Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

miércoles, 11 de abril de 2012

YO ESCRIBO

Síntesis del post: Artículo completo según el compromiso asumido oportunamente.

Toda persona, física o jurídica, todo ente, toda agrupación, todo emprendimiento o empresa posee siempre una actividad que la define. Es decir, una actividad que contribuye de un modo decisivo a delinear el ser esencial, esa singularidad tan necesaria para no fundirse en un mundo de homogeneidad.

Jesús te ama. Perón cumple. Evita dignifica. Néstor vive. Clarín miente. Rodríguez la reta. La corrupción mata. Carlos Sacán garantiza. Todos pueden —podemos— ser resumidos a través de una actividad. Con justicia o sin ella, ese es otro tema.

Pues bien, yo escribo. Esa es la actividad que me define de cara al mundo que me rodea. Combino palabras en orden a la representación de una idea. O a veces solo las combino así, sin otro objetivo más que la estética pura, que en sí misma también puede atraer al lector si está bien trabajada. Sin embargo esas palabras, mis palabras, son siempre simples. No importa si persigo la representación de una idea igualmente simple, una idea compleja o un desarrollo estético e insustancial. El asunto pasa por evitarle al público la molestia de tener que recurrir a los subtítulos, pero sin resignar los modestos recursos que uno posee.

En fin… a lo nuestro sin más.

El otro día estaba yo escribiendo en un bar. Combinando palabras a desgano. Disfrazando la nada con algunas fórmulas que de tanto repetir ya utilizo de memoria. Y de pronto se me acercó una señorita.

‘Se te fueron las letras, escritor. Lo noto en tu carita triste, en tu mirada perdida, en tus dedos pintados de duda. Se te fueron las letras, escritor. De otro modo me habrías descrito mientras me acercaba. Habrías hablado de mis ojos verdes sin apelar a las esmeraldas. Habrías dibujado mis curvas con finos trazos. Habrías revelado tu inflamación sin ninguna cita vulgar. Se te fueron las letras, escritor.’

Todo eso me dijo. Y ni siquiera se presentó.

‘¿Quién eres?’ pregunté yo con aire teatral, empleando —como puede verse— un castellano más puro que el habitual.

‘Eso no es importante. Se te fueron las letras, escritor. Lo noto en tus estudiados ritos, en tu súbita perplejidad. De otro modo me habrías dado un nombre. Habrías inventado mis lunares a tu gusto. Habrías decorado esta escena con los muebles adecuados. Se te fueron las letras, escritor. De otro modo habrías intuido un desenlace. Te habrías enamorado. Me habrías enamorado.’

‘El amor —respondí con sequedad— no es más que un rebenque insidioso en la grupa de la curiosidad, una costumbre con pretensiones, una pulsión ultrajada por la poesía.’

En ningún momento ella intentó disimular su sorpresa, aunque impuso un pequeño silencio —asumo— para recomponer el discurso.

‘¿Cómo podrías conmover con un texto sin creer en el amor, escritor?’ preguntó al fin.

‘Ocurre que yo creo en el amor, mujer. Solo le puse un marco. Hice una descripción, y el hecho de que a usted no la satisfaga no la convierte en negación. ¿Cómo podría conmover con un texto si no soy capaz de hacerme entender, aun en la simpleza de mis palabras?’

En este punto acusó el golpe y decidió un contraataque, tal vez espoleada por mi desmesura.

‘Es que tus letras de hoy son ásperas, escritor. Y forman palabras duras. ¿Es que no te gusto? ¿Es que soy tanto menos que las otras señoritas que pululan en tus relatos? ¿Es que acaso no merezco —yo también— un halago, una caricia o un suspiro?’

Arrancar esa queja, ese lamento tan sincero, no me hizo sentir orgulloso. No me pareció justo ni prudente insistir en el desaire.

‘Quizás me traicionó el mal humor, mujer. Le ofrezco una sincera disculpa. No estoy acostumbrado a interactuar con las señoritas de mis relatos. Más bien las observo en silencio, las deseo secretamente. Usted trajo a la mesa una verdad incontrastable, y yo no la supe manejar. Se me fueron las letras, es cierto. Y convivo con la incómoda sospecha de que ya no tengo más nada que decir, que mi obra está completa.’

‘Tu obra, escritor, todavía no comenzó.’

Dijo esto apoyando su mano blanquísima sobre la mía. Y de pronto fue consuelo y fue revelación. Fue mujer y fue musa. Fue inspiración y fue letra.

‘Ahora, escritor, dado que el amor en los términos que yo lo concibo es imposible entre nosotros, quiero que me inventes un novio. Uno que me ame a mi manera. Ya te di todo lo que podía darte, y quiero que me dejes ir.’

Entonces comprendí que le debía eso y mucho más. Coloqué la palma de mi mano libre debajo de su mentón y acaricié su mejilla con el pulgar, rozando delicadamente un pequeño lunar ubicado a milímetros de la nariz, perdiéndome un rato dentro de esos ojos que por capricho jamás describí.

En ese instante apareció un caballero. Un inmenso caballero que, tomándome de las solapas, reveló su vínculo con la señorita y me explicó la inconveniencia de mi inocente gesto.

Acorralado por la situación y molesto por los insultos ensayé una defensa. Discutimos, forcejeamos, proferimos horrendas amenazas. Finalmente conecté un puño. Y luego un segundo. Y un tercero. Y siguieron más. Todos certeros. Todos en pleno rostro. Hasta que huyó. Observé inmóvil su desenfrenada carrera, su juramento de venganza y su sangrado profuso. Luego regresé a mi asiento.

‘¿Te das cuenta, escritor? Ya me inventaste un lunar a tu gusto y un novio sin futuro. Ahora solo falta que me des un nombre.’

‘Esmeralda, tu nombre es Esmeralda’ bauticé con ironía.

‘Te volvieron las letras, escritor. Lo noto en tus ojitos picantes, en tu urgencia serena, en tus celos de enamorado. Sí que te volvieron las letras, escritor. Y ahora toca que escribas.’

Dicho esto alzó su mano (blanquísima, no sé si lo dije), pidió un café con leche y volvió la mirada hacia la ventana, dejándose contemplar.

Mientras tanto yo escribo.


Tengan ustedes muy buenas noches.

PS: En breve reanudaré mis visitas por los espacios virtuales amigos y afines.