Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

martes, 30 de diciembre de 2014

IN-DAGA


Síntesis del post: Un sujeto calvo. Una sala. Interrogatorio. Las culpas. La inocencia. Los términos. Intuición. Sonrisas varias.


Un sujeto calvo, rechoncho, de aspecto sudoroso y edad irreconocible irrumpe en la sala con paso cansino. Deja caer sobre la mesa una caja de cartón repleta de papeles roñosos de la cual extrae un manoseado folio que ahora estudia con grandes muestras de interés entre las que, de cuando en cuando, intercala alguna mueca de sorpresa. Desde mi punto de vista, exhausto y temeroso como me encuentro, el interés exhibido es genuino; sin embargo la mueca (a la sorpresa me refiero) es impostada. Es una burda sobreactuación dirigida a producir en mi ánimo la apertura de alguna grieta definitiva.

— Bigud…

Asiento sin apartar la mirada del suelo, pero sigo acorazado en un obstinado mutismo que a esta altura de los acontecimientos ya se me antoja peligroso. Por supuesto que me fijé en la etiqueta blanca adherida sobre uno de los laterales de la caja. La posición de la misma no es azarosa, él desea que lea mi apellido, busca inocular en mi espíritu una sensación de desnudez que condicione mis respuestas durante su interrogatorio, a todas luces inminente.

— ¿Sabe por qué está acá, Bigud?

Cuando dice ‘acá’ se refiere a la sala que no tuve la deferencia de describir al comienzo de este humilde relato. Y es que, a fuer de ser sincero, la misma no deja mucho lugar para el floreo. Es un recinto de cuatro metros por lado, pintado íntegramente de un color gris muy claro, con una mesa en el centro y dos sillas de madera que rechinan como si fueran a partirse en mil pedazos con cada movimiento. En la pared que se encuentra justo frente a mí hay un vidrio espejado de un metro de alto por dos de largo que –asumo– esconde detrás de sí a un grupo de agentes o funcionarios que analizan mis manifestaciones verbales y gestuales con estudiosa dedicación.

— La verdad es que no tengo la más pálida idea —respondo casi en un susurro.
— Por supuesto que no, usted no tiene idea, usted es inocente —refunfuña para sí, sin dejar de leer el folio mientras alza las cejas con el mismo énfasis impostado que utilizó al principio.
— Talvez no sea inocente, pero puede apostar que no soy del todo culpable —admito a modo de ampliación.

Ahora la sorpresa en su rostro es genuina. Tan genuina como su interés o mis temores. Devuelve el folio a la caja de cartón y cruza las manos detrás de la espalda.

— Me pregunto entonces por qué reconoce una hipotética culpabilidad en un asunto que alega ignorar por completo, que según usted le es del todo ajeno —reflexiona en voz alta, como tratando de dotar a la indagación de un carácter más amistoso.
— Porque esa respuesta se aplica a todas las situaciones de mi vida, sin excepciones —expongo con la mayor naturalidad.

El semblante agrio se le ilumina, incluso aventura una media sonrisa. Siente derretirse la barrera de hielo que media entre los dos y entiende que mis palabras lo animan a multiplicar su audacia en pos del objetivo, si es que tiene alguno.

— Podemos concluir entonces, estimado Bigud, que usted asume una posición de frontera entre la inocencia y la culpa —arremete—, en este caso como en cualquier otro.
— No entiendo de qué se me acusa —protesto.
— ¿Acaso le importa? ¿acaso le importó alguna vez?
— No sé de qué me habla.
— Sí que sabe. ¿Quiere que detengamos esto? ¿le gustaría llamar a un abogado?
— Yo soy mi propio abogado, siempre.
— Es que de eso se trata, Bigud —sentencia—. Me cuesta creer que no lo vea. Usted se siente mucho más cómodo cuando los platos ya están rotos.

Me refugio en un silencio desdeñoso. Las esposas me dañan las muñecas y para ser franco me gustaría un cigarrillo, un vaso de whisky sin hielo quizás.
El calvo rechoncho camina alrededor de la sala aún con las manos cruzadas detrás de la espalda. El diálogo encierra un aire de secreta peligrosidad para ambos y se nota que mide el alcance de cada palabra antes de pronunciarla.

— Exoneración es un término que me gusta mucho —escupe de pronto—, ¿y a usted?
— Nunca me detuve a pensar en eso —contesto incómodo.
— Significa aliviar. Descargar de peso u obligación.
— Sé lo que significa.
— Entonces… ¿le gusta o no?
— Prefiero otras palabras.
— ¿Cómo cuáles? —indaga—. ¿Perdón? ¿absolución? ¿amnistía? ¿indulto?
— Me sé hacer perdonar llegado el caso y si tengo ganas, si es eso a lo que se refiere —digo ya bastante malhumorado.
— Por supuesto que sabe, el alma conoce siempre su vocación aunque no se ufane de ello.

Un ligero ademán le basta para que una señorita de armónicas proporciones ingrese en la sala con dos tazas de café que deposita sobre la mesa, a un lado de la imponente caja con mi expediente. Hecho ello y sin mediar instrucción de su jefe, introduce una pequeña llave en la base de las esposas y me libera las manos.

— Preferiría un whisky sin hielo y un cigarrillo —insinúo mirando al calvo mientras me froto las muñecas enrojecidas.
— Y yo, pero esto es lo que hay —responde encogiendo los hombros.

El café es extraordinariamente bueno para el ámbito en que ha sido servido, debo admitir. Suaviza la hostilidad que gobernó en la sala estas últimas horas.
El calvo rechoncho detiene la caminata a mi lado y apoya su mano en mi hombro. Luego se coloca en cuclillas y acerca la boca a mi oído. Yo mantengo la mirada al frente, hacia el vidrio espejado que intuyo repleto de serviles agentes o estudiosos funcionarios.

— ¿Por quién o por quiénes, Bigud? —pregunta en un tono apenas audible a pesar de escasa distancia que lo separa de mí— ¿Por quién o por quiénes se tiene que hacer perdonar? Conociendo eso se nos va a revelar el delito. Usted va a entender por qué está acá, y yo voy a saber qué decisión tomar.
— No existe un quién. O quiénes. Y mucho menos un qué. Lamento que su interrogatorio y sus métodos policíacos sean, al menos en el asunto que nos ocupa, inconducentes.
— Yo más bien creo que no llegó el caso, o que no tiene ganas. Aún —agrega en tono de amenaza.
— Así las cosas —replico yo, porque eso es lo que suelo decir cada vez que no tengo nada más para regalar.

Se incorpora y resopla en clara muestra de fastidio. Vacío de respuestas escruta la caja para ganar tiempo. La camisa empapada por la transpiración de su torso –asumo– velludo, la corbata floja, el optimismo en delicado equilibrio sobre el pescante.

— ¿Usted sabe que no puedo retenerlo, verdad? —admite secando la calva con un pañuelo amarillento.
— Lo intuyo.

Sonríe a medias. Por segunda vez.

— Por supuesto, lo intuye. Esa también es una respuesta que se aplica a todas las situaciones de su vida, sin excepciones. Yo también soy capaz de intuir.

Ahora soy yo el que sonríe. Por primera vez.

— ¿Me puedo ir? —pregunto para no sonar descortés.
— No tiene a dónde, estimado. Pero si es lo que desea yo no me voy a interponer —confiesa al tiempo que arruga el folio manoseado y lo arroja a un cesto de basura que se había escapado a mi ojo entrenado.
— Le pido disculpas por no haber regalado las respuestas que usted esperaba. Por no haber estado a la altura de sus intenciones —le digo intentando ubicarme en algún punto entre el oficio y la sinceridad.
— Desaparezca de acá —insta mientras apura el café—. En el fondo no es culpa suya.
— Lo es —contradigo—. Pero solo parcialmente.

Alza la taza en actitud de brindis imaginario. Sonríe. Es una sonrisa franca, abierta, genuina, sin segundas intenciones.

— Absolución —murmuro mientras abro la puerta.

Manifiesta una mueca descolocada. No entiende. Aún.

— Absolución es la palabra que me gusta. Entre las que mencionó hace un rato.

Sonríe. Por última vez. A esta altura ya no tiene ninguna impotancia.


Tengan ustedes muy buenas noches. Un feliz final de año y un mejor comienzo.



lunes, 20 de octubre de 2014

UN MOMENTO


Síntesis del post: Me dijo. Respondí. Creatividad. Insultos. Un cigarrillo. Silencio. Una señora regordeta. Respuesta final.


Me dijo, según recuerdo, un montón de cosas juntas. Una cascada de verdades y falacias mezcladas unas con otras, entrelazadas desde el encono, ensambladas con auténtico arte y de un modo solo conveniente a sus intereses de aquel momento. Un momento lejano. Uno que ya no me importa.

Nadie viene con un manual de instrucciones, recuerdo que le contesté en aquel momento lejano. Un momento que ya no me importa. La única herramienta es la interpretación. Lo que ves, lo que el otro traduce, lo que te muestra un buen día a través de una frase que te molesta o de un acto que te desconcierta, no se gesta en ese instante. Viene de lejos. En la mente nada ocurre de pronto, ni siquiera los impulsos. La sorpresa –tu sorpresa– es ingenuidad.

