Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 11 de junio de 2015

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE MI MUERTE


Síntesis del post: Introducción. Mi Muerte. Ejercicio para calcular su fecha. Conclusión y consecuencias.


Heme aquí, no he muerto. Entiendo, sí, que tan melancólica idea pudiera haberlos abordado teniendo en cuenta el cruel abandono en que se encuentra este humilde espacio virtual, pero lo cierto es que aún me quedan algunas cosas por decir. Pocas, aunque suficientes para justificar esta repentina irrupción en escena.

Podrán ustedes decir que el sexto mes del año es una instancia algo tardía para dar comienzo a la temporada 2015, y que esos procederes se encuentran reservados a la órbita de ciertas glorias nacionales que pueden contarse con la mitad de los dedos de una mano. Glorias (no pienso criticar ahora sus gustos atrofiados) del calibre de Marcelo Tinelli o Susana Giménez, por traer a la mesa algún ejemplo. Y yo les responderé, como lo he hecho siempre, con esa amabilidad y don de gentes que bien podríamos catalogar como sello distintivo, que poco o nada me importan sus opiniones, y que si no las tomaba en cuenta cuando éramos noventa o cien almas las que recorríamos estos pasillos, menos lo voy a hacer ahora que si juntamos tres o cuatro habremos producido un milagro digno de ser incluido en algún pasaje bíblico.

Ahora a lo nuestro sin más, que los milagros no ocurren solos y mi poder de concentración no es el que solía ser cuando tenía por costumbre escribir un artículo semanal y desechar sus opiniones, pedidos y sugerencias con idéntica frecuencia.

Decía al comienzo de estas líneas que no he muerto, aunque el desarrollo de las mismas será consagrado en su totalidad a ese hecho futuro y cierto. Me refiero a la muerte. No a la muerte en general, no a la muerte de un individuo cualquiera sino a la mía. A mi muerte. Y a las consecuencias que de ella se deriven desde el instante en que ocurra. Si es que algún día ocurre, ya que para ser del todo franco me veo en la obligación de admitir que albergo (siempre lo hice) una tenue sospecha de inmortalidad. No, no dije deseo. Dije sospecha. Y no es lo mismo una cosa que la otra, así que háganme la caridad de prestar la debida atención a mis palabras, que no están puestas acá por azar sino que han sido meditadas en pleno dominio de mis facultades mentales. O con muy poco alcohol en sangre.

El ejercicio que voy a poner en práctica, ya que no poseo dotes de adivinador, consiste en una estimación más o menos arbitraria del tiempo que me queda de vida. Es decir que, de acuerdo a mi intuición, al estado de salud que presento a la fecha y a una serie de factores externos que podrían incidir en forma directa sobre la sana costumbre de mantener una respiración constante y uniforme, intentaré precisar el año o al menos la época de mi deceso. Y una vez logrado ello calcularé sus posibles consecuencias de acuerdo al contexto en el que podría hallarme en ese tristísimo momento.

Procedo entonces:

En el primero de los aspectos recién mencionados, quiero decir, el intuitivo, comenzaré por aclarar debidamente que desde que tengo memoria milito en la corriente del pesimismo más extremo, y que ello ocurre un poco basado en el instinto y otro poco en una elección. Asumo que adorna este cuerpo (joven y bonito por cierto) un alma corta, de esas que jamás viajan encarnadas por más de medio siglo, así que de no confirmarse aquella tenue sospecha de inmortalidad que expuse en forma de cruda confesión, entiendo que será esa, días más días menos, la duración de este nuevo viaje.

En cuanto al estado de salud que presento a la fecha me remito a los estudios médicos de rutina que, como hombre precavido que soy, afronté la semana pasada con una valentía digna de elogio. Según parece, a la luz de los resultados obtenidos estoy de mil maravillas. O de setecientas doce maravillas si apelo a la honestidad y tengo la decencia de restar del total todos los puntos de colesterol distribuidos a lo largo de mi torrente sanguíneo. Yo no lo veo tan importante, pero es un detalle que aporta algo de precisión al desarrollo. Sin embargo, a causa de esa nimiedad una médica —asumo yo movida por la buena fe— me reprendió a dedo alzado y con una nota grave en el semblante. Es un tema para prestar atención a tu edad, Juan. Supongo que me llamó Juan para imprimirle un carácter más íntimo al reproche. Para dotarlo de un aire de familiaridad que limara su aspereza sin robarle fuerza. Y porque yo, en efecto, me llamo Juan. No sé si lo dije alguna vez en este espacio. Acto seguido tomó una lapicera y escribió en un papel un sinnúmero de aburridísimas actividades y oprobiosas prohibiciones que de ningún modo aseguran la permanencia de mi alma (corta según mi parecer) en este mundo mucho más allá del medio siglo que intuyo como fecha probable de caducidad, aunque sí que el tiempo que me quede, sea cual fuere, se me va a hacer larguísimo.

