Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

viernes, 29 de abril de 2011

POTENTE GEN

Síntesis del post: Potente Gen, porque es viernes, y los viernes yo a veces subo un Potente Gen.

Esta semana estuve hiperactivo, publiqué artículos por todos lados, para todos los gustos. No sé qué más pretende el auditorio de mí.

¿Cómo dice?

¿Excelencia?

Bueno, en esta ocasión traigo a la mesa un ejemplar que seguramente acallará esa demanda.



Gen Derbez

Eugenio y Ashley Derbez. Padre e hija.

El caballero es un comediante mexicano muy conocido en esa tierra, y la señorita es su hija. Creo que el parecido no admite discusiones ni protestas.

Ámenme, admírenme; no tengo mucho más para ofrecer.

Y ahora me voy contento, porque es viernes. Y los viernes yo almuerzo solo. Y como lo que se me da la gana. Y me tomo un vinito chico con soda y hielo. Y postre. Y café, si dan.



Tengan ustedes un reposado fin de semana.

viernes, 22 de abril de 2011

GALVALISI

Síntesis del post: Galvalisi. Equívoco. Auditorio. El lugar de siempre. Ovación. Olvido. Reflexión final.

Hoy nos tocaba un Potente Gen, porque es viernes, y los viernes yo a veces subo un Potente Gen. Pero lo cierto es que acabo de ser protagonista de una experiencia que roza el terreno de lo sobrenatural (justo en este momento, cuando mi palabra ha perdido ese carácter indubitable que tenía antes de comenzar la semana), y se me hace imposible postergar el presente artículo. Sepan ustedes disculpar la osadía.

A lo nuestro sin más, que hoy nos vamos a tomar nuestro tiempo.

Toco el timbre. Al cabo de unos segundos me recibe un señor que, ni bien me ve, esboza una sonrisa bonachona y pega un saltito. Un imperceptible aunque emocionado saltito.

‘Por fin Galvalisi, ya nos tenía un poco preocupados’, confiesa mientras me envuelve la espalda con el brazo derecho a la altura de los riñones. Porque es un hombre pequeño, no porque mis riñones posean alguna especial condición que los torne más atractivos que el promedio de los demás riñones.

Yo no soy Galvalisi. De eso estoy muy seguro. Solo subí estos cuatro pisos por escalera porque pensé que en esta oficina funcionaba la escribanía González, así que por más eufórico que se ponga este caballero de sonrisa bonachona, nunca podré ser la persona que él pretende que sea. Por otra parte, y en tren de aportar algún dato objetivo que confirme mi declamación, admito que suelen preocupar infinitamente más mis arribos que mis ausencias.

No, no puedo ser Galvalisi. Basta con esta primera impresión para habilitar la sospecha. Aunque yo, no sé les dije, estoy muy seguro de mi identidad.

Quiero aclarar el equívoco, de veras, pero este pequeño caballero, calvo y morrudo, vestido con un impecable traje marrón, me conduce a través de una sala repleta de escritorios (a su vez repletos de papeles, teléfonos y computadoras) hacia lo que él denomina ‘el auditorio’, al tiempo que me enumera una larga lista de apellidos que, se supone, aguardan ansiosos mi llegada.

El auditorio estalla en un aplauso cerrado ni bien el hombre del traje marrón descorre la cortina que ocultaba el escenario. Incluso percibo en algunos rostros un fluir de lágrimas que me conmueve genuinamente.

‘Muchas gracias, damas y caballeros. Con nosotros Galvalisi, el hombre del momento. El tipo que ha logrado rescatar a la empresa del abismo y colocarla nuevamente a la vanguardia de las empresas nacionales, salvando cientos (o tal vez miles) de empleos. Nuestros empleos. Ahora él les va a dirigir unas palabras que preparó para la ocasión’.