Lo siguiente fue el desborde anímico. Hay que ver la creatividad que puede demostrar cierta gente a la hora del insulto. Nada ni nadie, ni las madres, ni las hermanas, ni las primas ni los órganos sexuales –los propios y los de ellas– se encuentra a salvo de la furia poética de estos trovadores. Los versos brotan sin control desde el plexo solar y el universo gestual se amplía al punto de acabar involucrando un variado repertorio de tics mayormente faciales.

Encendí un cigarrillo. En aquel momento, un momento lejano que ya no me importa, se podía fumar en los bares. En rigor de verdad se podía fumar en cualquier lugar, y era poca la gente que se animaba a interponer una queja. Era una sociedad distinta, aquella. Antes de que la ecología, el ecologismo, echara todo a perder.

Decía entonces que encendí un cigarrillo. Lo hice despacio, respetando mis pequeñas ceremonias, y me puse a mirar por la ventana sin emitir comentarios. En aquel momento, lejano y ahora irrelevante, ya había comprendido yo que el silencio es la mejor defensa para una decisión tomada. Cualquier ensayo de justificación, cualquier palabra que pretenda apuntalar, equivale a una apertura de la vía recursiva, y eso solo prolonga el conflicto. Siempre es preferible lidiar con un insulto y no con una apelación.

Una señora regordeta se acercó hasta la mesa y le ofreció un vaso con agua. ¿Estás bien nena? Me miraba con odio, como poniendo en duda que mereciera las lágrimas que en aquel memento, un momento lejano que ya no me importa, se derramaban sin control. Le acarició la cabeza, el pelo. Supongo que habrán sido no más de treinta o cuarenta segundos. Luego volvió a su sitio, aunque no se desentendió por completo de nuestro drama.

Entonces ya está, esto se acabó. Estoy seguro de que esas fueron sus palabras exactas ni bien logró la calma necesaria para pronunciarlas. Era más una pregunta que una afirmación, pero en cualquier caso venía implícita la exigencia de una devolución. El mozo observaba de reojo acodado en la barra. La señora regordeta ejercía una vigilancia moderada aunque ausente de sutileza. Yo había encendido mi segundo cigarrillo.

No sé, flaca. Yo me voy de vacaciones con mis amigos, el resto lo trajiste vos. Recuerdo que esa fue mi respuesta en aquel momento. Un momento lejano. Uno que ya no me importa.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 5 de septiembre de 2014

UN HOMBRE ARAÑA


Síntesis del post: El hombre araña. Un rincón. Una cama de algarrobo. Inmovilidad. Contacto visual. Silencio. Final. Diálogo. Conclusión.


Tenemos al hombre araña. Está escondido en el rincón más oscuro de una habitación que en instantes procederé a describir con la mayor precisión de la que sea capaz. Permanece inmóvil, la respiración contenida, los músculos en tensión y la mirada fija en un punto que en instantes procederé a describir con la mayor precisión de la que sea capaz; un punto ubicado dentro de la habitación que en instantes procederé a describir con la mayor precisión de la que sea capaz.

Antes de ingresar en el terreno de las descripciones cuya precisión se encuentra relacionada en forma directa a las capacidades de este humilde servidor, es menester aclarar que no nos referimos aquí al hombre araña en tanto superhéroe, sino más bien al individuo amigo de la cosa ajena que se descuelga desde la terraza de algún edificio aferrado a una soga de considerable grosor con la intención de colarse al interior de uno o más departamentos para sustraer cuantos objetos de valor quepan en el saco, mochila o bolso que lleve consigo. A ese hombre araña nos referimos. No al otro, que si bien suele descolgarse desde las terrazas de los edificios, sus motivaciones se encuentran más vinculadas a la acrobacia circense que al delito penal.

Ahora a lo nuestro sin más, que estamos frente a una situación delicada que puede acabar en una auténtica tragedia.

Entonces, decía, tenemos al hombre araña oculto en el rincón más oscuro de una habitación. Está al pie de la ventana, disimulado entre las cortinas, inmóvil, con la respiración contenida y la mirada fija en una inmensa cama de dos plazas hecha de algarrobo, sobre la cual una pareja de mediana edad (treinta y cinco años diría yo) lleva a cabo verdaderas proezas de índole sexual.

De lo dicho se desprende que la habitación en cuestión es un dormitorio, y que nuestro hombre, el hombre araña, ha sido sorprendido en plena faena y apenas ha tenido tiempo para ocultarse en un rincón olvidado por la desteñida lucecita que proyecta un velador ubicado (por fortuna para todos) al otro lado de la cama, el lado que da al placard.

La ventana está abierta de par en par y las cortinas bailan con la brisa que llega del exterior. Si así lo quisiera podría escabullirse al balcón y alcanzar la soga sin que la pareja (demasiado concentrada en el asunto que trae entre manos, piernas y demás zonas corporales) lo note. Y sin embargo no lo hace. Permanece en su sitio, expectante y silencioso.

¿Cómo dice?

¿Cómo que por qué no se escapa? ¿Qué relato viene leyendo usted?

Hay una pareja teniendo sexo. Delante de sus ojos. Llevando a cabo verdaderas proezas de índole sexual, para respetar las palabras que acabo de emplear más arriba. Esto no es como estar en la tranquilidad de su hogar navegando dentro de esas páginas de dudosa moralidad que algunos juran que existen en Internet. No es como poner en práctica determinadas maniobras más mecánicas que imaginativas debajo de la ducha pensando en una exnovia, una amiga, una amante, una vecina o una desconocida. Ni siquiera es como hacerlo uno mismo con la mujer que se lo permite de buena gana, lo concede de mala gana o lo consiente por falta de candidatos. No señor. Esto es porno en vivo y en directo. Está ocurriendo en su presencia. Es mucho más que cualquiera de las variantes convencionales para lograr la ansiada satisfacción. Esto es invadir la sagrada intimidad de dos personas que, ajenas a la profanación de que son víctimas, ofrecen el espectáculo sin reservas de ninguna especie. Esto es la vida misma tomada por sorpresa en su desarrollo por un simple mortal. Es invertir los roles por una vez. Una sola vez. Una oportunidad única e irrepetible, de más está decir.

Decíamos entonces que el hombre araña no se escabulle a pesar de tener la oportunidad. El asunto ha dejado de ser un simple robo para mutar en otra clase de profanación. Una más divertida aunque menos redituable. El riesgo continúa siendo el mismo, pero la satisfacción es más psicológica que material.

De pronto los acontecimientos se precipitan. En medio de uno de los giros y contorsiones que se llevan a cabo sobre la cama de algarrobo, la mujer establece contacto visual con el intruso y ambas miradas se petrifican. Por ahora el silencio gobierna el fortuito encuentro, pero si no ocurre un milagro, solo lo hará por tres o cuatro segundos más. Luego aparecerán los gritos, el pánico (de ambas partes) y la fuga o su intento.

El hombre araña sostiene la mirada, hecho bastante destacable tomando en cuenta el estado de cosas. No porta armas de ningún tipo, lo suyo es el guante blanco, la sutileza y el sigilo, pero aun así mantiene la calma y ensaya una defensa. Alza el dedo índice, lo coloca en posición vertical y lo apoya sobre su boca, de canto, con la tercera falange a la altura de la nariz.

¿Cómo dice?

Sí, como la enfermera de la foto. La de la cofia con la cruz roja. Esa que demanda silencio con un rostro que expresa a un tiempo autoridad y dulzura.

Y la dama acata la orden. O concede el pedido. O consiente la profanación. Lo que ustedes prefieran. La cuestión es que ahoga su grito antes de que estalle. Lo reprime. Y en su lugar devuelve una tenue sonrisa que insinúa un desafío para el intruso. Entonces el marco que contiene ambas reacciones, el dedo y la sonrisa, alcanza un delicado equilibrio bajo la forma de un acuerdo tácito. Existe una amenaza, desde ya, pero también una ofrenda que la mantiene a raya.

La relación de la pareja continúa con la misma intensidad que traía antes del incidente, pero ahora ella se las arregla para mantener a buen resguardo su pequeño secreto. Atrae a su compañero hacia el lado opuesto de la cama, asume generosas posiciones que concentran todo su interés e interpone su propio cuerpo cuando existe el mínimo riesgo de un contacto visual. Y en la ejecución de cada maniobra exhibe una pericia digna de los mayores elogios.

El hombre araña observa la escena desbordado pero con el rostro adusto. Necesita mantener la amenaza gestual aunque haya abandonado hace rato sus primitivas intenciones. No es que las nuevas sean mucho más sanas, en rigor de verdad, lejos de exonerarlo solo habilitarían un cambio de carátula en el expediente, pero él sabe que no es lúcido ni prudente bajar la guardia cuando una mujer apela al sexo para obtener de un caballero un comportamiento adecuado a sus intereses.

Al cabo de un rato llega el final. Sí, todo tiene un final, y este ocurre con una espectacularidad que no viene al caso describir aquí porque no hace al fondo de la cuestión que nos ocupa. El caso es que ella, aprovechando que su compañero descansa boca arriba mientras juega a formar pequeños aros con el humo del cigarrillo, le dedica a su hombre (araña) algunos gestos y miradas rebalsadas de obscenidad. El superhéroe, abandonada ya toda inmovilidad y cautela, le exhibe lo suyo desde la penumbra de su rincón. Él también ha llegado a su propio final. Más silencioso, es cierto. Más contenido y menos espectacular, pero final al fin, si se me permite la redundancia.

