Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

viernes, 6 de septiembre de 2013

COLOQUIO SOBRE LOS FANTASMAS Y ALGO DE TETAS


Síntesis del post: Fantasmas de verdad. Teoría. Gente grisecita. La sombra. Comprobaciones. Vasos agitados. Las tetas. Reflexiones sobre el alma.


Porque según lo que yo pude saber, los fantasmas de verdad no son entes incorpóreos que aparecen y desaparecen en la cocina, el dormitorio o algún pasillo oscuro según su propio capricho, sino que se encuentran al alcance de nuestra percepción en forma permanente. Están por todas partes, pero ocurre que hay que saber mirar. Y eso no es para cualquiera. Primero hay que entender que no existe en ellos la voluntad de comunicar nada, no hay asuntos familiares pendientes o intrincados sueños de venganza. Ni siquiera está la intención pura y simple de asustar al primero que pase delante. La cuestión es muchísimo más compleja, no sé si me explico.

Todo esto lo dice mi amigo con profunda convicción y un aire profesoral bastante reñido con el vaso de whisky que sostiene en su mano derecha. Mientras tanto yo lo escucho, compongo mi célebre rostro de prestar atención y lo refuerzo acariciándome la barbilla como suelen hacer los psiquiatras cuando quieren ocultar su monumental desinterés. Sin embargo debo aclarar que la mía no es una postura falaz, la teoría me resulta atrapante a muchos niveles y me genera un sinfín de interrogantes que pienso plantear ni bien se me permita introducir un bocadillo. Muy cierto es que ello puede deberse al hecho de que yo también sostengo un vaso de whisky en mi mano derecha, pero no me parece justo ni oportuno comenzar con esa clase de acusaciones en esta etapa tan prematura del relato. Seamos indulgentes y veamos hacia dónde nos lleva esta simpática charla, que interrumpir no es de gente educada y para desacreditar siempre sobra el tiempo.

Ahora a lo nuestro sin más, que hoy hemos elegido la modalidad del diálogo y —creo yo— la lectura se hará un poco más amena para todos esos vagos que suelen espiar la extensión del texto antes de abordarlo de mala gana.

— ¿Pero entonces los fantasmas son de carne y hueso, se pueden tocar? —indago apenas se produce el primer silencio.

— No, no —se defiende él—. Los fantasmas sí tienen esa esencia holográfica que se puede apreciar en cualquier película de terror. Lo que pasa es que no andan apareciendo y desapareciendo todo el tiempo.

— ¿Y cómo se los distingue?

— Hay varias maneras, pero lo fundamental es que son como más grisecitos que la gente común.

— Nosotros también somos gente grisecita —replico luego de beber otro sorbo de whisky—. Somos dos ignotos con familias convencionales, trabajos poco estimulantes y problemas triviales tomando unos tragos en un bar de mala muerte.

— Sí, sí, pero yo me refiero al color —corrige—. Tienen un aspecto terroso como el de aquellas botellas —agrega señalando unos licores colocados en hilera sobre una repisa espejada.

— ¿Y además del color, qué?

— Bueno, te puedo decir que por lo general pululan en lugares muy concurridos —dictamina mientras alza su vaso vacío, agitándolo para que la chica que nos atiende haga contacto visual y proceda en consecuencia—, pero la gente no repara en su presencia. Pasan desapercibidos, como un mueble, una mosca o una botella.

— ¿Eso es todo?

— Creo que sí. Ah, no… y además no tienen sombra, lógicamente.


En este punto lo miro con extrañeza. Lo que me desconcierta un poco es el orden que ha elegido en su exposición. Quiero decir, a mí lo de la sombra no me parece un detalle menor, algo para agregar al paso luego de hacer un esfuerzo de memoria. Aspecto terroso tenemos todos, según quién nos mire y cómo lo haga. También pululamos en sitios muy concurridos sin que nadie repare en nuestra presencia. O al menos nadie que nos importe. Pero la sombra es la sombra, viejo. Viene de fábrica. Es presupuesto necesario de la calidad de persona, caramba.

— Por ejemplo, ahora mismo tenemos un fantasma entre los presentes —prosigue misterioso al tiempo que ojea solapadamente los pechos de la señorita que llena los dos vasos—. Con los parámetros que te acabo de dar ya estás en condiciones de adivinar quién es.

— ¿Acá en el bar? —pregunto algo inquieto.

— Sí. Vamos a ver si aprendiste a mirar —desafía con una media sonrisa.

— La chica que nos atiende no es —sentencio como apertura de mi investigación—. Esas tetas no tienen aspecto terroso ni pasan desapercibidas, y además proyectan una buena sombra.

— No, no es —confirma alzando su vaso en una suerte de brindis imaginario—. Las tetas, no esas tetas sino las tetas en general, no tienen aptitud fantasmal.

— ¿Entonces una señorita con buenas tetas no puede morirse y volver como fantasma? —pregunto yo con algo de pena.