No preparé una sola palabra para la ocasión. Quiero decir, si hubiera sabido que existía una ocasión tal vez habría preparado algo. Pero no lo sabía. El asunto me toma por sorpresa, aunque la calidez del auditorio provoca que me sienta extrañamente cómodo. Y cuando yo me siento cómodo conservo una buena cuota de lucidez. Tanta como para mentir con cierto descaro. Si no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Pongo cara de entendido y todo, no sé si les dije alguna vez.

‘En la vida todo es cuestión de actitud’, comienzo diciendo. Un amigo me dijo eso hace no tanto tiempo, y a mí me parece una excelente movida de apertura.

‘Si uno pone mucha actitud cualquier problema tiene solución, no importa cuan grave sea’, continúo replicando la línea argumental de ese mismo amigo. Y atrás suelto un discurso de una enorme potencia emotiva, aunque suficientemente vago como para no delatar el hecho de que no tengo la más pálida idea de lo que hice, de lo que hizo el bueno de Galvalisi, para salvar a la empresa del abismo.

¡GAL-VA-LISI! ¡GAL-VA-LISI! ¡GAL-VA-LISI!

Ese es el rugido del auditorio ni bien culmino mi inolvidable discurso.

De inmediato el hombre del traje marrón me estampa un caluroso abrazo. Luego una anciana con pinta de secretaria de la vieja guardia me besa la mano, y al mismo tiempo un señor canoso de traje gris me revuelve los cabellos como lo haría un padre orgulloso de su hijo.

‘Te felicito mi amor, acá los chicos te mandan muchos besos’, me dice una voz femenina al otro lado del teléfono móvil que alguien sostiene contra mi oreja.

‘Sos un garca Galvalisi, la idea fue mía’, escupe en voz muy baja otro señor, aunque entre tantas muestras de cariño no puedo prestarle demasiada atención.

‘Mi premio te lo doy esta noche, en el lugar de siempre’, me susurra una exuberante rubia de unos cuarenta y cinco años que no pienso describir en detalle por falta de tiempo. Y siento la humedad de su lengua en lo más profundo del oído izquierdo, y el suave roce de su muslo contra mis genitales.

¿Cuál es el lugar de siempre? No sé cuál es el lugar de siempre. Por favor, que alguien me diga cuál es el lugar de siempre.

Al cabo de un rato logro escapar de los abrazos y me refugio en el baño. Estoy en ese punto en que me he dado cuenta de que no es tan malo ser Galvalisi. No es que yo no sea feliz, por supuesto que lo soy; pero la felicidad de Galvalisi parece una felicidad más acabada, más pulida que la mía. Con sus triunfos y sus pecados.

Sin embargo no veo en el espejo el rostro de Galvalisi. Cualquiera que sea. No. Veo el mío, lo conozco de memoria. Soy yo mismo (quiero decir, mi yo físico) el que por alguna misteriosa casualidad ha sido confundido con él. Y eso me llena el alma de terror. ¿Y si mi propia familia ya no fuera capaz de reconocerme? ¿Y si fuera Galvalisi el que ocupara mi lugar a partir de hoy?

Corro a mi hogar mientras imagino a Galvalisi regresando en busca de su felicidad más acabada, más pulida que la mía. Gritando en la puerta de la oficina ‘¡Yo soy el auténtico Galvalisi!’, y siendo expulsado a la rastra por dos fornidos agentes de seguridad. Y lo pienso también en ese desesperado intento por convencer a su –mi- esposa. Aportando fidedigna información acerca de su luna de miel, los números de las cajas de seguridad, la ubicación exacta de los más recónditos lunares, aquellas anécdotas inconfesables, los apodos más secretos, etc. Y siendo acusado por ella de ladrón, asesino o violador errante.

Sin embargo todo continúa en su sitio. Sigo siendo el mismo de siempre, objeto del cariño y víctima del repudio de mi universo circundante. No existen rastros de Galvalisi en el seno de mi fortaleza, y eso me desconcierta.