— La próxima vez podríamos traer a alguien para que nos mire— sugiere la dama en voz bien audible mientras se vuelve hacia su compañero desentendiéndose por completo del intruso y la amenaza que representa.

— Estás loca, imaginate si después nos roba— responde él luego de apagar el velador.

— No creo que nadie nos robe— concluye ella en la oscuridad, en un tono desdibujado por un bostezo.

Tenemos al hombre araña. Está escalando la pared exterior de un edificio que no procederé a describir con precisión por ser idéntica a la pared exterior de cualquier otro edificio. El bolso que cuelga en su espalda está vacío, el cuerpo húmedo y la ropa negra manchada en diversas zonas. Su noche ha concluido. En instantes alcanzará la terraza, guardará la soga y desaparecerá por los techos para no regresar jamás.

‘Igual yo también creo que deberíamos ver a otras personas’, piensa. Quizás un poco despechado. Tal vez bastante literal.


Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 14 de agosto de 2014

LAS MIRADAS


Síntesis del post: Mi amigo. Un problemita. Un edificio de categoría. Credenciales. Miradas. Homicidas. Improvisación y planificación. Un ascensor. Una secretaria. Un cliente. Una solución. Una reflexión.


Mi amigo me llama por teléfono a media mañana. Desde su auto. Me pregunta por mi mujer y mis hijas, me habla un poco de fútbol, de la situación general del país y propone un asado con los muchachos que por ahora carece de fecha cierta. Acto seguido, luego de algunos rodeos más innecesarios que los ya mencionados, me pasa un contacto. Me dice que el tipo tiene un problemita, que es alguien de confianza, que tal vez yo le pueda dar una mano y que me lo va a agradecer. Por supuesto, se niega a aportar precisiones y yo no insisto. Finalmente, mostradas ya sus cartas con toda la sutileza de la que fue capaz, se despide solicitando que lo mantenga al tanto de la gestión.

Así las cosas. La lectura para semejante presentación es bastante sencilla, y de más está decir que no existe en la vaguedad del planteo una voluntad de ocultación. Más bien es la firme decisión de no interferir con las formas o maneras que el mandante elija para su propia exposición.

Decía entonces que la lectura es bastante sencilla: El punto este no tiene un problemita. Tiene un problema. Un problema de considerables proporciones que no ha podido resolver con sus herramientas por más que se ha cansado de intentarlo. Es de confianza pero no es amigo. La palabra amigo intercalada en esta clase de conversaciones involucra un solapado intento de rebaja en los honorarios o comisiones que uno pretenda percibir al final del camino. Al final o al principio, eso depende. En cuanto a la posibilidad de dar una mano, tal vez implica seguro, y el sincero agradecimiento sugiere futuros problemitas que caerán directamente en mis manos (la que doy ahora y la otra) de acuerdo a la solvencia y rapidez que sea yo capaz de demostrar en el caso que nos ocupa.

Es todo. Ahora a lo nuestro sin más, que el tiempo es oro y yo no como con lo que escribo sino con lo que hago.

Decido ir a verlo. Su oficina queda cerca de la mía y me parece un bonito gesto. Un gesto de buena voluntad como para romper el hielo, para comenzar a generar una confianza que hoy no existe.

Es un edificio de categoría, de esos en los que hay que exhibir el documento antes de ingresar y un empleado de seguridad con mirada desconfiada carga los datos en una computadora para facilitar la posterior identificación si uno acabara, pongamos por caso, improvisando un homicidio en medio de la visita. Y hablo de improvisar porque la gente que sale de la casa con los homicidios ya planificados suele haber estudiado en detalle la escena de su futuro crimen y muestra una marcada tendencia a la presentación de documentación apócrifa.

Supero la desconfianza del empleado de seguridad mirándolo fijo. Alguien que mira fijo a un empleado de seguridad de un edificio de categoría transmite plena confianza en sus credenciales. Es alguien con buena fe. O alguien que está a punto de cometer un homicidio improvisado, pero como la improvisación implica desconocimiento previo de la propia acción aún no lo sabe, y en consecuencia su buena fe es tan genuina como la buena fe de cualquier otro individuo, que no se torcerá en el transcurso de la visita. O un homicida liso y llano que vino con todo planeado desde la casa pero sabe, como sé yo, que cuando uno mira fijo a un empleado de seguridad de un edificio de categoría automáticamente transmite plena confianza en sus credenciales por más que sean apócrifas. Me refiero a las credenciales del homicida liso y llano, las mías sí que son genuinas.

Voy al piso doce. Un señor calvo, muy petiso él y con unos anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon sino como a un señor calvo y muy petiso, me pide que le marque el piso veinte. Estamos solo nosotros dos. Me mira con desinterés, supongo que es porque no hay otra cosa que mirar. Otra gente que mirar. El desinterés es siempre mejor que la desconfianza. La gente que mira con desinterés se encuentra sumida en sus propios asuntos. En realidad no repara en el objeto de su mirada, descansa la vista, y eso es muy conveniente para sujetos como yo, que no gustan de las miradas atentas y escrutadoras de los desconocidos, a menos que esos desconocidos sean mujeres y estén más buenas que tomar whisky directo de la botella. Y también es muy conveniente para los homicidas que traen todo planificado desde la casa, porque una mirada atenta y escrutadora es un futuro problema en una rueda de reconocimiento. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo, porque todavía no saben que lo son. A menos, claro está, que el ascensor esté bajando luego de haber perpetrado el homicidio. Ahí sí que saben.

Me despido del señor calvo, petiso y con unos anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon, desciendo y toco el timbre de la oficina 1205. Una voz femenina aguda y metálica gracias al aparato que la presenta me somete a un breve cuestionario y autoriza mi entrada sin más trámite. Es la secretaria del mandante de mi amigo, que al acercarme hasta su escritorio arranca la charla utilizando mi nombre de pila. Juan, me dice. Porque yo me llamo Juan, no sé si lo dije alguna vez en este espacio.

Es mala señal que haya una secretaria por más bonita que sea (y esta lo es), porque la gente solo tiene secretaria cuando sus problemas son tan grandes que no le dejan tiempo para otra cosa que para ocuparse de ellos. Y si además de ser bonita, esa secretaria conoce el nombre de pila del visitante y lo trata como si fuera un amigo de toda la vida, quiere decir que el problema que hay detrás de la puerta del despacho principal posee entidad suficiente como para que todo lo demás transcurra en un clima como el que describo.

Florencia me mira en silencio. Sé su nombre porque ya se presentó, me ofreció café y me obligó a ocupar un sillón muy cómodo en el que habré de pasar algunos minutos. Minutos que espero sean pocos, considerando el gesto de buena voluntad que implica mi presencia en esta oficina.

Decía entonces que Florencia me mira en silencio. El silencio es siempre mejor que el desinterés, y también que la desconfianza. La gente que mira en silencio deja una ventana abierta para la reflexión, y eso es muy conveniente para sujetos como yo, no muy amigos de las interferencias sonoras salvo que consistan ellas en proposiciones sexuales de una bonita secretaria, pongamos por caso, de Florencia, ya que la tenemos cerca y conocemos su nombre. Y también es muy conveniente para los homicidas que traen todo planificado desde la casa, ya que el silencio solo hace ruido en la mente del otro. Ello les otorga una enorme ventaja porque facilita la lectura de la tensión, el relajo, el pánico, la lujuria, la admiración, el amor, el odio y demás pulsiones comunes a todo ser humano. Les permite decidir el curso de las acciones en un clima de relativa calma y reduce considerablemente el margen de error. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo porque todavía no saben que lo son. Salvo, claro está, que sean medio paranoicos y el silencio obre como motor para esa paranoia oculta colocándolos de cara a la consumación de ese homicidio no premeditado aunque voluntario. Ahí sí que no da lo mismo.

Juan, me dice Florencia. Y me abre la puerta del despacho de su jefe con la misma mirada silenciosa que mantuvo todo este rato. Rato algo más largo de lo que yo hubiera deseado. No por su mirada, por supuesto, sino por aquello de la buena voluntad que implica mi presencia en esta oficina.

Mi cliente (asumo que ya puedo llamarlo así) es un hombre de unos sesenta años, cabello entrecano y barba entrecana. Hasta el vello de sus brazos que asoma debajo de la camisa a la altura de las muñecas es entrecano. Es, en síntesis, un individuo de capilaridad entrecana que me mira con bastante expectativa. La expectativa es siempre mejor que la desconfianza pero ciertamente peor que el desinterés o el silencio, porque significa que del otro lado hay alguien que espera algo de uno. Algo positivo. Un hecho, un acto, un dicho, un sentimiento, una solución. Lo que sea. La expectativa pone la pelota en el campo propio, exige una respuesta que será interpretada como satisfactoria o traerá aparejada una desilusión. Si la expectativa es grande, la satisfacción será plena o la desilusión devastadora.