En resumen, voy a prestar la debida atención porque eso es lo que hay que hacer ‘a mi edad’. Estoy dispuesto a producir mínimas modificaciones en mis hábitos a fin de equilibrar un poco la balanza de probabilidades, pero sin condenarme a una existencia miserable solo por ganar un puñado de años que, por otra parte, preferiría que fueran consecuencia de la suerte o el favor de los dioses y no de un rígido plan de acción ayuno de vicios y lípidos.

El último aspecto a considerar es el de los factores externos que pudieran acabar conmigo de manera repentina, más allá de mi intuición, de aquella tenue sospecha de inmortalidad o del quebranto de mi salud por enfermedad o excesos reiterados.

Todos sabemos que en este extraño cascote cósmico que nos toca habitar nadie se encuentra exento de los accidentes y casualidades. Sería un hecho absolutamente imprevisible si mañana por la mañana, caminando plácidamente por la Avenida Córdoba en busca de un bar decente para desayunar, uno fuera impactado en plena crisma por algún desecho espacial que penetrara como bólido en la atmósfera terrestre describiendo tan infausta trayectoria. Concedo que el ejemplo elegido es algo extremo, y que sería mucho más factible que uno fuera atropellado cruzando la calle, sobre todo si le anduviera prestando más atención al nivel de colesterol en el organismo que al colectivo diferencial de la línea 60 lanzado en velocidad a escasos diez metros del semáforo rojo. Pero bueno, en todo caso esto último sería culpa la bendita médica y su índice acusador. Comprenderán ustedes que la intención aquí era graficar que los accidentes y casualidades existen, que de pronto son capaces de abandonar su potencialidad para transformarse en una lamentable realidad, y que si bien a veces pueden evitarse con algo de diligencia, otras exceden por completo las precauciones que podría tomar cualquier individuo más o menos juicioso. De esto último se trata eso que denominamos mala suerte, condición que se distribuye entre la gente de manera caprichosa y asimétrica, acompañando a unos en altísimas dosis y liberando a otros de presión sin motivo aparente.

El secreto consiste, por lo tanto, en averiguar de cuál de los dos grupos uno forma parte, no para ingresar en el terreno de las medidas precautorias, que como sabemos son estériles a la hora de evitar accidentes o repeler la casualidad, sino para establecer la probabilidad de una muerte exenta de responsabilidad tomando en cuenta la dosis de mala suerte que el Cosmos nos administra habitualmente. En el caso que nos ocupa, o sea el mío, esa dosis es bastante considerable, así que tampoco veo en lo referido a este punto razón alguna para albergar mayores esperanzas de longevidad.

Y hasta aquí el desarrollo de este sencillo ejercicio. Tenemos entonces un techo de medio siglo en cuanto a la expectativa de vida que es aportado por la intuición, influenciada, claro está, por mi pesimismo extremo. Agregamos a ello un problema de tuberías que más allá de mi robusta salud introduce un interrogante, una posibilidad de que ni siquiera ese medio siglo se materialice. Y por último una predisposición cósmica al infortunio que hasta hoy no se ha traducido en grandes calamidades pero suma un ingrediente al guiso. En consecuencia entiendo que no sería descabellado hablar de unos 47 años al momento de dar las hurras. Un número más cercano al medio siglo que a mi edad actual, y que contempla con rigor casi científico las variables que acabo de exponer.

Por lo tanto, habiendo calculado ya la edad que podría tener al momento de mi muerte, restaría hablar (en forma sucinta) de sus consecuencias. Pero lo cierto es que pensándolo con más detenimiento llegué a la conclusión de que no hay mucho que decir en ese aspecto. Y no solo sobre mi muerte, sino sobre la muerte en general. Derramarán alguna lágrima los más allegados, hará acto de presencia un puñado de conocidos voluntariosos e ignorará el hecho —con justa razón— aquella gente que haya tenido solo un trato protocolar. Y perduraré algún tiempo en dos o tres fotos expuestas en alguna biblioteca terrosa, y con el paso de los años haré el tránsito habitual en estos casos, de amado difunto a antepasado, y de allí a ancestro. Y el mundo seguirá su curso, que es lo que suele hacer frente a tamañas insignificancias.

Es todo lo que tengo para decir sobre el particular. Solo me queda esperar el momento con resignación, aprovechar el tiempo con alegría teniendo en cuenta la noción de finitud y vigilar mi colesterol, que según tengo entendido es lo que debo hacer ‘a mi edad’.

Ah… y también me queda aquella tenue sospecha de inmortalidad que albergo desde siempre y que es, no sé si lo dije en este artículo, el as que guardo bajo la manga para ganar la batalla.

No, no es deseo. Es sospecha. No jodan más.


Tengan ustedes muy buenas noches.