De más está decir que regreso presuroso a mi oficina (quiero decir, a la oficina de Galvalisi) solo para descubrir que aquella pequeña conspiración cósmica ha sido desbaratada con la misma rapidez y solvencia que fueron necesarias para darle vida. El pequeño caballero del traje marrón, calvo y morrudo, ya no se muestra tan afectuoso. La anciana secretaria me observa lacónica desde su escritorio. El hombre canoso del traje gris ya no se ensaña con mis cabellos. El otro señor no me odia secretamente. Y la rubia cuarentona que seguiré sin describir en detalle no parece tan propensa a los roces como a los cachetazos.

El auditorio ya no me ama. Ni siquiera me reconoce. Mi pequeño instante de gloria se ha desvanecido para siempre, y nadie excepto yo lo guardará en su memoria.

Un final triste aunque previsible. Nunca debí correr a mi casa.

‘¿Y dónde está Galvalisi?’, preguntará usted, que ya se ve venir otro desenlace que no responde por completo a las preguntas que se plantean en el desarrollo.

Yo creo que Galvalisi no existe, caballero. Galvalisi no es nadie, o mejor dicho, somos todos. Sí, aunque suene a eslogan político o publicitario. Galvalisi está hecho con retazos de cada uno de nosotros. Es un ente incorpóreo que se nutre de pequeños instantes llevados adelante por gente común y corriente. Gente como usted y como yo. Individuos cuya presencia es reclamada en determinado momento por alguna autoridad celestial, de acuerdo a sus cualidades y aptitudes, con el único objetivo de dar forma y continuidad a este pequeño ensayo divino.

No me quejo de la parte que me tocó en suerte. Creo que en el fondo estuve bien elegido. Tenía que inventar e inventé. Tenía que mentir y mentí. Cuando no estoy acorralado soy muy bueno mintiendo. Pongo cara de entendido y todo, no sé si les dije alguna vez.

Solo me quedo con una duda…

¿Quién diablos es el maldito afortunado que se pasa la vida yendo con la rubia indescriptible al lugar de siempre?


Tengan ustedes muy buenas noches.

martes, 19 de abril de 2011

SUCINTAMENTE

Síntesis del post: Entredicho. Admisión de responsabilidad. Pedido de disculpas. Aclaración –muy necesaria- al foro.


El otro día tuve un pequeño entredicho con una señorita. De lo más amable ella, pero fue un entredicho al fin. Un entredicho virtual entre desconocidos que, por supuesto, jamás habían cruzado palabra, y probablemente jamás lo hagan de nuevo. Un ida y vuelta a través del correo electrónico que a la postre arrojó una suerte de distanciamiento –asumo- evitable si por las noches no fuera yo tan afecto a las bebidas espirituosas y a posar la yema de los dedos sobre esos cubos negros repletos de letras y signos de puntuación.


En fin… las cosas son como son, y no como uno desea que sean. Ni la dulzura de sus sentencias ni mi semblante neutro fueron capaces de contener el desborde que se difundió con cada golpe en la tecla ‘Intro’. Sin duda un hecho lamentable que ahora me dispongo a reparar con esta humilde y sincera admisión de responsabilidad. Así, sucintamente, como le gusta a esta amable señorita.


Soy malo. Una persona horrible, como me gusta decir a veces en este espacio. Invento historias que no son ciertas, celebro las pequeñas desgracias propias y ajenas, me burlo de los defectos físicos, prometo cosas que luego incumplo con malsano regocijo, discuto nimiedades con el único afán de molestar al prójimo, saco la basura antes de las ocho de la noche o después de las nueve, escupo en la vía pública, insulto durante los partidos de fútbol, elijo primero las mejores piezas del asado, nunca atiendo el teléfono, apago las luces cuando suena el timbre, me robo los jabones de los hoteles y a veces, incluso, leo Clarín.


Podría continuar enumerando mis defectos hasta la semana que viene, pero no voy a hacerlo. Hoy no. Hoy me prometí a mí mismo un límite de mil palabras. Contar mi asunto sin firuletes. Sin las fórmulas de las que soy tan amigo. Sin repeticiones. Así, sucintamente, como le gusta a esta amable señorita.