Por eso la expectativa en esos términos no es algo muy conveniente para sujetos como yo, no muy amigos de los gestos que no sean estrictamente voluntarios e inesperados por el otro. Distinto es el caso de los homicidas que traen todo planificado desde la casa, ya que la expectativa, la esperanza puesta en lo positivo puede aportarles el factor sorpresa que necesitan para actuar sabiendo que si ocurriera un intento de defensa sería tardío e ineficaz. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo porque todavía no saben que lo son. Salvo, claro está, que la expectativa puesta en su persona sea la causa inmediata de un ataque de pánico que acabe disparando sus instintos mortales. Ahí sí que sería preferible el silencio, el desinterés o incluso la desconfianza.

Mi cliente va al grano y plantea el problema con crudeza. Es un problema incluso más grande del que yo esperaba encontrar. Uno que excede en mucho mis previsiones y posibilidades, así que luego de echar mano a la mirada que reservo para los casos en que deseo transmitir calma y seguridad, respondo con voz aplomada: ‘Es difícil pero posible, lo resuelvo antes de que tenga oportunidad de pestañear’.

En fin, entiendo que es lo que cualquier individuo de bien respondería ante una situación que lo desborda por completo. Bueno, pensándolo con más detenimiento, también podría ser la respuesta de un homicida que trae todo planificado desde la casa. O la de un homicida improvisado, por qué no. Eso, claro está, siempre y cuando se volviera loco en ese preciso instante y quisiera pronunciar una frase célebre antes de empuñar una tijera y desatar su furia asesina contra el individuo de capilaridad entrecana, Florencia (tan bonita ella) y el señor calvo, muy petiso y con anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon si el pobrecito tuviera la mala fortuna de cruzarlo en el ascensor.

Qué sé yo… en el fondo asumo que todos nos parecemos un poco en lo previo. Antes del acto quiero decir. En todo caso la culpa la tienen los empleados de seguridad, que dejan entrar a cualquiera que les presente un documento y los mire fijo, así, como transmitiendo plena confianza en sus credenciales.



Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 29 de mayo de 2014

PEQUEÑECES



Síntesis del post: Televisión de madrugada. Una pequeña reflexión. No mucho más. 




Son las 3 am. Prendo la tele.

Un hombre ingresa a esta casa de empeño en Las Vegas. Trae un contrato. Un contrato firmado por Elvis Presley en la década del sesenta. Es para tocar en un estadio, en un bar o en un estudio de televisión, la verdad es que no lo sé. Lo cierto es que este caballero lo considera un verdadero tesoro y, según explica a las cámaras antes de iniciar las tratativas, espera venderlo en unos quince mil dólares.

El calvo dueño de la tienda lo recibe con su amplia sonrisa y escucha el planteo al tiempo que demuestra un genuino interés. Si la pieza es auténtica puede valer muchísimo dinero, explica una vez que el potencial vendedor acaba su exposición. Existen muchos coleccionistas que estarían más que interesados en adquirir semejante rareza. Sin embargo hay un pero. Siempre hay un pero. Antes de fijar un precio habrá que llamar a un experto en estos temas para certifique la autenticidad de la firma de Elvis. El mercado se encuentra saturado de falsificaciones y no es cuestión de andar corriendo riesgos innecesarios.

Ambos hombres llegan a un acuerdo y un par de horas más tarde se hace presente el experto, que sin demasiados prolegómenos se coloca un monóculo en el ojo derecho e inicia inspección del documento.

Según parece la firma está muy bien hecha pero no es auténtica. Hay un problema con el punto de la ‘i’, y también con la ‘P’. El punto está mal ubicado y la panza de la otra letra es demasiado pequeña, está como desnutrida. Si la firma fuese auténtica el documento podría valer entre quince y veinte mil dólares, pero al ser una falsificación no posee valor alguno.

El calvo extiende la mano y le da las gracias al frustrado vendedor por haber pensado en su tienda. El hombre se retira cabizbajo mientras el experto le palmea la espalda y se deshace en vanos pedidos de disculpas. Lo que valía quince, ahora no vale nada. Y no queda más que resignarse.

Cambio el canal.

Con los ojos redondos y acuosos fijos en la cámara, un economista no muy renombrado nos explica que en esta coyuntura inflacionaria es preferible planificar con cuidado y pensar tan bien los gustos que uno desea darse como los que debe suprimir. Habla de tasas, consumo, emisión. Cosas aburridísimas. Lo sustancial es que uno debe recortar gastos, dejar de hacer cosas que hasta ayer por la tarde podía hacer.

Cambio el canal. Otra vez.

Un reconocido delantero de la selección colombiana de fútbol confiesa que no está del todo recuperado de su grave lesión en la rodilla, y a esta altura ya es muy difícil que llegue en plenitud física al campeonato mundial. En pocas palabras, se baja, tira la toalla, le deja su lugar a quien desee o merezca ocuparlo. Se le cae alguna lágrima, quizá.

Otro cambio.

En un río perdido de China, un obstinado pescador lucha para sacar del agua a un pez monstruoso. La pelea se extiende por varias horas, el hombre enrolla y deja ir la línea para terminar de cansar al animal. Cree que es inmenso, justo el tamaño y el peso que se ha propuesto hallar. Es su última oportunidad para lograrlo.

Cuando finalmente lo vence no resulta ser lo que él había imaginado. Estaba enganchado de una aleta, y por eso la feroz resistencia. De haber mordido el anzuelo de lleno lo habría derrotado en menos de media hora.

Ya no hay suficiente luz para un nuevo intento y encima es su último día en el país. Debe dar por terminada la expedición. Talvez el próximo año. La frustración se derrama por todo su rostro.

Son las 3.45 am. Apago.

En fin… considerando lo visto esta noche, no puedo evitar pensar que la vida es una sucesión de pequeñas claudicaciones. El hombre está preparado para afrontar las grandes tragedias tantas veces como fuera necesario, pero a la postre es la repetición constante y uniforme de esos hechos nimios a lo largo de los años lo que acaba derrotando su espíritu. Lo que lo acerca a la muerte sin que se percate, con los pies bien afirmados en los estribos e incluso con una mueca muy similar a una sonrisa.  

Uno muere todos los días un poco, hasta que deja de hacerlo y se consume. Estoy casi seguro de haber expresado esta misma idea en este espacio virtual, alguna vez, allá lejos y hace tiempo. Pero bueno, es la reflexión que traje para esta noche. No tengo otra.

Son las 4 am y no me sale dormir. No tengo sueño. Tampoco cigarrillos, y mucho menos, fuerzas para salir a comprar. Es evidente que me tengo que ir a acostar por más que no me guste, y esa es —asumo— mi pequeña claudicación del día. O mi pequeña muerte, cumplida en tiempo y forma antes de que cante el gallo. En cualquier caso (muerte o claudicación), me gusta hacer esta clase de deberes temprano y en ayunas. No sé, para descomprimir, pasar el resto del día tranquilo. Digo, debe ser eso.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 9 de mayo de 2014

DESTIEMPO


Síntesis del post: Viaje. Una pintura. En mi mente. Un avión. Un aeropuerto pequeño y remoto. Un pasillo larguísimo. Historias del destiempo. Despedida. Confesión.


Buenas noches. Hoy los voy a llevar de viaje, así que preparen sus petates y háganme la caridad de chequear que sus pasaportes estén en regla, que no quiero sorpresas a la hora de subir al avión. Porque vamos a viajar en avión, no sé si les dije. Sí, está bien, tendría que haber avisado con más tiempo, pero es que lo acabo de decidir, así, en este preciso instante. La pintura que traigo para hoy, con todas las historias que en ella transcurren, se encuentra retenida en mi mente desde hace más de dos años, y sin embargo, por más que lo intenté jamás supe qué hacer con ella. Cómo pintarla de un modo más o menos satisfactorio, tanto para mí como para el observador. Ahora sí lo sé, pero antes de comenzar es necesario que vea una vez más el paisaje. Voy a volar hasta allá para refrescar las imágenes, revivir los detalles si ello aún fuera posible. Y además tengo ganas de viajar, qué tanto. Faltan más de cinco horas para que entre a trabajar, así que la idea es perfectamente viable. Si hay algo que aprendí en estos días de profunda meditación es que dentro de mi mente soy dueño de los tiempos y las distancias, amo de mi mundo propio y de todos los mundos ajenos. Puedo hacer lo que yo quiera, cuando quiera y como quiera. Y quiero esto. Ahora. Sin tanto plan. Por favor no se queden ahí, mirando con esas caras de bobos, vayan a hacer lo que les pedí. Salimos en un ratito.

Ahora a lo nuestro sin más, que no falta tanto para que amanezca y tenemos mucho trajín por delante.

Son la 4.11 am (en serio, son las 4.11 am) y nuestro avión toca tierra en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, en la ciudad de Lima. Recuérdenme que nunca más los saque a pasear a ningún lado, hatajo de impresentables. No puede ser que ni siquiera toleren un vuelo de cinco horas sin enloquecer a las azafatas, llenar el piso de migas y andar cambiando de asiento a cada rato. Pero bueno, yo no aprendo más.

