Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 14 de noviembre de 2013

EL EXTORSIONADOR


Síntesis del post: Una manzana. Teléfono móvil. Una filosofía de vida. La extorsión. El extorsionador. Dinero. Meditaciones ruteras. El agujero. La esposa del extorsionador. Desenlace.


Un kilo de peras, uno de mandarinas, dos kilos de naranjas para jugo, medio de kiwis y cuatro o cinco bananas. Eso estoy comprando en la frutería cuando suena mi teléfono móvil. La leyenda ‘número desconocido’ se adueña de la pantalla apenas lo extraigo del bolsillo del pantalón, y entonces decido no atender. En rigor de verdad yo rara vez atiendo el teléfono. Móvil o fijo. Es una costumbre que se parece muchísimo a una filosofía de vida.

— Tengo unas manzanas que están buenísimas —me dice el frutero guiñando el ojo derecho repetidas veces.

— No gracias, Gabriel, todavía tengo algunas —respondo sin prestar demasiada atención.

— Pero estas son irresistibles —insiste—. Llevate una, nene. Yo te prometo que le vas a echar mano antes de llegar a tu casa.

Tomo la pieza ofrecida sin más resistencia. Primero porque estoy apurado, segundo porque es gratuita y tercero porque me resulta simpático que este hombre tan afecto a las sonrisas y los guiños de ojos siempre me diga nene. Hecho ello pago la cuenta y me despido con profusos elogios hacia sus mercancías, por lejos las mejores de la cuadra.

Ni bien gano la calle suena de nuevo mi teléfono móvil, y la misma leyenda se instala desafiante en la pantalla. Sin embargo esta vez atiendo, un poco por esa malsana curiosidad inherente a la condición humana y otro poco porque la filosofía, sobre todo cuando se refiere a conductas de vida, no es más que una combinación de palabras bonitas que rara vez se respeta más allá de la enunciación pomposa en alguna mesa de café.

— ¿Vos sos Bigud? —indaga del otro lado una voz metálica.

— Yo soy Bigud —respondo de inmediato con una demoledora seguridad que, asumo, deriva del hecho de que realmente lo soy.

— Escuchame bien, Bigud —expone apenas obtiene la confirmación de mi identidad —, tenemos secuestrada a tu hermana, así que más vale que sigas nuestras instrucciones al pie de la letra si no querés que aparezca flotando en el riachuelo.

— Tranquilo, voy a hacer lo que vos quieras —digo para ganar algo de tiempo y recobrar la lucidez luego de semejante noticia.

— Perfecto, por ahora quiero que vayas al cajero más cercano y saques toda la guita que puedas con tus tarjetas de débito —ordena—. Con las tres eh, no te hagas el vivo.

Confesada su pretensión inicial la comunicación se corta en forma abrupta. Dispongo de poco tiempo, así que no sería inteligente involucrar a la policía o alarmar al resto de la familia. Por otra parte, soy de los que creen que las soluciones a los problemas se presentan con más rapidez cuando los individuos que intervienen en el proceso son menos.

En pocos minutos me hago de seis mil doscientos pesos y me siento en un banco de la plaza a fumar un cigarrillo y esperar las nuevas instrucciones. Mi teléfono móvil no tarda en sonar.

— Hola —digo yo fuerte y en voz alta, porque eso es lo que marcan las convenciones cuando uno no quiere o no puede respetar su costumbre de ignorar las llamadas entrantes.

— ¿Tenés el auto con vos, Bigud? —pregunta el extorsionador sin preocuparse por la ortodoxia en lo referido a la devolución del saludo.

— Sí.

— ¿Cuánto me conseguiste? —requiere como al pasar.

— Algo más de seis lucas —respondo ya con la firmeza inicial completamente ausente.

— Está bien, andá rápido al kilómetro noventa y dos de la ruta siete, estacioná en el banquina y esperá hasta que yo te llame.

De fondo se escuchan los gritos desesperados de una mujer que pide ayuda y un ruido como de vajilla que se estrella en el suelo. Debo admitir que esta situación ha logrado meterme el miedo en el cuerpo como no me ocurría hace muchísimo tiempo.