A lo nuestro entonces, que aún no hemos dicho nada y ya vamos a agotar la primera carilla en el word.


Me toca pedir disculpas y dar por terminado el incidente. No agregar más. No echar mano a los adornos. Quisiera describir el cuadro, la escena que me condujo a esa última y fatídica respuesta pasadas las dos de la mañana de un día como cualquier otro. Pero no puedo. Para ello tendría que aportar demasiadas precisiones, y no soy bueno a la hora de recortar detalles superfluos. Quiero decir, fallo en podar el árbol cuando lo veo completo. No encuentro la forma adecuada de cortarle el pelo al artículo.


Sí, sí, ya voy. Perdón. Sin firuletes, por supuesto. Así, sucintamente, como le gusta a esta amable señorita.


Le pido disculpas por esos inocentes dardos que, con muy mala fortuna, acertaron en el corazón de su sensibilidad. Usted no lo merecía.


Listo, ya está. Esto lo hice sin que usted me lo pidiera expresamente.


Procedo ahora con la aclaración pactada, no sin antes recordarle que sospecho, tengo la intuición, casi le diría que asumo que no hace ninguna falta. Maldita la gana que tengo yo de exponerla a usted aquí, de local, ante un pequeño foro que se constituye por propia voluntad, hecho que me lleva a fantasear con una inmerecida absolución. Usted tampoco merece eso, pero esta vez es su decisión.


Aclaración al foro: La mayoría de las historias que ven la luz en este humilde rincón de la blogósfera son inventadas, y bajo ningún concepto representan o reflejan los verdaderos sentimientos del autor, que en el fondo no es más que un alma pura y limpia, incapaz de desear el mal en sí mismo a ninguna persona, animal o mineral sobre la tierra. No sé si lo dije alguna vez, así que aprovecho la ocasión para hacerlo.


Sé que muchos de ustedes estaban escandalizados con varias de mis exposiciones, así que ahora que he develado un misterio que tenía a todos al borde del asiento, ahora que por fin he limpiado mi buen nombre y honor, doy por concluido mi asunto y me retiro.


Sí, ya sé, no lo hice así, sucintamente, como le gusta a esta amable señorita. De veras lamento no haber sido capaz de respetar esa promesa, ese límite autoimpuesto de las mil palabras.


Ahora ya lo saben; además de inventar historias que no son ciertas, prometo cosas que luego incumplo con malsano regocijo.


Y soy amigo de las fórmulas y las repeticiones. No sé si les dije.




Tengan ustedes muy buenas noches.


PS: Parafraseando a una buena amiga de la casa… ¡Harto me tienen!


jueves, 14 de abril de 2011

SAL A LA VIDA

Síntesis del post: Un amigo. Un problema. Un contrapunto. Una promotora. Un perfume. Un taxi. Sal a la vida.


Camino con un amigo. Por la calle Florida camino. Y mientras tanto le cuento un problema de trabajo. Uno de esos problemas que no se van con el fin de la jornada, que reaparecen por la noche y se cargan varias horas de sueño, que revelan nuevas aristas cada vez que se los repiensa. Un problema bien serio, qué tanto.

En la vida todo es cuestión de actitud, me dice mi amigo, y acto seguido suelta uno de esos discursos más orientados al apuntalamiento del ánimo que al aporte de una solución real y concreta. No me queda más remedio que escucharlo en silencio, aunque no me convenzan sus argumentos. En el fondo pienso que siempre se puede sacar algo positivo del punto de vista ajeno.

Es muy fácil hablar cuando uno no tiene que lidiar con el asunto, le respondo. Pero a él tampoco lo convencen mis argumentos. Mi amigo no es de los que se dan por vencidos con facilidad, lo conozco hace mucho tiempo, y sé que no se va a detener hasta que su opinión prevalezca. Por propio mérito o por cansancio, da lo mismo.