Tenemos entonces frente a nuestros ojos el tímido despertar de un aeropuerto pequeño y remoto. Un puñado de rostros incaicos y somnolientos deambula por un pasillo larguísimo repleto de monitores que anuncian todas las partidas y los arribos del mundo. O de la ciudad, no sé. Este pasillo, flanqueado por infinidad de locales comerciales autóctonos o de los otros y puertas numeradas enchufadas en mangas metálicas enchufadas en aviones en reposo enchufados en gruesas mangueras de combustible enchufadas en colosales tanques enchufados en robustos camiones libres de enchufes, constituye a la vez refugio y prisión para los pasajeros en tránsito. De allí no se sale si no es volando, y hacia allí nos dirigiremos nosotros una vez acabado el correspondiente trámite migratorio. Queremos presenciar ese despertar, ese desperezarse tan íntimo entre una veintena de individuos que reinan en forma transitoria donde pronto habrá una multitud. Sin embargo aún no hemos descendido del avión, y son las 4.23 am.

Me gusta la gente cuando recién se despierta, o cuando lleva miles de horas sin dormir. Esos instantes previos a la capitulación y el comportamiento errático que los adorna. Me gustan, en síntesis, los umbrales del sueño. Y esa es la pintura de hoy, pequeñas historias sobre el destiempo guardadas en mi memoria en este mismo pasillo, hace dos años. En los umbrales del sueño. Después, en todo caso, vamos viendo cómo seguimos. El destino final lo elegimos nosotros.

Un empleado de limpieza empacado en una suerte de overol azul trapea el piso con desgano frente a la puerta del baño de caballeros. A escasos dos metros una señora que debe rondar los sesenta años llora con la frente apoyada en un teléfono público mientras al otro lado del auricular alguien escucha sus lamentos. Me crucé el mundo entero para despedirlo pero no fue suficiente, Antonio acaba de decirme que murió hace tres horas, explica entre sollozos. Tiempo y distancia combinados para desbaratar un plan, un deseo, o solo para recordarnos que la muerte es un acto solitario que no admite postergaciones. En cualquier caso el destiempo siempre es cruel. Ahoga.

Un grupo de adolescentes, orgullosos integrantes de la selección juvenil de hockey de Chile, pisotea el trabajo húmedo y desganado del hombre del overol azul y distribuye sus huellas por todo el lugar. Ni siquiera se enteran, están demasiado alborotados para notarlo. Es que acaban de cambiar su vuelo y llegan a Santiago cuatro horas antes de lo previsto. Dejan todo tipo de mensajes, hablados, escritos o dibujados, con la esperanza de que algún alma desvelada los reciba en esta fría madrugada chilena. De otro modo operarán sobre ellos las consecuencias —siempre implacables— del destiempo. Deberán aguardar echados sobre sus valijas a que sus familiares y amigos organicen un rescate que a esta hora, dadas como están las cosas, comienza a intuirse tardío. Es cierto, será un destiempo incómodo aunque remediable, ni cercano a la tragedia que aún tiene lugar al pie del teléfono público. Sin embargo el mal humor y el fastidio no se moderan por el hecho de que existan en el mundo peores calamidades.

Tenemos, además, a esta señorita (muy bonita ella) parada a pocos metros de un negocio de chucherías autóctonas. Ella también espera, sufre el destiempo, aunque no seamos capaces de determinar el porqué. Aún. Tal vez espera a alguien, o algo, sea ese algo una cosa, un hecho o un acto fuera de su dominio. Tal vez alberga una esperanza o procesa una resignación. En cualquier caso a nosotros nos gusta mucho su remerita blanca, sus jeans medio gastados y sus zapatillas de lona. Nos gusta mucho —pero mucho— su valijita roja. Nos gusta mucho su sonrisa. Sonríe como si hubiera ganado la lotería ayer por la tarde. Nos gusta mucho, en síntesis, la señorita. Toda. Así, bonita, sencilla y millonaria. Solo por eso, atravesada como se encuentra por este escrito sobre el destiempo, vamos a desear que el suyo sea de los leves.

Un caballero alto, rubio, robusto y de frondoso bigote habla por su teléfono móvil. Perdí la conexión, explica en un inglés tan impecable como su traje. Conserva la esperanza de arreglar el pequeño inconveniente apenas encuentre un mostrador de la línea aérea involucrada en su destiempo. Sin embargo este pasillo de rostros incaicos y somnolientos, que apenas se despereza y se puebla a su ritmo no parece el sitio indicado. Quizás debería desandar sus pasos y buscar una oficina más cerca de la zona de trámites migratorios, en el piso de abajo. La zona donde en este momento, las 4.46 am, nos encontramos nosotros. En el fondo es, el suyo, un destiempo subsanable, que cuenta con personal especializado y dispuesto las veinticuatro horas del día. Un destiempo de mero trámite, podríamos decir.

Mientras tanto a nosotros nos indagan y nos escrutan unos señores con uniforme. Procedimiento de rutina. ¿Traemos plantas, animales, sustancias que puedan poner en riesgo a personas o cosas? No, no traemos. Yo no viajo con bichos de ninguna especie, y cuando acarreo sustancias (nunca o casi nunca) suelo llevarlas puestas. Sí tengo, como dijo alguna vez Miguelito (personaje de Mafalda), mi propio pastito interior. Pero no creo que sea ese el sentido de la pregunta, así que no lo digo.

Son las 4.57 am. Subimos por una amplia escalera que nos deposita en el centro mismo del cuadro que acabamos de pintar, creo yo, con sumo detalle. Está todo intacto, tal cuál lo recordábamos. Nuestras pequeñas historias recién contadas bailan y se entrelazan en este pasillo de rostros incaicos y somnolientos. El trapeador ha secado las huellas adolescentes y despreocupadas y ahora, apoyado el hombro sobre el lateral de una máquina expendedora de bebidas, observa a la señorita de la valija roja, bonita, sencilla y millonaria, con ojos soñadores. La señora del teléfono, la del destiempo más cruel, le explica al caballero de frondoso bigote cómo llegar al mostrador de la línea aérea. Y lo hace con un inglés más parecido al overol azul del trapeador que al impecable traje de él. De cualquier modo ese destiempo, con algo de buena voluntad y apuntalamiento gestual, puede superar incluso la más obstinada barrera idiomática. Es solo cuestión de intentarlo.

Y ahora, estimados, con nuestra pintura completa y tantas opciones para reanudar el vuelo, ha llegado la hora de despedirnos. Hemos solucionado todo el destiempo que estuvo a la mano y sufrido el que era irremediable. Nos hemos quedado sin asunto, ustedes y yo.

¿Cómo dice?

Ah, lo felicito caballero. Es usted muy observador. No esperaba verme en la obligación de hacer esta confesión, pero ya que pregunta no le voy a negar la respuesta. Es cierto, no hemos solucionado el destiempo de la señorita, tan bonita ella. Y ni siquiera sabemos si es irremediable. O mejor dicho, usted no lo sabe. Vea, la verdad es que ella no forma y jamás formó parte de ese recuerdo atrapado en mi mente desde hace dos años. No estaba incluida en la pintura original. La planté yo con toda premeditación y alevosía, con todo y valija roja, y lo hice solo un par de horas antes de proponerles este viaje a todos ustedes. Está puesta ahí para subsanar mi propio destiempo, tal vez el suyo, el nuestro. No el de nadie más. La pintura es la excusa perfecta, el hilo conductor, pero lo cierto es que me está esperando. Mire cómo sonríe. Mire cómo baila. Tan bonita, sencilla y millonaria.

¿Y ahora qué le pasa?

Sí que puedo, y lo voy a hacer. Me voy con ella. De hecho estoy acá solo por ella. Si a usted le parece que lo he traído engañado no entendió el sentido de todo esto, y me arrepiento de haberle pedido que viniera. Lo saqué de su casa, lo puse en un aeropuerto, en un pasillo larguísimo repleto de puertas que conducen a todos los aviones del mundo. O de la ciudad, no sé. Lo coloqué de cara a la posibilidad de dar remedio a su propio destiempo, cualquiera que sea, porque dentro de su mente usted es dueño de los tiempos y las distancias, amo de su mundo propio y de todos los ajenos. Puede hacer lo que quiera, cuando quiera y como quiera, no sé si le dije. Entonces no se preocupe tanto por mí, que soy grande y tengo carnet de conducir. En cambio medite el poder que tiene entre manos y úselo como le salga.

Ahora déjeme ir de una buena vez, antes de que se nos venga la mañana y haya que ir a trabajar. Antes de que esta pintura se desvanezca con todas sus puertas. Despídame del resto, vuelen, ahoguen el destiempo. Hagan lo que quieran. Mañana ya no van a poder.

Las 5 am. Me fundo con mi señorita, tan bonita, sencilla y millonaria. Sonrío y celebro. Mi valija negra tocando su valija roja. Ahora sí, somos los amos de nuestro mundo.

Miro las puertas que se nos ofrecen a lo largo del pasillo. Ideo un itinerario. Planeo un viaje, europeo o asiático, quizás. Aún nos quedan dos horas para que la pintura se desvanezca. Ya habrá un momento para descansar. Arrastro las dos valijas, la roja y la negra. Sonrío y celebro, otra vez. Anulo el destiempo, por fin.


Tengan ustedes muy buenas noches.

lunes, 14 de abril de 2014

SALSA KIPLING


Síntesis del post: Paseo. Un restaurante. Una recomendación. El doctor Guaglianone. La señorita Amundsen. Ranas Kipling. Perfección. Viaje.


