Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

martes, 2 de abril de 2013

MEDIO COMO QUE SÍ


Síntesis del post: Me llama una amiga. Carajo. Urgencia. Un caballero. Rastros de lucidez. Cuatrocientos años. Plan A. Conclusiones.



Me llama una amiga y me dice que tiene un pequeño problema, que tengo que ir corriendo a su casa, así, sin vueltas ni preguntas. Que es una urgencia, carajo. Carajo no lo digo yo, lo dice ella. Yo rara vez digo carajo para agregar énfasis a mis palabras, y cuando lo hago, casi siempre es porque estoy reproduciendo una frase que escuché en boca de otra persona; en este caso, mi amiga, la que tiene una urgencia. Carajo.

Son las dos y media de la mañana. Por lo general, las urgencias que se presentan a una hora tan inconveniente poseen una carga de dramatismo mucho mayor que aquellas que eligen el turno vespertino. Y es que la noche —creo yo— provoca en el individuo urgido una sensación de desamparo nada sencilla de combatir, ya que la soledad y el silencio se adueñan de la escena hasta que los ruidos de la propia mente se devoran los escasos rastros de lucidez que podrían prestar algún auxilio.

Enciendo un cigarrillo y gano la calle mientras me pregunto, con una honestidad intelectual que pocas veces esgrimo al escrutar mis sentimientos más íntimos, si voy a estar a la altura de las circunstancias, cualesquiera que sean. Si hay algo que sé de sobra es que las convocatorias de esta naturaleza, digo, de naturaleza urgente, se rigen por parámetros mucho más relacionados a la amistad que a la idoneidad. Lo primero que se busca en una situación de apremio es algo de compañía, comprensión o complicidad. Lo de las soluciones lo podemos ir viendo sobre la marcha.

Apenas se abre la puerta, mi amiga me abraza y rompe en un llanto profundo y uniforme. En realidad no me abraza, sino que se me cuelga del cuello y me presiona la nuca con una fuerza impropia de sus cuarenta y ocho kilos. Lo del llanto profundo y uniforme es, sí, una descripción fiel.

Ingreso al departamento y cuando me dispongo a exigir que se me ponga en autos de la situación imperante tropiezo con un caballero hecho un ovillo sobre la alfombra del living.

—¿Qué pasó acá? —le pregunto a mi amiga, dado que el caballero en cuestión presenta claros síntomas de haber asumido un estado de inmovilidad definitiva.

—No sé, te lo juro por mi vieja. Estábamos que sí, que no, que va y que viene, y de pronto medio como que le dio un infarto —responde ella mientras se toma el cabello con sus manitos pequeñas y huesudas.

El caballero es calvo a excepción de la nuca, tiene las cejas tupidas, nariz aguileña (como doblada por el paso del tiempo) y una incipiente barba de color blanco, pero muy opaca. El vello no solo domina las cejas, sino que brota desprolijo desde lo más profundo de cada orificio del rostro, y su piel es grisácea e insoportablemente arrugada. Debe tener unos cuatrocientos cincuenta años.

—Medio como que sí —sentencio en cuclillas a pocos centímetros del sujeto —, y medio como que está un poco muertito.

Digo esto no con la voluntad de aportar mi cuota de pesimismo a un cuadro que ya de por sí es bastante lúgubre, sino basado en la frialdad de sus globos oculares y la extrañísima disposición de sus manos, que han asumido la misma forma que las garras de un águila que estuviera a punto de alcanzar a una liebre en alguna remota pradera americana.

Por supuesto que, como el caballero que soy, evito cualquier tipo de indagación acerca de las circunstancias que posibilitaron que un anciano de unos cuatrocientos cincuenta años pierda la vida en el departamento de una señorita de treinta y ocho, rubia, de proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola. A las dos de la mañana. Y con los pantalones a la altura de las rodillas.

—Hay que llamar a la policía —digo intentando transmitir algo de tranquilidad mientras me dispongo a tomar el teléfono.

Se interpone en mi camino y mueve la cabeza a los lados en claro gesto de negativa. Según parece el occiso es el señor Filomeni, empresario textil, miembro honorario de la liga de empresarios católicos, presidente del consejo de administración del consorcio y felizmente casado con la señora Carmela Martínez Agostegui de Filomeni, que en este preciso instante duerme plácidamente en su pomposa habitación matrimonial al otro lado del pasillo, a unos veinte o treinta metros de nuestra posición.

—¿Y qué podemos hacer? —pregunto ya con algún recelo.

—No sé… otra cosa, por eso te llamé, para que me digas.

A veces la gente, justamente a causa de aquellos rastros de lucidez de los que hablábamos al principio, que no acuden a prestar el auxilio cuando la urgencia todo lo nubla, necesita que alguien con más frialdad o decisión le devuelva su centro, a todas luces extraviado.

—Bueno, entonces habría que buscar la forma de hacerlo desaparecer —expongo mientras me acaricio la barba a la altura del mentón —. Lo terminamos de desnudar, lo metemos en la bañadera y lo descuartizamos. Tienen que ser pedazos bien chiquitos porque después va a haber que descartarlos en las alcantarillas, de a poco, en barrios bien alejados para desviar la atención. Yo te ayudo con la parte del serrucho, pero te adelanto que lo otro lo vas a tener que hacer vos sola. Mañana trabajo todo el día, y si esperamos mucho tiempo nos va a delatar el olor.

Ni bien acabo de detallar lo que bien podríamos denominar como ‘Plan A’, no obtengo ninguna clase de devolución por parte de mi amiga de treinta y ocho años, proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola. En lugar de ello, su actitud es más bien pétrea, muy similar a la del empresario católico y casado, pero con mucho menos fundamento. Al menos desde mi óptica.

—La otra es que le revisemos los bolsillos —reanudo —. Estoy seguro de que tiene las llaves de la casa. Entonces lo ponemos presentable, lo alzamos entre los dos, entramos sin hacer ruido, se lo tiramos a la vieja en algún sillón del living y nos volvemos. Si ella también tiene como cuatrocientos años no va a escuchar nada y la cosa va a quedar como que se murió ahí mientras miraba la tele.

Presa de la más absoluta estupefacción, mi amiga de treinta y ocho años, proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola ensaya una respuesta que se ahoga en un indescifrable tartamudeo. Le permito tomar aire, procesar las opciones cuyos pormenores operativos seguramente desfilan por su mente mientras me observa y camina de un lado a otro de la habitación tirándose del cabello con sus manos pequeñas y huesudas.

Enciendo un cigarrillo y la apuro con la mirada. El tiempo es oro en una situación tan delicada.

—No sé, no sé… creo que mejor deberíamos llamar a la policía y que sea lo que Dios quiera; después de todo nosotros no tuvimos nada que ver —concluye finalmente con semblante aterrorizado.

—Entonces supongo que ahora sí me vas a dejar llegar al teléfono —sugiero señalando el aparato.

—Hijo de puta —murmura con una sonrisa que a la vez es nervio y es alivio.

Explico brevemente la situación y cuelgo el auricular. Solo resta esperar.

—¿Y ahora qué hacemos? — pregunta desorientada mi amiga de treinta y ocho años, proporciones alquímicas, rostro angelical y mirada malévola.

—Qué sé yo… servite un par de whiskys, charlemos un poco en la cocina, de lo que vos quieras. Cualquier otra cosa sería una obscenidad. ¿Eso que está en esa fuente es una milanesa?


Tengan ustedes muy buenas noches.