¿Entonces para poder aconsejar hay que tener un problema grave? Eso me pregunta. Sin duda un razonamiento falaz, ya que esas no fueron mis palabras exactas. Pero no tiene caso discutir, no sé si les dije que lo conozco hace mucho tiempo.

Una promotora ofrece un perfume para damas. Y se lo ofrece, claro está, a las damas que pasan. En la calle Florida eso es algo muy común, a nadie le llama la atención.

Mi amigo se detiene y se queda mirándola. La mira así, muy con los ojos fijos, y a mí se me antoja pensar que las razones están a la vista, en exposición. Casi podría decir que rebalsan. Tez aceitunada, pelo negro muy lacio y brillante, largo hasta la mitad de la espalda, ojos verdes, facciones perfectas para modelar y un físico diseñado para la alta competencia. Todo ello en el marco de un trajecito azul (sí, como el de la mamá del malogrado caniche) que bien podría hacerla pasar por azafata de alguna línea aérea internacional. Una auténtica gema la señorita, si a alguien le interesa mi humildísima opinión.

Pero el hombre no solo está admirando su belleza, más bien parece que tuviera algo en mente. No sé si les dije que lo conozco hace mucho tiempo.

Poneme acá en la mano, le dice finalmente con el brazo derecho extendido hacia ella. Poco le importa la aclaración de la señorita acerca del sexo destinatario de la fragancia, así que la orden es acatada casi sin titubeos.

Muy bien, ahora poneme acá, le dice abriendo los botones superiores de la camisa y enseñando el pecho. La sorpresa en el rostro de la morocha es elocuente, pero al cabo de unos segundos también obedece esta orden. Apunta el vaporizador y ejecuta con decente puntería.

Y ahora acá, le dice tirando del cinturón hacia afuera con ambos pulgares, creando un vacío de cinco centímetros entre el pantalón y la ropa interior. La muchacha amaga con una negativa que mi amigo sofoca con una simple sonrisa y un por favor, hecho por el cual obtiene –también en este caso- una completa sumisión.

Muchas gracias, le dice, y antes de que ella pueda responder la toma de la nuca y le planta furioso beso en la boca. Con lengua y todo, le juro. Uno de esos besos que duran interminables segundos e involucran contorsiones corporales de lo más extrañas y variadas. Un señor beso. Hecho y derecho. Con todas las de la ley.

Para mi sorpresa la falsa azafata ofrece poca o ninguna resistencia, y una vez terminado el acto tampoco defiende su honra a cachetazos. Ninguna reacción. Nada. Solo, tal vez, una tibia sonrisa mientras el desfachatado agresor y yo nos retiramos a paso lento. Por la calle Florida, no sé si les dije.

Ahora yo también tengo un problema grave, sentencia con los labios enchastrados de rojo. En media hora me encuentro con mi novia, y me va a descoser el cráneo a castañazos. Es probable que quiera dejarme, y eso que en quince días nos tenemos que casar.

Dicho eso repite que en la vida todo es cuestión de actitud, y atrás me suelta el mismo rollo de antes. Los problemas existen, son parte del mundo que nos rodea. Y de vez en cuando, si la cosa transcurre demasiado tranquila, es bueno inventarse alguno nuevo. Para no oxidarse ¿entendés? Hay que ponerle un poco de sal a la vida, tomar riesgos. Si uno le mete mucha actitud, cualquier problema tiene solución. No importa cuan grave sea. Te espero en quince días, chau.

Y se toma un taxi a la altura de la calle Sarmiento. Así, sin más. Con el mundo solucionado, una sonrisa de oreja a oreja y una morocha confusa y medio enamorada.

Me quedo mirando mientras el auto se aleja calle arriba. Por la calle Sarmiento, no sé si les dije. No estoy seguro del mensaje que quiso transmitir con esa puesta en escena. Lo que sí sé es que yo sigo con mi problema a cuestas, y no pienso besar en la boca a ningún inspector de la AFIP.

Que quede bien clarito que yo sí le echo sal a la vida. Sal sin sodio, pero le echo.


Tengan ustedes muy buenas noches.