Bien, hoy los voy a llevar de paseo a un lugar elegante, así que les pido encarecidamente que repasen sus modales e intenten traerlos con ustedes, porque las últimas veces que permití que me acompañaran dejaron bastante que desear. Todos. Sin excepción. Las chicas se me recogen el pelo y se me visten de modo tal que no nos chiflen todos los colectiveros de Buenos Aires mientras caminamos, porque vamos a ir caminando, no sé si les dije. Y los varones, por favor, de traje y corbata, que esto no es una reunión organizada por el FMI.

Ahora a lo nuestro sin más, que he perdido muchísimo tiempo arreglándome para la ocasión y tengo miedo de que lleguemos tardísimo.

Nuestro objetivo del día es un restaurante. Sí, vamos a cenar, no sé qué esperaban. Sin embargo puedo adelantarles que no hablamos aquí de un restaurante cualquiera. Es un sitio especial, exclusivo, al que se llega únicamente por recomendación de un cliente habitual, y cuyas normas y requisitos para el acceso y posterior permanencia se imponen con la más absoluta rigidez desde hace casi un siglo y medio. Si alguno de ustedes ha leído el cuento ‘La especialidad de la casa’ de Stanley Ellin podrá formarse una idea bastante acabada de las características del establecimiento, y si ninguno lo hizo, les recomiendo que lo hagan cuanto antes. Todos. Sin excepción. Es más, ya mismo dejen de perder el tiempo conmigo y búsquenlo en Internet. No solo es una verdadera obra maestra del género, sino que además es relativamente corto.

Ahora, como los conozco bien y sé que la mayoría ha dejado para más tarde (o para más nunca) la honesta recomendación que acabo de realizar, les voy a explicar un poco de qué va el asunto. Hagan silencio porque no pienso andar repitiendo instrucciones una vez que entremos.

Este sitio queda en el sótano de un vetusto edificio de estilo francés ubicado en uno de los barrios bajos de la capital. Se accede a través de una robusta escalera de piedra que nace al pie de una fuente construida en el centro del jardín trasero del edificio, y que se interna en las entrañas mismas de la tierra describiendo la forma de un caracol. La puerta es de roble macizo y se encuentra custodiada por un inmenso portero de origen africano (yo creo que es nigeriano), siempre de impecable chaquet, cuya única función consiste en verificar que los apellidos de los postulantes estén inscriptos en la selecta lista del día. Nosotros venimos recomendados por el doctor Guaglianone, que un poco corto de efectivo ha insistido en pagar algún servicio oportunamente prestado con esta curiosa invitación.

Una vez dentro nos encontramos con un ambiente sobrio donde cada objeto, sea parte del mobiliario, la platería o la decoración, destila una sencillez indestructible bajo la luz de una decena de faroles que cuelgan de las paredes o el techo (la iluminación es por completo artificial), y que lo tiñen todo de un amarillo desganado, muy al tono con el silencio imperante.

En lo referido al tema que nos ocupa, que es la cena en sí misma, me veo en la penosa obligación de advertirles que todas las mesas son para dos personas. Quiero decir, un individuo no puede dejarse caer a cualquier hora con ocho amigos y pretender que le junten algunas tablas en uno de los laterales del recinto (que dicho sea de paso, es endiabladamente pequeño). De hecho ni siquiera se puede elegir el comensal con el que se compartirá la velada. En cambio cada mesa posee dos tarjetas con los apellidos de las personas que la ocuparán, y eso no admite el más mínimo cambio o la más mínima protesta. Y sepan que no se trata de emparejamientos que necesariamente tengan como norte el fomento del arte de la seducción. Si usted es un caballero, bien podría tocarle en suerte la señorita de sus sueños, por qué no, pero también un mexicano gordo de tupido bigote al que solo le interese conversar sobre la migración anual de la ballena franca.

Y ya que de normas hablamos, aprovecho la oportunidad que se me brinda para comentarles que tampoco podrán elegir la comida. Se sirve el plato del día, una botella de vino tinto de elaboración propia (sin etiqueta alguna) y agua mineral sin gas. Eso es todo. Ni siquiera les será dado el privilegio de condimentar el manjar, ya que cualquier variación en las proporciones alquímicas de sus ingredientes no haría más que arruinar el futuro deleite.

Ahora bien, se dice, se comenta, se repite con insistencia entre los poquísimos afortunados que han logrado alguna vez trasponer la gruesa puerta de Kipling’s (así se llama el misterioso reducto) que la excelsitud de cada plato se revela patente al primer contacto con el paladar, y que luego de ello la velada adquiere ribetes oníricos que varían en forma significativa según el elemento humano que puebla cada mesa.

En fin… hechas estas pequeñas salvedades, creo que la invitación del doctor Guaglianone merece la pena. Y además no veo otro modo de que vaya a pagarme mis servicios profesionales, así que mejor pájaro en mano que tortuga en camiseta.

El portero africano (yo creo que es nigeriano, no sé si lo dije) repite mi apellido mientras ojea su lista de invitados, luego esboza una amplia sonrisa que descubre sus dientes blanquísimos, empuja la pesada puerta de roble con el hombro y susurra hacia el interior: El señor Bigud, de parte del doctor Guaglianone.

Un maître empaquetado de Armani acude presuroso y con un sutil ademán me anima a seguirlo a través de un angosto corredor que conduce al salón principal. Me señala un rincón alejado donde la luz de los faroles es aun más tenue que en otras partes, una mesa redonda al pie de un autorretrato de Van Gogh. Una mesa que, maldita sea mi suerte, ya se encuentra ocupada. Parece que seré yo quien tenga que presentarse y saludar.

En efecto la tarjeta blanca que reposa sobre el mantel tiene mi apellido. Bigud. La señorita sentada al otro lado (porque me ha tocado en suerte una señorita) me sonríe. La señorita Amundsen, según leo.

A ver cómo digo esto sin que suene que he venido hasta aquí, tan lejos de mi hogar, a experimentar placeres distintos de los gastronómicos, a otra cosa que no sea colectar un pago que gané en forma honesta: La señorita Amundsen está para comerla así, sin condimentos, como se estila en este simpático bodegón. Sí, es condenadamente bonita, y aunque a duras penas he alcanzado a balbucear mi apellido evitando lo más que pude el contacto visual, parece encantada de tenerme como compañero de velada. Su cabello negro recogido, su piel aceitunada, la sutil redondez de sus curvas y el brillo acuoso de sus ojos verdes me recuerdan vagamente a una novia que jamás tuve. Necesito reconducir mis emociones ahora que aún no probé bocado (a la comida me refiero), pero estimo que debo tener la turbación grabada a fuego en el semblante.

La señorita Amundsen toma las riendas de la conversación y sepulta los rastros de mi torpeza bajo densas capas de genuina indulgencia, al tiempo que un solícito mozo (creo yo de origen asturiano) dispone la vajilla para recibir el manjar que nos convoca.

Son ranas. Digo, el plato del día. Ranas. Ranas fritas con una salsa cuyos ingredientes no se encuentra autorizado a revelar el solícito mozo asturiano. Sabrá disculpar, caballero, señorita, el paladar no sabe de nombres. Son ranas con salsa Kipling, y eso es todo lo que necesitan saber.

Llevo el tenedor a la boca y devoro ese primer trozo descrito con tantas loas por el doctor Guaglianone. Percibo una perfección jamás intuida. Expulsan lágrimas de emoción los ojos de la señorita Amundsen, entregada a la misma tarea. La razón trastabilla y se repliega siguiendo un itinerario difuso. Las sensaciones, en cambio, no acatan ley alguna. Le digo que la amo. De un modo estúpido, que es el modo más puro en que puede expresarse el amor. Uno ama de un modo estúpido, caótico y desordenado. Una expresión prolija lo rebaja, lo humilla en forma irremediable. La señorita Amundsen me corresponde dentro de sus propios parámetros. Dentro de su propio viaje, piadoso con mi torpeza, rebosante de lágrimas, sublime en su sinceridad.

Limpiamos el plato (los platos) en pocos instantes. Dos o tres minutos a lo sumo, lo que puede durar un amor genuino. Nos miramos embelesados. Ya no existe la torpeza, tampoco la indulgencia. Hemos recorrido una vida, una existencia juntos. Hemos creado hijos torpes y aceitunados. Hemos viajado por el mundo. Hemos tenido nuestros momentos. Nuestros instantes.

Higos rellenos de almendras. Almendras Kipling. Ese es el postre ofrecido por el mozo solícito de origen asturiano. El siguiente bocado y su previsible consecuencia ya no es asunto que desee compartir con ustedes. Bastante que los traje, caramba.

Saludamos al portero africano (para mí que es nigeriano, no sé si lo dije) y nos retiramos satisfechos, con la certeza absoluta de que hemos cobrado nuestros servicios mucho más caros de lo que merecíamos.

¿Cómo que no?

Bueno, caballero, tampoco se ponga así. Yo no tengo la culpa de que a usted le haya tocado el mexicano de bigote tupido. Vaya y quéjese con Kipling.


Tengan ustedes muy buenas noches.

domingo, 6 de abril de 2014

BALDOSAS FLOJAS


Síntesis del post: Gabriela. Punto final. Voluntad exploratoria. Frase inacabada. Tropiezo. Conversación. Moraleja.


