Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 26 de julio de 2012

NO ES COMO TU TRISTEZA

Síntesis del post: Bares antiguos. Descripción. Un caballero. Tristeza y amargura. Diferencias esenciales. El acto que vinimos a observar.


Me gustan mucho los bares antiguos. Esos bares que hoy en día solo subsisten al sur de la ciudad, atendidos por sus dueños, dos gallegos setentones de camisa celeste gastada por los años que ojean el periódico detrás de la barra mientras vigilan el correcto funcionamiento de la máquina de café. Me gustan esas mesas de patas desparejas, esas sillas de alma crujiente, esos servilleteros de metal con su corazón de resorte encargado de mantener el contenido en una perfecta inmovilidad. Me gustan esas campanas de plástico transparente (generalmente rajado) que albergan tres o cuatro simples de jamón y queso, dos de crudo y tomate y un pebete de milanesa. Esas cajas registradoras y esas botellas terrosas que adornan la vitrina espejada. Me gustan también, o mejor dicho me gustaban, esos ceniceros triangulares de color azul, medio abollados y con una descolorida propaganda de cinzano. Y por supuesto, admiro a los mozos. Cómo no. Esos mozos de carrera que atienden con una servilleta doblada en el antebrazo y toman el pedido con la mirada perdida en el ventanal que da a la avenida Caseros. Tipos que escuchan impasibles el indeciso ir y venir a la carta de los ocho integrantes de una mesa cualquiera y acto seguido realizan una perfecta síntesis sin haber anotado una sola letra: ‘Tóns tenemos dos cafés con leche, tres cortados mitá y mitá, uno con leche fría, dos americanos livianos, cinco medialunas de manteca, dos de grasa, dos tostados mixtos, uno sin mayonesa, un jugo de naranja, un té, doble ración de tostadas, cuatro porciones de manteca, una de crema, dos mermeladas, una pesi y una mineral sin gas.’ Y uno no puede menos que confirmar y confiar, sabiendo que deja el asunto en las manos de un auténtico profesional y no de una señorita de rubia cabellera y nalgas apretadas que masca chicle, anota hasta los buenos días y a todo contesta con un ‘dale’.

Hecha esta pequeña aclaración que describe a la vez un gusto personal y el marco en que se desarrolla el presente artículo, entiendo que es hora de que vayamos a lo nuestro sin más trámite.

Tenemos a este caballero tomando un café en una mesa ubicada sobre el ventanal que da a la avenida Caseros (sí, el mismo que utiliza el mozo para extraviar la mirada). Tiene unos sesenta años, abundante cabellera dominada casi por completo por las canas, ojos claros y barba de cuatro o cinco días. Lleva una campera de cuero negro que no se ha quitado y que, a falta de palabras adecuadas para describir, definiremos como extenuada, unos jeans holgados y zapatillas de marca ignota.

El hombre alza la taza y bebe de a pequeños sorbos mientras observa la cotidianeidad de la avenida como abstraído en sus pensamientos. Su mirada —a diferencia de la del mozo— no se pierde en un punto indeterminado, sino que aborda las diferentes escenas que se producen al aire libre. Está viva más allá del desinterés o la abstracción.

Admito que el cuadro compuesto por el bar antiguo, sus cosas de bar antiguo, este señor y sus cosas de señor agobiado es un poco lúgubre, pero es precisamente eso lo que intenta transmitir esta humilde pieza. Eso es, ni más ni menos, lo que vine a decir. Tenemos un rostro surcado por la amargura, un rostro ilegible si no se tienen los elementos adecuados.