PS: Apenas pueda voy a reanudar mis patrullajes por los espacios virtuales amigos y afines. Sepan ustedes disculpar.

domingo, 3 de abril de 2011

ESCIPIÓN

Síntesis del post: Introducción. Una señora. Escipión. Los colectivos nuevos. Un metro-delegado. La tragedia. Las culpas. Conclusión.


Hoy vengo a contarles una tragedia. Deseo que nos pongamos, en la medida de nuestras posibilidades, un poco serios. Por una vez no pasa nada. Sería lindo que tratáramos de apartar ese salvaje apetito por la comicidad y nos ubicáramos, aunque más no fuera por un minuto, en el lugar del otro. Del que sufre. Del que enfrenta uno de esos momentos que poseen la fuerza necesaria para torcer el rumbo de una existencia. Dicho así, infiero, no parece algo tan complejo.

Tenemos entonces a esta señora, una persona bastante mayor. Cabello color plata, rostro ovalado, nariz respingada y boca pequeña, todo ello coronado por un par de ojitos celestes y nerviosos, exageradamente redondos. Muy elegante ella, con su trajecito azul eléctrico, su sombrerito haciendo juego, su blusita de seda blanca y sus zapatitos de taco alto. Una preciosidad de señora, si se me permite la opinión.

Encontramos a esta preciosidad de señora paseando por la avenida Pueyrredón en compañía de su inseparable amigo Escipión, un caniche toy que parece puesto en el mundo para completar esta pintura. Escipión es a esta preciosidad de señora lo que el sombrerito es al trajecito azul eléctrico. Corona la composición, como aquel par de ojitos celestes y nerviosos, exageradamente redondos. Quiero decir que son el uno para el otro, vamos.

Ahora, les pido encarecidamente que no pierdan de vista a este simpático y diminuto caniche. La señora lo pasea con una correa extensible que le otorga una inmensa cuota de libertad, y él la administra con mucho criterio. Se entrega a la exploración cuando nadie está cerca y se repliega hasta la pantorrilla de su dueña cuando aparecen en el horizonte mascotas más grandes y feroces. Debo admitir que demuestra una gran pericia, aunque supongo que cuando uno tiene ese tamaño no queda más remedio que aprender de memoria las más variadas operaciones de evasión.

Tic tic tic tic tic, es el ruidito que hacen las finas uñas de Escipión al contacto con la vereda. Se parece demasiado al que hacen los zapatitos de taco alto de su dueña. No sé si les dije que parecen formar parte de la misma pintura. Que son el uno para el otro.

Tic tic tic tic, olfatea la cubierta trasera de un auto estacionado. Tic tic tic tic, levanta la pata en un árbol. Tic tic tic tic, se repliega ante la aparición de un rottweiler. Tic tic tic tic, reanuda la exploración. Tic tic tic tic, abre las patitas para evacuar sólidos.

‘¡Escipión!’, grita a tiempo la dueña.

‘Abajo del cordoncito mi rey, en la callecita, como te enseñó mamá’, agrega con una sonrisa.

Lo que ocurre a partir de aquí pertenece al dominio de la tragedia. De esa tragedia que vine a contarles. Supongo que no lo habrán olvidado.

Me impresionan mucho esos colectivos nuevos que circulan por las calles de Buenos Aires. No, esos no. Me refiero a esos otros. Esos que se parecen más a un tren que a un micro. Sí, exacto, los que tienen una especie de fuelle en el centro y un cuerpo extra, pasando a medir en vez de, pongamos por caso, nueve o diez metros, dieciséis. Eso mismo, con tres pares de ruedas en vez de dos. Ahora nos entendemos.

Decía entonces que me impresionan mucho esos colectivos nuevos. Cada vez que los veo, el instinto me lleva a replegarme en busca de alguna pantorrilla protectora. Y estoy seguro de que, de haberlo visto, Escipión habría procedido de la misma forma.

Pero no lo vio.