Y un día Gabriela dijo basta, listo, que ya estaba, que ya había tenido suficiente de mí, de nosotros. De los dos. Que ya no iba a seguir conmigo. Me quería, me quería mucho, me quería bien, como se quiere a alguien que es algo más que un simple pasatiempo, estaba segura. Pero no se le movía el piso, y eso le resultaba insuperable. Se divertía mucho conmigo, ojo (ojo no lo dijo ella en ese momento sino yo ahora), le parecía un tipo inteligente, sencillo y de buen corazón. Y el sexo era excelente, no se podía quejar. Sin embargo necesitaba aire, explorar un poco el mundo que la rodeaba sin ataduras de ninguna especie. En pocas palabras, ser una persona libre. Y además estaba este pibe, no me podía mentir. No me quería mentir. Un estudiante de agronomía que había conocido en el cumpleaños de su prima y que, asumo yo (en realidad también lo asumí en ese momento), deseaba convertir en la materia principal de aquella exploración sin ataduras.

Le dije que estaba todo bien, que no se hiciera problema, que yo no me quería transformar en un estorbo para su floreciente voluntad exploratoria. Supongo que aquel día no hablé específicamente de esa clase de voluntad; si me conozco un poco y la memoria no me falla, debo haber colocado un punto luego de la palabra estorbo. En rigor de verdad es el tiempo el que me puso más cínico, más irónico, el que me ha otorgado el don de completar las frases con el veneno adecuado para la ocasión. Pero en esa época no lo tenía y dejé la idea inacabada, o acabada de un modo imperfecto. Después de todo éramos solo dos chicos de veinte años que habían salido por cuatro o cinco meses. Nada más. Yo también la quería bien, me gustaba. Era muy linda de cara, flaca y con buenas curvas. Y también tenía sus detalles, por qué no decirlo. Por ejemplo, rara vez usaba el mismo perfume, llamaba por teléfono solo lo necesario, no disfrutaba el arte de pelear sin motivo, me cocinaba algo rico todos los viernes y en la cama estaba siempre dispuesta a hacer todo lo que se me ocurriera sin protestar. Estimo que a esa edad no se puede pedir mucho más.

Lo que en su momento quizás me molestó un poco de esa ruptura fue el hecho de no haberla visto venir, de no haberla intuido. Jamás pensé que Gabriela fuera capaz de llegar a esos niveles de improvisación, de seguir un impulso en lugar de permanecer a resguardo de cualquier turbulencia. Creo que en el fondo la subestimé, y por eso terminé afuera sin notificación previa. Bien por ella.

Y ahora a lo nuestro sin más. Dejamos de lado el pasado para situarnos en el presente y procedemos al relato de un hecho corto y simple que nos servirá de base para una modesta conclusión. Quizás una moraleja.

Una señorita se desploma en plena calle a pocos metros de mi posición. Y se pega un buen golpe, un golpe de esos que le arrancan a uno estertóreas carcajadas que solo se detienen cuando comprende que pudo haber ocurrido un daño. Un daño serio.

Acudo presuroso a la zona del desastre y como puedo la ayudo a incorporarse. Hay en su rostro una mueca de profundo dolor, aprieta los párpados y las mandíbulas, arruga la nariz y se frota la cadera con la palma de la mano izquierda mientras suelta por lo bajo algunos insultos sin destinatario específico. Es Gabriela. La reconozco –nos reconocemos- ni bien abre los ojos para darme las gracias. Está idéntica. Me gusta pensar que yo también, pero sé que no es así; seguramente descifró la mirada o percibió alguno de esos gestos que el tiempo jamás alcanza a enterrar del todo.

Me dedica una tierna sonrisa mientras se acomoda la blusa y examina con horror el tremendo agujero que se le hizo en la media a la altura de la rodilla. Sin pensar le coloco una mano sobre el vientre y con la otra le subo el cierre de la pollera, que está ubicado justo entre medio de los glúteos y se ha bajado hasta la mitad del camino dejando a la vista del mundo más información de la recomendable. Procedo como lo haría cualquiera con una mujer que ya ha visto desnuda, con la misma soltura e impunidad. En otra situación solo habría apuntado un índice pudoroso hacia la zona para que ella misma corrigiera el desajuste.

Nos quedamos charlando un rato, ahí mismo, a medio metro de la baldosa floja que le provocó la caída. Hablamos de la vida, las cosas de rigor, nada especial. En su momento el estudiante de agronomía fue despachado con una celeridad similar a la empleada conmigo, hubo por allí algún que otro novio que tampoco le movió el piso, en mi caso alguna que otra novia, ahora los dos estamos en pareja, tenemos hijos (en mi caso hijas), vivimos relativamente cerca pero en mundos muy diferentes. Eso es, en más o en menos, todo lo que hay.

A lo largo de la conversación insinúa un par de veces algún atisbo de aquella voluntad exploratoria de antaño. Sugiere así, en forma solapada, que sería bonito, estimulante e inspirador tener la posibilidad de encontrarnos otro día en circunstancias menos incómodas para ella. Opto por asentir sin confirmar, y luego de algunos rodeos el fortuito encuentro se encamina al final.

Quedamos en vernos pronto, quizás para tomar un café o almorzar en algún boliche perdido del microcentro. Nos abrazamos con una efusión que, por lo menos en mi caso, no es impostada y nos despedimos jurando llevar a cabo aquel promisorio segundo encuentro que sin embargo jamás se producirá. Lo sé porque, primero, no soy fanático de los zapatos usados, y segundo, no intercambiamos ningún dato útil (por ejemplo los teléfonos) para localizarnos sin tener que depender de otra baldosa floja. En cualquier caso yo prefiero dejar esa clase de asuntos en manos del destino, el azar o la simple casualidad.

Y eso es todo lo que vine a contar esta noche.

¿Cómo dice?

Ah, sí, la moraleja. Qué sé yo… la vida está repleta de baldosas flojas, así que nunca es tarde para que se te mueva el piso.


Tengan ustedes muy buenas noches.


miércoles, 26 de marzo de 2014

IN NOMINE PATRIS


Síntesis del post: Padre Juan. Una señora regordeta. Desilusiones. Equívocos y tragedias. Una muerta. Procedimiento. Un patrullero. Peligrosa tendencia.



Llega justo a tiempo, Padre Juan. Eso me dice una señora regordeta mientras aprieta mi antebrazo con la misma fuerza que emplearía un trabajador portuario en sus labores un lunes por la mañana, luego de haber dormido doce horas y desayunado un cóctel de cereal, leche y huevos batidos.

Aquellos de ustedes que me conocen saben de sobra que no soy el Padre Juan, aun cuando hayan atestiguado en más de una ocasión esa peligrosa tendencia a asumir con resignación casi heroica la identidad que por error me sea atribuida. En rigor de verdad, no creo que tenga gracia alguna desilusionar a un completo desconocido, tal vez por eso procedo de esa forma en semejantes situaciones. Y es que las desilusiones, para ser completas y devastadoras, requieren el elemento del conocimiento mutuo. Cuando un extraño se forma sobre uno una idea que no se ajusta a la realidad, no pasa de ser un simple equívoco. En cambio, cuando alguien que cree conocernos recibe la noticia de que no somos lo que creía que éramos, sobreviene la tragedia. Bien, lo que yo entiendo es que se puede persistir en el equívoco sin grandes perjuicios para los involucrados, y que, de más está decirlo, no ocurre lo mismo con la tragedia.

En fin… no sé de qué estaba hablando. Ah, sí, que no soy el Padre Juan. Sí soy padre, esa es una a mi favor. Y sí, también me llamo Juan, no sé si lo dije alguna vez en este espacio. Pero no soy las dos cosas juntas. Las dos cosas juntas insinúan una elevación moral que yo jamás he alcanzado en ningún plano de mi vida.

Ahora a lo nuestro sin más, que como bien dijo la señora antes de dejar mi brazo inutilizado para el resto del día, el tiempo apremia. Estamos muy apurados, aun desconociendo por completo las causas.

Tenemos a esta señorita, muy bonita ella. Y también muy muerta. Bastante muerta. Quiero decir, todo lo muerta que puede estar una persona que no está viva. Debe tener unos treinta años (edad nada recomendable para abandonar el sano hábito de respirar), y se encuentra tendida boca arriba sobre la vereda con el cabello rubio revuelto y sus ojos verdes bien abiertos mirando al cielo. Quiero decir, todo lo que pueden mirar los ojos (sea al cielo o a cualquier otro sitio) de una persona que no está viva. Y hasta aquí ha llegado nuestra humilde descripción de esta señorita, ya que para ingresar en el terreno de sus atributos físicos habría que trasponer los límites de la moral y las buenas costumbres, cosa que no pienso hacer, ni hoy ni nunca, con una persona que está muerta. Quiero decir, todo lo muerta que puede estar una persona que no está viva.

Ahora bien, tomada debida nota de la situación imperante, se me ocurre que decir (tal como ha dicho esta señora regordeta que posee la misma fuerza física que un trabajador portuario recién desayunado) que he llegado justo a tiempo es hacer gala de un optimismo francamente admirable. ¿Justo a tiempo para qué? No soy muy ducho en el arte de la resucitación, y para ser del todo franco, en todos estos años solo aprendí las dos o tres oraciones clásicas del catolicismo, religión que supuestamente practico. Eso sin mencionar que para esta señora regordeta seguramente también la domino, la transmito e incluso quizás la enseño.

‘Vamos Padre Juan, proceda rápido que en cualquier momento va a llegar la policía y se la van a llevar a la morgue.’

