoy —estamos— a pocos metros de distancia, esperando un colectivo que parece no tener pensado mostrarse en un futuro inmediato.

Hay acuerdo, pero no alcanza. Es decir, no alcanza ni siquiera evitando el pago del hotel. Falta un billete. Un Sarmiento. Un cincuenta, para los que no se han percatado de que el adusto rostro de Domingo Faustino adorna los billetes de esa denominación.

Por desgracia se arrima uno de los padrinos, devenido en contertulio, hasta mi posición. Y me explica más o menos en detalle la situación que acabo de relatarles.

Hará cosa de un mes me tocó alzarme con un Sarmiento gracias a un cobarde que proclamaba su amor en el alféizar de una ventana. Es obvio que el Universo, estimados, posee sus propios mecanismos compensatorios. Creo firmemente en este postulado. Y obro en consecuencia. Eso es una suerte para los tres jóvenes, los imberbes, los potenciales clientes.

Al fin y al cabo hoy me sobran Sarmientos. Y en especial el que acabo de dejar ir, ganado a costa de un grupo de jóvenes no más jóvenes que estos.

Con él podría haberme pagado un taxi, sí. No hace falta que me lo diga. Pero bueno, en rigor de verdad no estaba esperando ningún colectivo. Y menos uno que tiene como destino final… el Puente La Noria. Yo vivo en Caballito, sepa usted.

¿Cómo dice?

Ah, sí. Solo quería admirar, por unos minutos más, esos ojazos de color verde, ese cabello indomable y esas curvas prontas al desafío.




Tengan ustedes muy buenas noches.

PS: En breve reanudaremos las recorridas por los espacios virtuales amigos y afines. Sepan disculpar.

martes, 6 de septiembre de 2011

UN POETA Y UN FRANCOTIRADOR

Síntesis del post: Un poeta. Una callejuela de Buenos Aires. Una caminata. La ráfaga de inspiración. El francotirador. La contemplación. La diferencia.



Tenemos a este poeta. Un hombre que vive de lo suyo, hecho más que respetable en esta época aciaga que reserva los galardones para la vulgaridad e ignora las virtudes del espíritu refinado. Uno de esos individuos capaces de captar la belleza presente en cada situación de la vida cotidiana para luego definir con quirúrgica precisión sus contornos, echando mano a uno o varios versos ordenados a extraer los suspiros de las almas más sensibles. Pueblan sus poemas palabras tales como beso, amor y corazón, que constituyen la médula espinal de esta compleja rama de la literatura, aunque, nobleza obliga, siempre aparecen finamente combinadas con otras más personales que a la postre aportan su sello distintivo, su firma al pie de la página.

Lucero, fragancia, pletórico, requiebro, añoranza, placeres, magnolia, follaje, inflama, dolores, orillas, embebido. Son solo algunas de esas palabras especiales y secretas. Al menos las que yo recuerdo en este momento.

En fin… a lo nuestro sin más.

Camina nuestro ilustre poeta por una callejuela de Buenos Aires. Y lo hace en compañía de este humilde servidor, que no cultiva el arte la versificación pero sí es un modesto escritor.

El poeta –dice- contempla. Eso hace la mayor parte del tiempo. Y de pronto, un día, recibe la inspiración en ráfagas aisladas aunque poderosas, durante las cuales procesa una visión del mundo que luego se encarga de comunicar en forma de verso para que el resto de los mortales tenga una mínima posibilidad de apreciar su esencia. Esa es su misión en el mundo. La obligación que le impone su naturaleza. Es, en síntesis, un deber, una necesidad, un gusto y una vocación.

Lo escucho con estudiosa admiración. Solo la gente que conoce los oscuros secretos de sus mecanismos internos logra aprovechar en forma íntegra sus capacidades.

‘¿Y cuál es su campo dentro de la literatura?’, pregunta con gesto paternal mientras me palmea los hombros.

No tengo la más pálida idea, la pregunta me toma por sorpresa. Esto, por supuesto, lo pienso pero no lo digo. Ciertamente no es la poesía, que me queda demasiado lejos de la yema de los dedos, pero tampoco podría identificar otro género.

El hombre camina a mi lado con las manos entrelazadas detrás de la espalda y la mirada fija en algún punto difuso de la callejuela. De su silencio erudito se intuye una espera. No dirá más hasta escuchar mi respuesta.

‘Soy un francotirador’, afirmo. Porque estoy convencido. Por eso afirmo. De otro modo no afirmaría. Más bien esbozaría un tembloroso balbuceo, a medio camino entre la duda y la pregunta franca.

Distrae la mirada el poeta. Y prolonga el silencio. Eso me otorga valiosos segundos para elaborar el fundamento de mi insólita sentencia. El francotirador –pienso- también contempla. Luego elige un objetivo y dispara una bala certera. Y eso es todo. El asunto acaba tan rápido como comenzó, y entonces regresa a la contemplación, que es, en el fondo, su estado natural.

Sin embargo no llego a decir nada. En la esquina aparece una señorita con mucho de sí para dar. En mis artículos muchas veces aparecen señoritas con mucho de sí para dar, pero debo señalar en mi defensa que casi siempre salen indemnes. La bala, certera y veloz, suele buscar el pecho de objetivos menos agraciados.

Ahora el poeta camina a mi lado con las manos entrelazadas detrás de la espalda y la mirada fija en un punto bien definido de la callejuela. Sin ser un experto en el tema entiendo que se encuentra captando la belleza presente en esta situación concreta para definir con precisión quirúrgica sus contornos y luego echar mano a uno o varios versos ordenados a extraer los suspiros –supongo- de su materia de análisis.

Finalmente procede. Pueblan sus versos palabras tales como camión, tetitas y culito, que constituyen, asumo, la médula espinal de esta compleja rama de la poesía. Aunque, nobleza obliga, aparecen finamente combinadas con otras más personales que a la postre aportan su sello distintivo, su firma al pie de la página.

Emperno, burro, cachas, yegua, dedito, mamasa, tronco, matraca, muñeco, nuca, almohada. Son solo algunas de esas palabras especiales y secretas. Al menos las que yo recuerdo en este momento.

Camina nuestro ilustre poeta por una callejuela de Buenos Aires. Y lo hace en compañía de este humilde servidor, que no cultiva el arte del verso callejero pero sí ha sido el blanco compartido del insulto cosechado.

El poeta –dice- contempla. Al igual que el francotirador. En eso somos muy parecidos. La diferencia radica en el arma elegida al momento de plasmar la obra.

Sí, mientras algunos utilizamos el rifle de alta precisión y discriminamos entre hombres, mujeres y niños, otros prefieren la ametralladora Uzi con cerrojo telescópico y sin silenciador, y barren con todo lo que se encuentre a menos de veinte metros. Esto, por supuesto, lo pienso pero no lo digo.

Usted ha sido –continúa- un testigo privilegiado de una ráfaga de inspiración (aislada aunque poderosa). Y escuchó de primera mano la semilla del verso que pronto permitirá al resto de los mortales apreciar la esencia de mi visión.

Fue un verdadero honor. Está claro que la idea está ahí, latente. Ahora habría que pulirla un poco. Suavizarla. Esto lo pienso y además lo digo.

El hombre asiente con la mirada fija –otra vez- en un punto difuso de la callejuela. Y yo lo observo con estudiosa admiración. Solo la gente que conoce los oscuros secretos de sus mecanismos internos logra aprovechar en forma íntegra sus capacidades.

Es evidente que para poder vivir de lo nuestro aún nos queda mucho por aprender. A mí y a mi riflecito de morondanga.



Tengan ustedes muy buenas noches.