— Ya salgo para allá —le digo como para calmar las aguas.

La comunicación se interrumpe sin una respuesta, y entonces decido ponerme en camino. Quiero llegar a ese sitio antes del mediodía.

Intento refugiarme del sol impiadoso de la ruta bajo la sombra proyectada por los acoplados de los camiones, y mientras tanto medito. Medito sobre mis circunstancias, tan desfavorables e inciertas. Sobre la bondad y la maldad. Sobre la vida en general. Las cosas no siempre son como uno desea que sean, y a veces exigen de un modo caprichoso que uno las afronte en la más absoluta de las soledades.

Estaciono sobre la banquina en el kilómetro indicado a las once horas y cincuenta y nueve minutos. No importa si es para tomar un baño de espuma con tres modelos holandesas o para que me ahorquen en la plaza mayor, yo siempre llego temprano. Esto último también forma parte de mis meditaciones ruteras, tan vagas y triviales luego de un largo trecho al volante bajo un calor tunecino.

Justo cuando comienzo a impacientarme suena el teléfono móvil.

— Hola —digo ya sin recordar siquiera el hecho de que alguna vez tuve una filosofía de vida.

— Dentro de dos kilómetros vas a ver a un tipo que vende manzanas al borde de la ruta —me explica el violador serial de convenciones —, quiero que me compres una colorada, y que sea bien simétrica.

— Entendido.

— Después seguís cuatro kilómetros más y te metés por un camino de tierra que separa dos campos. Lo vas a reconocer porque es justo pasando un cartel con una propaganda del gobierno. Seguí ese camino hasta que llegues a una bifurcación, estacioná y esperá que te llame.

La comunicación vuelve a interrumpirse y de inmediato enciendo el auto. No voy a comprar ninguna manzana porque ya tengo una. Después de todo el frutero tenía razón en eso de que le iba a echar mano antes de llegar a mi casa.

Salgo a la ruta y reanudo mis meditaciones. Medito sobre el hecho de que me fascinan estas pequeñas casualidades de la vida, lo maravilloso de haber tenido la manzana de antemano sin proponérmelo. Medito sobre aquellas cosas que se atraviesan en la mente de las personas en los instantes de máxima tensión. Por ejemplo el hambre. Yo no me haría traer la comida por mi víctima, pero claro, ese soy yo. Y medito sobre otras cosas que se esfuman ni bien reconozco el camino de tierra que debo transitar.

La bifurcación aparece luego de manejar varios kilómetros con las ventanillas cerradas para evitar el polvo que levanta el coche a su paso. El aire acondicionado está a punto de formar escarcha en el techo. Estaciono y aguardo la inevitable llamada.

Suena el teléfono móvil.

— Hola.

— Bajá del auto, abrí la tranquera que está a tu derecha e internate en el monte a pie. En el centro hay un claro que tiene un solo árbol. Al lado del árbol hay un agujero de poco más de medio metro de diámetro. Tirate adentro.

La sorpresa me deja mudo por un par de segundos, y cuando pretendo ensayar una respuesta que es pregunta y protesta a la vez, la comunicación se interrumpe del modo habitual. Es decir, abruptamente.

El monte es extenso y tardo varios minutos en llegar al pie del referido árbol. En efecto, al lado hay un agujero cuya profundidad no puede mensurarse. Dudo un instante antes de cumplir la instrucción, pero a esta altura sé que el teléfono no volverá a sonar hasta que lo haga. Por lo tanto cierro los ojos y me lanzo sin incurrir en mis habituales meditaciones.

Durante varios segundos me deslizo como por un tobogán, hasta que finalmente las paredes del agujero desaparecen y caigo al agua desde una altura bastante considerable. Es agua dulce. Un pequeño lago cuyas orillas están a la vista, a unos cuarenta o cincuenta metros. Percibo la silueta de un hombre en la arena y comprendo que debo nadar hacia él. El reflejo del sol impide la obtención de mayores detalles.