No, la tristeza es otra cosa. No mezclemos los tantos. A ver cómo te lo explico (sí, hoy te voy a tutear) para que me entiendas…

No, no es como tu tristeza. Nada que ver. Definitivamente. No se parece en nada. Tu tristeza es distinta. Es pasajera. Coyuntural. Incluso puede ser metafísica o tener un motivo difícil de determinar. Tu tristeza tiene que ver con el modo en que vos te sentís respecto de tu vida, es tu estado de ánimo en relación a ella o a un hecho concreto que te tocó protagonizar, y por sobre todas las cosas tiene remedio, es subsanable. En cambio la amargura no. La amargura es el modo que tiene la vida para relacionarse con alguien. Es el sabor objetivo de esa porción de vida que te puede tocar en suerte. Amargo, más allá de tu opinión o la mía. Es esa fuerza invisible que te trabaja la frente con martillo y cincel, esas garras que se posan a diario en el borde externo de tus ojos, las mejillas y las comisuras de los labios, tomándose años en el diseño de los surcos. La amargura es la máscara que te pone la vida sin reparar en tu sentir más íntimo, que puede ser, cómo no, esa tristecita de la que me hablabas.

¿Entendés ahora?

La amargura es la muerte, la soledad, el abandono, la miseria. Todo esculpido de un modo genérico en lo profundo del espíritu. Es irremediable, definitiva. Se devora sin masticar al hecho de que el Rolo te haya dejado por tu mejor amiga, o que sientas angustia por no saber si vas a estar a la altura de tu nuevo trabajo. Le importan una mierda tus emociones, así que mejor no me cuentes más nada. La amargura se te instala para siempre y transforma de un modo dramático el significado de cada acto —por más simple que sea— de tu vida cotidiana.

Es por todo lo expuesto que el caballero del ventanal resulta tan relevante para nosotros. Porque expresa en imágenes lo que te acabo de explicar con palabras.

El hombre posa los ojos en el televisor empotrado en la pared del bar. Un bar antiguo, no sé si lo dije. Pasan uno de esos programas de bromas preparadas. Qué sé yo, dos tipos que se disfrazan de policías, esconden el parquímetro que ellos mismos habían colocado y le hacen una multa a un automovilista desprevenido que había depositado su moneda momentos antes. No sé, cosas por el estilo. De pronto se llega al clímax del asunto. El automovilista se desespera, los tipos lo abrazan y finalmente señalan a la cámara al tiempo que aplauden y lo palmean.

Nuestro hombre esboza una leve sonrisa mientras bebe el último sorbo de café. Y eso es todo. Es ese acto y su poderoso contenido poético lo que hemos venido a observar en esta ocasión. Una pequeña joya, si se me permite opinar.

Y no, no es como tu sonrisa. Tiene un significado distinto. No jodas más.



Tengan ustedes muy buenas noches.

miércoles, 18 de julio de 2012

Y ENTONCES AMARTE


Síntesis del post: Motivos de esta larga ausencia. Teoría. Extenso trabajo de campo. Romeo y Julieta. Descripciones. Poesía moderna. Intervención. Estrategia exitosa.


Asumo, así, en tren de imaginar, que en este mismo instante estarán ustedes preguntándose por los motivos que me han mantenido alejado de este humilde rincón virtual. Y en rigor de verdad no se trata solo de asumir: más vale que así sea, que de veras la intriga los mantenga al borde del asiento comiéndose la uñas y releyendo viejos artículos en busca de una pista sobre mi paradero, porque la introducción del presente artículo (cuando no el artículo completo) se encuentra destinada a brindar acabados fundamentos de esa misteriosa, sorpresiva e injusta desaparición. Y como si eso fuera poco, pienso explayarme a gusto y placer. Así que ya lo saben, no son bienvenidas las quejas referidas a la extensión del relato. A llorar al campito.

Ahora aguardamos unos segundos silbando alguna melodía que nos llene el alma para que aquellos que no estén interesados en los motivos de mi ausencia puedan retirarse del recinto.

¿Cómo dice?

No sé, ponga un poco de imaginación, caramba. Puede ser alguna cazonetta napolitana, un aullido de los Wachiturros o un tema de Guns n Roses. Lo mismo da. La cuestión es llenar el tiempo mientras se retiran los aludidos en el párrafo precedente. Y dicho sea de paso, recuerden que no se pone ausente y que en el examen final se toma solo lo que aquí queda escrito.

Bien, ya puede parar de silbar.

Que pare le digo. Basta.