Eso me dice la señora regordeta mientras vigila con la mirada la esquina más alejada por si de pronto aparece, asumo yo, algún inoportuno patrullero.

A la pelota. En general cuando alguien me pide que proceda yo procedo, pero en este caso siento como que me faltan los lineamientos básicos. Hay una ausencia de parámetros bastante desoladora. Ocurre que no sé si debo arrodillarme a un lado de la occisa para rezar una sentida oración (espero que en ese caso sea alguna de las dos o tres que me aprendí), llevar a cabo un ritual de exorcismo, ensayar un baile pagano o tomar un bisturí y extraer algún órgano para venderlo en el mercado negro.

‘In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, Amén.’

Eso es lo que finalmente opto por decir, de rodillas a un lado de la occisa, con la palma de la mano izquierda apoyada en su frente helada y con la cara que reservo para cuando quiero que el asunto suene como que estoy administrando un sacramento. Sí, tengo una cara para esos casos, aunque admito que no me veo forzado a utilizarla muy a menudo.

‘¿Qué está haciendo Padre Juan?’

Eso pregunta la señora regordeta apiñando las yemas de los cinco dedos y agitando la mano de abajo hacia arriba con efusión.

Y es una buena pregunta. La verdad es que no tengo la más pálida idea. Supongo que hago lo que haría cualquier hombre de Dios en una situación como esta, pero me puedo equivocar.

De cualquier modo, justo cuando me apresto a ensayar una respuesta que seguramente no hará más que echar luz sobre mi condición de impostor, aparece en la esquina el temido patrullero. Temido por la señora regordeta, claro está, que aun cuando posee sobrados argumentos físicos para repeler cualquier intento de aprehensión decide abandonar la escena a paso veloz dejándome solo con un sinfín de interrogantes que ya no serán respondidos.

Un oficial entrado en años y en kilos desciende del vehículo no sin dificultad y echa una mirada despreocupada al cadáver que yace a sus pies.

‘¿Usted es el novio?’

Eso pregunta con sus ojos redondos y pequeños clavados en los pechos también redondos aunque no tan pequeños de la señorita.

No sé si les hablé alguna vez de esa peligrosa tendencia que me impulsa a asumir con resignación casi heroica la identidad que por error me sea atribuida. Si no lo hice, esta es una perfecta ocasión.

‘Sí.’

Eso respondo yo al tiempo que un profuso llanto comienza a brotar de mis ojos no tan redondos ni tan pequeños.

Y es que en el fondo entiendo que aun en el marco de una terrible tragedia, el asunto entre este simpático representante de la ley y yo no pasa de ser un simple equívoco, y siempre se puede persistir en el equívoco sin grandes perjuicios para los involucrados. No sé si lo dije alguna vez.

Además creo que el hecho de que la gente asuma que tengo algún tipo de relación con una señorita tan bonita me hace lucir bien. Por más que esté muerta. Quiero decir, todo lo muerta que puede estar una persona que no está viva.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 31 de enero de 2014

FANÁTICO 43.276


Síntesis del post: Fanatismo. La divisa. Comunicación. El socio número 43.276. Sufrimiento. Comprensión.


Según entiendo, hoy en día se encuentra de moda el fanatismo. Hay que ser fanático de algo, de lo que sea, no importa demasiado el rubro que se elija. Puede ser un equipo de fútbol, un videojuego, una bebida alcohólica, una marca de ropa, un restaurante, una serie de televisión, un auto deportivo, una ciudad, un país o una corriente política. En el fondo da lo mismo, porque dadas como están las cosas, la atención de la gente no se centra en el objeto de ese fanatismo sino en el histriónico proceder del sujeto que lo practica. Eso es todo lo que importa.

Ahora a lo nuestro sin más, que hoy tenemos solo una simple reflexión adornada por una historia, y no a la inversa.

Lo que quise decir con esta breve introducción es que en los tiempos que nos toca vivir, donde los individuos se encuentran tan conectados y la comunicación del acto más trivial de la vida cotidiana resulta vital para mantener intacta la autoestima y por lo tanto debe ser subida en forma inmediata a cualquier plataforma virtual de uso masivo, la demostración de una condición determinada (en el caso que nos ocupa, la de fanático) es infinitamente más relevante que la condición en sí misma. En otras palabras, no solo basta con el fanatismo; además hay que actuar como un auténtico imbécil, si es posible frente a alguna cámara de televisión.

Y así es como tenemos a este flamante padre un 18 de diciembre con 43 grados a la sombra y 98% de humedad, con su hijo de cuatro días de vida en brazos saliendo de la sede central de, pongamos por caso, el Club Atlético San Lorenzo de Almagro, saltando frente a la cámara mientras agita un carnet y le explica a un deslucido cronista que por alguna misteriosa razón lo celebra y lo enaltece, que el niño ya es oficialmente el socio número 43.276 de la mencionada entidad deportiva.

En este punto deseo señalar un detalle que se me antoja bastante significativo: al socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro no se lo ve muy bien. De hecho, si hubiera que apelar a una franqueza sin mezquindades habría que decir que se lo ve mal. Hace escasos minutos, mientras su padre esperaba el turno para hacer su gracia frente a cámara, berreaba y pataleaba como una fiera embravecida. Sin embargo ahora ya no llora. En cambio ha optado por un tenso silencio que realza su dignidad. Presenta en el rostro (dicho sea de paso, bañado por cientos de minúsculas gotitas de sudor) una tonalidad morada del todo reñida con los parámetros de la normalidad. Los ojos se le entrecierran, y la fuerza empleada para mantenerlos abiertos arroja como resultado dos enormes globos blancos decorados con ínfimas medialunas de color marrón que aparecen y se ocultan debajo de los párpados superiores produciendo un efecto como de intermitencia francamente impactante. De la comisura derecha de sus labios se desliza un tenaz hilo de baba que a los pocos segundos cae arrastrado por su propio peso, regenerándose casi en el mismo acto. Y por último sus bracitos cuelgan inertes sobre el antebrazo de su enfervorizado padre, que lo aprieta contra su pecho mientras baila, salta y se toma los genitales (por supuesto con la otra mano, si no ya sería demasiado) entonando cantitos alusivos a la condición sexual de los simpatizantes del Club Atlético Huracán.

Definitivamente no lo veo bien al socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro. Sobre todas las cosas, no lo veo cómodo con su fanatismo, y lo que es mucho peor, no está a la altura de la demostración paterna. Por más que se lo arengue, el tipo no parece interesado en demostrarle al mundo que por la divisa es perfectamente capaz de matar a la madre, vender a la esposa en un mercado persa, faltar una semana al trabajo o viajar ochocientos kilómetros en un colectivo escolar modelo 77 sin aire acondicionado y con las ventanas clavadas.

No hay nada que hacer. El niño no comprende que para ser un verdadero fanático, el sacrificio personal y la correspondiente declamación pública son requisitos indispensables e ineludibles sin tomar en cuenta la edad que se tenga. El fanático de nuestros tiempos debe ser un poco histrión. Es obligatorio. No importa la suerte que corra en el campo de batalla la bandera deportiva o política que se defienda, sino la intensidad de esa defensa, la irracionalidad, la sobreactuación y el testimonio público. Sobre todo el testimonio público, sin el cual no existe ni puede existir satisfacción alguna.

Y esa comprensión que el socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro se resiste a manifestar como es debido es presupuesto necesario para otra más compleja que llegará con los años. Cuanto más evidentes sean los hechos y las responsabilidades, mayor será la oportunidad para demostrar el fanatismo, aun en desmedro de los intereses individuales. La declamación de incondicionalidad en las buenas, pero sobre todo en las malas. La culpa de la derrota es del árbitro que cobró el penal. La culpa de la crisis energética que me tuvo cuarenta días sin luz es solo de la compañía eléctrica, no del amado líder. Y así podríamos seguir todo el día.

La pasión del hincha, lo más sano que tiene el fútbol. Eso dice el deslucido cronista mirando a la cámara con una amplia sonrisa. Sin embargo a mí me preocupa más la pasión del socio número 43.276, la pasión en sentido jesucrístico, si es que tal palabra existe (ya me lo pregunté en algún artículo reciente, pero todavía no encontré una respuesta). Ese socio que todavía no es hincha a pesar de que se lo presente como tal, con su gorrito azul y rojo recién calzado que aun sin intención del progenitor ha venido a cumplir un propósito algo más elevado, aportando algo de sombra al morado intenso de sus mofletes. Ese fanático que todavía no es tal a pesar de que se lo exhiba como si la idea de sufrir por la divisa a las doce del mediodía, con 43 grados a la sombra y 98% de humedad en su cuarto día de vida hubiera sido idea suya.

Volvemos con ustedes en el estudio. Eso dice a sus compañeros el deslucido cronista mirando a la cámara con una mezcla de nerviosismo y desagrado. Es que el socio número 43.276 del Club Atlético San Lorenzo de Almagro acaba de vomitar profusamente sobre la manga derecha de su traje.

Entretanto el padre, ya de regreso a sus cabales, le dedica una mirada más relacionada con la compasión que con las disculpas, amparándose —asumo yo— en la noción de que tanto los bebés como los fanáticos son absolutamente inimputables.


Tengan ustedes muy buenas noches.