La costa está más lejos de lo que supuse y me cuesta un buen esfuerzo alcanzarla. Como puedo me arrastro fuera del agua exhausto por el peso de mi ropa, y antes de alzar la cabeza una mano me toma del brazo y me ayuda a incorporarme. Ante mí se encuentra el hombre que me ha provocado tantos inconvenientes a lo largo del día. Tiene la piel curtida y una expresión sombría. Lleva el cabello largo, cejas hirsutas al igual que la barba y –creo yo lo más importante– está completamente desnudo, salvo por la hoja de parra que tapa sus partes más sensibles.

— Hola Bigud, yo soy el extorsionador —se presenta como si de un título honorífico se tratara.

— Hola —respondo yo sin salir de mi asombro.

— ¿Trajiste lo que te pedí? —indaga con suavidad.

— Se me mojó toda la plata —confieso con algo de pena.

— Está bien, la plata no me importa —revela mientras me hace con la mano un gesto para que lo siga —. Siempre y cuando tengas la manzana.

Caminamos en dirección a la hilera de árboles que se encuentra justo donde se diluye la arena de la pequeña playa, y apenas la transponemos se revela frente a nosotros un paisaje de ensueño. Y cuando digo ensueño, digo ensueño del bueno, del que no se ve todos los días. Ay señora… viera usted cuánta variedad de plantas y animales. El color azul de las aguas. La majestuosidad de las aves. El verdor de los pastos. La exuberancia de los árboles. La suavidad de la brisa. La tonalidad de los frutos. La gracia infinita de las cascadas. Las hortalizas y legumbres del huerto. No encuentro palabras adecuadas para describir lo que veo.

— Bienvenido al Edén, Bigud —me dice el extorsionador con la mirada posada en el horizonte —. El de arriba también da segundas oportunidades.

— ¿Este es el famoso huerto de Dios? —pregunto buscando la ratificación de lo que ya se me ha explicado.

— El mismo.

— ¿Vos sos Adán?

— Para servirle.

— ¿Aquello es un unicornio?

— Animal inútil si los hay. No se lo puede montar, no sirve para trabajar y encima es sucio como pocos.

Una vez llegados al huerto propiamente dicho, Adán busca reparo a la sombra de un frondoso olmo donde yace una mujer –muy bonita por cierto– que también está desnuda salvo por la hoja de parra oportunamente localizada.

— ¿Eva? —pregunto sin dejar de observarla.

— Isabel. Me casé de nuevo hace unos años.

Adán posa la planta del pie sobre la blanca cadera de su mujer y empuja con suavidad. O no con tanta suavidad.

— ¡Despertate morsa! —exclama algo impaciente.

— ¿Mmmmm… qué pasa? —ronronea ella manteniendo los ojos entornados.

— ¡Llegó el muchacho este!

Isabel se incorpora de un salto y me saluda con una elegante reverencia. Los cabellos rubios cubren delicadamente sus pechos. Todo el tiempo.

— Mostrame la manzana que trajiste —requiere Adán con la mano extendida en mi dirección.

— Primero decime para qué la querés —desafío al tiempo que retrocedo.

— Eso a vos no te importa —retruca —. O me la das o ejecutamos a tu hermana.

— Yo no tengo hermana.

— ¿Cómo? —balbucea él con toda la sorpresa del mundo esculpida en el rostro.

— Que no tengo hermana, idiota. Me presté a esta payasada porque la otra opción que tenía era ir a trabajar. Y a mí mucho no me gusta trabajar.

Ni bien comprende que se ha quedado sin armas se vuelve hacia su esposa, que lo observa con ojos culposos.

— ¿Te das cuenta de que sos una estúpida, no? —fustiga.

— Pero amor…

— ¡Pero amor un carajo! —interrumpe agitando el puño derecho — ¡La única puta cosa que tenías que hacer y la hacés mal! ¡El tipo no tiene hermana! ¡Vino porque se le cantaron las pelotas!

El frustrado extorsionador menea la cabeza, cierra los ojos y se toma el tabique nasal con el índice y el pulgar de la mano izquierda. El puño derecho continúa apretado.