Un amigo me dijo, hace un par de meses y entre copas, que cuando uno presencia el nacimiento de un amor genuino e indestructible mejora ostensiblemente la marcha de sus negocios. En pocas palabras, que le entra más dinero en el bolsillo. Una teoría no exenta de esoterismo, algo de magia y una pizca de superstición, aunque dadas mis circunstancias actuales, el tema se transformó velozmente en una obsesión que me sumergió en una búsqueda ajena a todo parámetro lógico. Confieso que abandoné todos mis asuntos literarios a favor de un trabajo de campo que bien podría no haber acabado jamás. Sin embargo, gracias a mi perseverancia y a una imaginación de características tropicales logré cumplir con mi cometido en un tiempo más o menos aceptable. Dos meses no es poco, pero ciertamente no es una vida. En fin… hoy por hoy puedo afirmar sin temor al error que haberme convertido en testigo presencial de un amor en pañales fue el desafío más complejo que me tocó afrontar a la hora de sentar las bases de un futuro artículo, pero ello encuentra una justa compensación en el resultado obtenido, de por sí extraordinario.

Ahora a lo nuestro sin más, que el camino es largo y el tiempo apremia.

Corren los primeros días del mes de junio y nuestro Romeo es uno de los varios candidatos que tenemos en estudio, aunque la intuición nos indica que bien podría transformarse en la materia principal de ese relato cuyos primeros trazos —un poco a ciegas— ya hemos comenzado a garabatear. Cada mañana lo seguimos (siempre a una prudente distancia) mientras se dirige presuroso a los brazos de su Julieta, que aguarda paciente asomada a un balcón ubicado en el primer piso de un modesto edificio de la calle Guayaquil.

Bueno, para ser franco, su destino final no son justamente esos brazos. En realidad no los conoce más que de vista. Pero sí es cierto que el mencionado balcón le queda de camino hacia la parada del colectivo, y que siempre le dedica algunas loas a la dama.

Es un joven de unos veinte años, mediana estatura, flaco, algo desgarbado y con unos pies insólitamente grandes. No es muy agraciado, es cierto, pero la disposición enmarañada de su cabellera sumada a algunos adornos de los que se cuelgan en las partes blandas y otros que se pintan sobre la piel ayuda a disimular esa desventaja. En síntesis, se puede decir que está en posesión de algún que otro recurso apto para la conquista, aunque no le sobre nada.

En lo referido a Julieta, estimados, el ejercicio descriptivo se torna un poco más áspero, así que daremos comienzo con sus puntos flacos para acabar salvando la ropa con las virtudes más destacables. La niña —porque es una niña— también ronda los veinte años. Sin embargo un macabro conjunto de azares genéticos se ha dado cita en su rostro arrojando un resultado bastante pavoroso. Sin duda heredó los más desafortunados rasgos, las peores características de vaya a saber cuál o cuáles ancestros. Frente cóncava de amplia superficie y una única ceja superpoblada que la atraviesa de parietal a parietal. Los párpados se pliegan sobre los ojos propiamente dichos en la parte exterior, presionando cada globo hasta generar una sensación de estrabismo que en el fondo es solo ilusoria. Sí, parece bizca pero no es. Sigue un desmesurado y ganchudo aparato olfativo, y por último una dentadura equina enmarcada en unos labios finísimos que, lejos de contenerla o atenuarla, la desnudan en toda su dimensión. Todo ello coronado por una cabellera negra, lacia y con flequillo, al mejor estilo Cleopatra.

¿Cómo dice?

Ah, sí, horrorosa. Pero al sur del cogote, estimado, sepa que el asunto cambia en forma bastante radical. Tenemos una figura de celestiales proporciones. Pechos redondos y firmes, de tamaño muy satisfactorio. Caderas moldeadas. Ombligo decorado con alguna clase de brillante, siempre al desnudo. Nalgas demandantes y piernas esculpidas de ingle a tobillo a base de largas horas de gimnasio. Una gema de esas que no requieren de un ojo entrenado para ser apreciadas.