Y usted, pedazo de irresponsable, tampoco. Eso a pesar de que yo no solo le había pedido que no perdiera de vista a ese simpático y diminuto caniche, sino que lo había hecho encarecidamente. Si hubiera estado atento en vez de pavear, al menos podría haber chiflado. Con un poco de suerte no habríamos tenido que hablar de una tragedia.

Bueno, ya está. Da lo mismo. Volvamos a lo nuestro.

Estamos situados frente a un cuadro desolador. Un furioso colectivo 132 con dos cuerpos, fuelle en el centro y tres pares de ruedas se ha llevado puesto al bueno de Escipión, arrancando de cuajo la correa extensible de la mano de la señora. Una preciosidad de señora, no sé les dije.

Lo dramático del asunto es que el chofer no se ha percatado de la suerte que corrió el animal, y entonces se aleja por la avenida Pueyrredón a la misma velocidad que venía, cruzando semáforos en amarillo y con la correa extensible enroscada en la rueda delantera derecha, haciendo chazzzz chazzzz chazzzz chazzzz (como latigazos) contra el pavimento con cada giro de la misma.

El que no aparece por ningún lado es Escipión. Digo, el cuerpo de Escipión. Ni rastros, vea usted. Nadie es tan estúpido como para pensar que pudo haber sobrevivido, pero lo cierto es que no tenemos un cadáver en el pavimento. Solo pequeñas motitas de pelo blanco y enrulado por aquí y por allá, esa horrible mancha roja y esas gotitas (rojas también) perfectamente alineadas en la dirección en que huyó el colectivo. Algunos de los presentes teorizan que la fuerza del impacto unida a la desproporción de tamaños pudo haber arrojado como resultado una volatilización espontánea del animal, pero a mí me cuesta creerlo. Me lo imagino enroscado en la parte inferior del monstruo, en algún engranaje, justo entre el eje delantero y su propia correa.

Ahora la señora solloza en los brazos de un transeúnte que intenta consolarla. No perdamos el tiempo con descripciones; el hombre es idéntico a ese delegado del subte que siempre está en primera fila cuando se arma el despelote (sí, este), y a mí ese contraste entre los protagonistas me resulta muy divertido.

‘Pobrecito mi rey, puede estar sufriendo mucho… habría que alcanzar a ese colectivo’, dice la señora con la voz entrecortada.

Nuestro metro-delegado alza las cejas, revolea los ojos sin apartarla de su pecho contenedor y le palmea los hombros con dulzura.

Escipión no está sufriendo. Ya no es capaz de sentir el dolor físico. O cualquier otra sensación. No experimenta absolutamente nada.

Escipión está en el cielo de los perritos. En el mejor de los casos. Y alguien debería explicarle a esta preciosidad de señora que todo ha terminado.

Pero claro, ¿quién dará el paso al frente?

¿Usted? Si ni siquiera fue capaz de mantener la vista clavada en el perro. De alguna forma es tan culpable como el colectivero.

¿Yo? Si en medio de esta tragedia solo me sale pensar en lo divertido de los contrastes.

¿El metro-delegado? Creo que ya hizo demasiado.

¿Entonces quién?

No lo sé, mi amigo. No lo sé. Yo solo vine a contarle una tragedia. La clase de asunto que me conmueve. El drama de perder un compañero en la recta final de la vida, la soledad, el sufrimiento, los miedos. Y si mal no recuerdo le pedí que, juntos, hiciéramos el esfuerzo de asumir el lugar del otro. Del que sufre. Del que enfrenta un momento crucial en su existencia. Y si bien es cierto que yo no fui capaz de hacerlo, no lo es menos que usted tampoco. Sí, usted, no se haga. No crea que no me di cuenta de que se estaba riendo. Su famoso apetito por lo cómico. Y disculpe que se lo repita con tanta insistencia, pero además le sacó la vista al perrito justo en ese segundo crucial.

Y pumba, pasó lo que pasó.

Usted es una persona horrible.

Nada más.


Tengan ustedes muy buenas noches.