— ¿Querés saber para qué la quiero? —me pregunta sin volverse.

— Sí.

— Ayer a la tarde me eché a dormir una siestita y la boluda que está ahí parada con cara de vaca que ve pasar el tren —esto lo dice cabeceando hacia la posición de Isabel, alzando las cejas y mordiéndose el labio inferior con las paletas —se comió otra manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal. Tenía hambre, mi alma…

— Pero eso Dios ya lo tiene que saber, no lo van a poder engañar —insinúo.

— Hace milenios que Dios no viene por acá —explica mientras se rasca la barba —, pero la última vez ya me dejó claro que lo único que le preocupa en la vida es ese puñetero arbolito.

— ¿Y entonces a quién le tienen miedo?

— Al Arcángel Gabriel —confiesa con la voz a punto de quebrarse —Dios lo eligió como guardián de las puertas del Edén, y ya me tiene dicho que si me agarra en algo raro me saca de acá a patadas en el culo y me hace aparecer en Siria. ¿Está bueno Siria?

— Sí, buenísimo —le miento yo como para no agregar otro problema a la lista. Cuando no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Y no se me nota en la cara.

— Menos mal —suspira —. Mostrame la manzana, dale.

El primer hombre la examina con ojo minucioso. A simple vista se percibe la satisfacción en su rostro.

— Fantástico —susurra mientras gira la fruta entre sus dedos —, absolutamente increíble. El color, la textura, el tamaño… parece elegida a propósito. ¿La compraste donde te pedí?

— Sí —respondo yo con cara de póker. Cuando no estoy acorralado soy bastante bueno mintiendo. Y no se me nota en la cara. No sé si lo dije alguna vez.

De pronto se encuentra de un excelente humor. Entonces le arroja la manzana a Isabel y le dedica una tierna sonrisa.

— ¿Podrás acomodarla en el árbol sin que se note mucho que no es la original? —indaga sin dejar de sonreír — ¿o después de la siesta me encontraré con que colgaste una pera?

— Estúpido —acusa la mujer sin sentirse ofendida por la fina ironía de su marido. De hecho ella también sonríe.

Adán deja el asunto en manos de su mujer, asumo yo que por ser una tarea de corte netamente decorativo. La observa un rato mientras se aleja y finalmente me tiende la mano.

— Perdón por las molestias ocasionadas, Bigud —me dice con expresión sincera —. Si yo te decía la verdad de entrada no ibas a venir.

— Sin rencores —contesto yo, que estoy bastante satisfecho con la experiencia vivida —. ¿Cómo me voy de acá?

— Tenés que caminar hacia el Oriente por ese sendero. Cerca del final vas a ver a los Querubines, y un par de kilómetros después te vas a topar con una reja de color negro que tiene una puerta dorada. Detrás de esa puerta está tu auto estacionado en el camino de tierra.

— ¿Eso es todo?

— No. Mucho cuidado con el Arcángel Gabriel. Casi siempre está cuidando la puerta. Si lo ves, escondete y esperá hasta que se duerma. Si te descubre, vos a mí no me conocés.

— ¿Y cómo lo reconozco?

— No es muy difícil. Tiene un tic en el ojo derecho, lo guiña todo el tiempo. Parece que te estuviera haciendo una propuesta sexual.

De pronto alcanzo a comprender en forma cabal todo lo ocurrido a lo largo del día, y no puedo más que sonreír.

— No te preocupes, tengo la sensación de que no me va a descubrir —lo tranquilizo.

— Eso espero. Y pensándolo bien, es lo mejor que le puede pasar. Si se entera y me manda a Siria se queda sin laburo —razona.

— Por supuesto. Si yo fuera él, te habría facilitado todo para que repongas la manzana —complemento yo mientras comienzo a caminar por el sendero que me sacará para siempre del huerto de Dios —. Hoy en día está bien difícil conseguir un laburo decente.

Ambos reímos a carcajadas. Él conmigo. Yo de él.



Tengan ustedes muy buenas noches.