Entonces, decía, nuestro Romeo concurre presuroso (en realidad pasa rumbo a la parada) y esgrime su poesía al pie del balcón. Una poesía moderna, discutible desde la ortodoxia, pero al fin y al cabo efectiva en términos generales. Frases tales como ‘bajá conchuda, y vas a ver’, ‘desde acá abajo te veo las tetas’ o ‘qué bien venimos de ancas’ producen un efecto hipnótico en la aludida dama, y uno no es quién para andar discutiendo la táctica si al final de la jugada la pelota acaba en la red.

Sin embargo pasan los días sin que se produzcan los avances deseados. Deseados por mi bolsillo fatigado. La poesía de nuestro Romeo arranca radiantes sonrisas (¡esa dentadura, por Dios!), pero no va mucho más allá. Julieta no corre escaleras abajo para arrojarse a sus brazos. No hay la más mínima expectativa de un beso. Y por lo tanto no se concreta ese amor que todos (los tres) alentamos en lo profundo del pecho (¡esos pechos, por Dios!).

Corren los últimos días del mes de junio y nuestro Romeo es ya el único candidato en pie. El único elemento con la posibilidad de un amor. Un poco estancada, lo admito, pero viva. Y estos casi treinta días de reflexión detrás de los vidrios polarizados de mi vehículo me han hecho caer en la cuenta de su error, por cierto garrafal. Un error de principiante que se produce, quizás, porque de hecho es un principiante. Y debido a ello es que decido abandonar mi condición de tercero imparcial, de observador foráneo, de espía prescindente. La idea es orientarlo hacia la obtención del resultado para habilitar al mismo tiempo esa milagrosa recuperación patrimonial pronosticada por mi amigo, así, entre copas.

Nuestro Romeo fracasa porque concentra sus elogios en las fortalezas de Julieta, y no en sus carencias. Así de simple. Así de trágico. Si hay algo que ella no necesita son versos dedicados al poder de fuego de sus pechos o aplausos rabiosos a la redondez de sus nalgas. Sabe que los tiene. Sabe que las tiene. Se lo dicen todos los días. Las utiliza a diario para obtener los más variados beneficios en todos los campos. Es ese rostro, ese macabro conjunto de azares genéticos el que requiere apuntalamiento. Y así se lo hago saber.

¿Cómo dice?

No. No pienso contar en este artículo la táctica que utilicé para abordar a mi candidato. Solo le diré que cuando tengo en juego un interés concreto, cuando la situación exige una acción directa, me sé hacer escuchar.

Corren los primeros días del mes de julio y nuestra pequeña historia encuentra un final adecuado a las necesidades de cada parte. Como no podía ser de otra manera, la estrategia puesta en práctica rinde sus frutos. Detrás de los vidrios polarizados de mi vehículo presencio el instante exacto del nacimiento de un amor genuino y —Dios así lo quiera— definitivo. Nuestro Romeo despliega su nueva poesía y Julieta corre a sus brazos escaleras abajo, poniendo fin al tortuoso trabajo de campo desarrollado por este humilde servidor.

Y hasta aquí lo referido a los tórtolos.

Es menester señalar, para aquellos lectores no demasiado afectos al esoterismo, la magia o la superstición, que en los últimos días he llevado a cabo una serie de maniobras laborales y financieras que, increíblemente y gracias a algunas coincidencias bastante llamativas, poseen altísimas probabilidades de encaminar mis asuntos en forma permanente.

Y ahora que alguien se anime a cuestionarme los métodos o los fundamentos.

Salgo con mi amigo (sí, el mismo), y así, entre copas, le describo sucintamente los magníficos resultados que obtuve gracias a su teoría, al tiempo que le expreso un sincero agradecimiento.

Mi amigo me observa y sonríe extrañado. No recuerda haber dicho jamás una cosa por el estilo. Alza la mano y pide otro whisky —esta vez doble y sin hielo— mientras expone una batería de conclusiones que asumo basadas en alguna lectura reciente.

‘Por lo tanto, la energía que emanan algunos minerales que solo se encuentran en la península itálica contribuye a incrementar el atractivo sexual de los hombres solteros’, me dice sin parar de revolver su quinto whisky con el dedo índice.


Tengan ustedes muy buenas noches.