— Si son genuinas, no. Pero si tiene prótesis las pueden remover y mandarla de vuelta como una tabla —explica haciendo gala de una sabiduría bastante discutible.


Apuro mi whisky y comienzo un minucioso examen de la concurrencia. Una parejita joven que discute tomada de la mano, una señora con aspecto de estar buscando a su hija rebelde, tres chicas no demasiado agraciadas, un grupo de amigos abordando en la barra a una señorita cuyos atributos carecen de la más absoluta aptitud fantasmal, un calvo que bebe un chupito tras otro. No mucho más. Gente no muy grisecita en el sentido estricto de mi búsqueda.

— No hay caso, no lo veo —confieso desalentado.

— Hay que observar con calma —contesta él mientras reclama otra ronda agitando el vaso.


De pronto reparo en un caballero parado en el extremo más alejado de la barra. Debe tener unos sesenta o sesenta y cinco años. Es un mozo que otea cada rincón del establecimiento aguardando paciente que alguien lo llame a su mesa. Pero algo no encaja en la situación. Es un mozo de restaurante, vestido con un pantalón negro muy gastado y una camisa celeste de mangas cortas. Y tiene una bandeja redonda y plateada aferrada debajo de la axila.

Ahora bien, esto es un bar. Un bar nocturno. Y por lo que he notado en el largo rato que llevo sentado, para atender en este sitio hay que ser mujer, joven, bien bonita y con muy buenas tetas. Cero actitud y aptitud fantasmal.

— El mozo —susurro como queriendo evitar que me escuche.

— Sin duda —asiente él con una satisfacción casi paternal.

— ¿Vos decís que si me paro y me acerco no va a tener sombra? —indago dejando entrever que el de la sombra es el único detalle al que asigno un carácter confirmatorio.

— No tiene —asevera—. Pero si te vas a arrimar que sea sin que lo note.

— ¿Por qué?

— Porque se va a escapar para la cocina y ya no lo vamos a ver más. Y yo quiero estudiarlo un rato.


Comprendo el argumento pero aun así necesito una comprobación, por lo tanto me pongo de pie y me acerco dando algunos rodeos para despistar. Sin embargo cuando estoy todavía a unos cinco o seis metros de distancia se da media vuelta y se escabulle por una puerta que, supongo, conduce a la cocina.

— Te dije que se iba a escapar —me amonesta apenas regreso a mi asiento con el semblante abatido.

— Ya va a salir, vas a ver —me defiendo con la mirada fija en la puerta.

— No. Lo perdimos.

No le presto atención. En cambio reflexiono unos segundos acerca de esa posición de frontera que asume el alma cuando pierde el albergue del cuerpo y no acaba de fundirse en el éter. Ese estado al que asignamos una individualidad y dotamos de un nombre. Un fantasma, decimos con total naturalidad. Y no importa si luego nos enrolamos en la teoría de la aparición o pensamos que está allí todo el tiempo, por fuera de nuestra percepción.

Sin embargo el tema finalmente se agota y la velada se desvía hacia asuntos más mundanos. Las horas transcurren y la noche comienza a esfumarse entre vasos agitados y amenos contrapuntos.

— Me parece que no te creo —confieso en un rapto de sinceridad.

— ¿Qué cosa, Juan?

Mi amigo me dice Juan porque yo, en efecto, me llamo Juan. No sé si lo dije alguna vez.

— Lo del fantasma.

— Ah… eso. Allá vos.


La señorita sin aptitud fantasmal responde una vez más al llamado del vaso. Sirve de muy buen modo, aunque sugiere amablemente un punto final. Una botella y tanto le parece suficiente para una sola noche.

— ¿Te puedo hacer una pregunta? —le dice mi amigo con una mirada desinhibida.

— Por supuesto —concede ella.

— ¿Acá trabaja algún mozo hombre?

— No, somos todas chicas.

En el rostro se le dibuja la satisfacción del triunfo, pero no parece querer regodearse.

— ¿Y las tetas te vinieron de fábrica o las pagaste? —se despacha casi de inmediato.

Ella lo observa mientras enrosca la tapa de la botella. No está ofendida, lo hace sin dejar de sonreír. Sin embargo se percibe que evalúa la estructura de su respuesta.

— Ni lo uno ni lo otro —responde por fin—. Pero la pregunta estuvo de más. Hiciste dos.

Mi amigo sonríe con la vista perdida en el posavasos.

— Es fija que vuelve como una tabla — murmura una vez que ella se retira.

Me lo dice a mí, y sin embargo yo no le presto atención. En cambio reflexiono unos segundos acerca de esa posición de frontera que asumen las tetas cuando no son del todo propias ni del todo ajenas.

— Al fin y al cabo que vuelva como le de la gana. Pero que vuelva —sentencio luego de interminables minutos de meditación.

Y que el fantasma se quede en la cocina. Esto lo agrego ahora, mucho más lúcido y menos propenso a las actitudes y aptitudes fantasmales.


Tengan ustedes muy buenas noches.