Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 14 de agosto de 2014

LAS MIRADAS


Síntesis del post: Mi amigo. Un problemita. Un edificio de categoría. Credenciales. Miradas. Homicidas. Improvisación y planificación. Un ascensor. Una secretaria. Un cliente. Una solución. Una reflexión.


Mi amigo me llama por teléfono a media mañana. Desde su auto. Me pregunta por mi mujer y mis hijas, me habla un poco de fútbol, de la situación general del país y propone un asado con los muchachos que por ahora carece de fecha cierta. Acto seguido, luego de algunos rodeos más innecesarios que los ya mencionados, me pasa un contacto. Me dice que el tipo tiene un problemita, que es alguien de confianza, que tal vez yo le pueda dar una mano y que me lo va a agradecer. Por supuesto, se niega a aportar precisiones y yo no insisto. Finalmente, mostradas ya sus cartas con toda la sutileza de la que fue capaz, se despide solicitando que lo mantenga al tanto de la gestión.

Así las cosas. La lectura para semejante presentación es bastante sencilla, y de más está decir que no existe en la vaguedad del planteo una voluntad de ocultación. Más bien es la firme decisión de no interferir con las formas o maneras que el mandante elija para su propia exposición.

Decía entonces que la lectura es bastante sencilla: El punto este no tiene un problemita. Tiene un problema. Un problema de considerables proporciones que no ha podido resolver con sus herramientas por más que se ha cansado de intentarlo. Es de confianza pero no es amigo. La palabra amigo intercalada en esta clase de conversaciones involucra un solapado intento de rebaja en los honorarios o comisiones que uno pretenda percibir al final del camino. Al final o al principio, eso depende. En cuanto a la posibilidad de dar una mano, tal vez implica seguro, y el sincero agradecimiento sugiere futuros problemitas que caerán directamente en mis manos (la que doy ahora y la otra) de acuerdo a la solvencia y rapidez que sea yo capaz de demostrar en el caso que nos ocupa.

Es todo. Ahora a lo nuestro sin más, que el tiempo es oro y yo no como con lo que escribo sino con lo que hago.

Decido ir a verlo. Su oficina queda cerca de la mía y me parece un bonito gesto. Un gesto de buena voluntad como para romper el hielo, para comenzar a generar una confianza que hoy no existe.

Es un edificio de categoría, de esos en los que hay que exhibir el documento antes de ingresar y un empleado de seguridad con mirada desconfiada carga los datos en una computadora para facilitar la posterior identificación si uno acabara, pongamos por caso, improvisando un homicidio en medio de la visita. Y hablo de improvisar porque la gente que sale de la casa con los homicidios ya planificados suele haber estudiado en detalle la escena de su futuro crimen y muestra una marcada tendencia a la presentación de documentación apócrifa.

Supero la desconfianza del empleado de seguridad mirándolo fijo. Alguien que mira fijo a un empleado de seguridad de un edificio de categoría transmite plena confianza en sus credenciales. Es alguien con buena fe. O alguien que está a punto de cometer un homicidio improvisado, pero como la improvisación implica desconocimiento previo de la propia acción aún no lo sabe, y en consecuencia su buena fe es tan genuina como la buena fe de cualquier otro individuo, que no se torcerá en el transcurso de la visita. O un homicida liso y llano que vino con todo planeado desde la casa pero sabe, como sé yo, que cuando uno mira fijo a un empleado de seguridad de un edificio de categoría automáticamente transmite plena confianza en sus credenciales por más que sean apócrifas. Me refiero a las credenciales del homicida liso y llano, las mías sí que son genuinas.

Voy al piso doce. Un señor calvo, muy petiso él y con unos anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon sino como a un señor calvo y muy petiso, me pide que le marque el piso veinte. Estamos solo nosotros dos. Me mira con desinterés, supongo que es porque no hay otra cosa que mirar. Otra gente que mirar. El desinterés es siempre mejor que la desconfianza. La gente que mira con desinterés se encuentra sumida en sus propios asuntos. En realidad no repara en el objeto de su mirada, descansa la vista, y eso es muy conveniente para sujetos como yo, que no gustan de las miradas atentas y escrutadoras de los desconocidos, a menos que esos desconocidos sean mujeres y estén más buenas que tomar whisky directo de la botella. Y también es muy conveniente para los homicidas que traen todo planificado desde la casa, porque una mirada atenta y escrutadora es un futuro problema en una rueda de reconocimiento. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo, porque todavía no saben que lo son. A menos, claro está, que el ascensor esté bajando luego de haber perpetrado el homicidio. Ahí sí que saben.

Me despido del señor calvo, petiso y con unos anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon, desciendo y toco el timbre de la oficina 1205. Una voz femenina aguda y metálica gracias al aparato que la presenta me somete a un breve cuestionario y autoriza mi entrada sin más trámite. Es la secretaria del mandante de mi amigo, que al acercarme hasta su escritorio arranca la charla utilizando mi nombre de pila. Juan, me dice. Porque yo me llamo Juan, no sé si lo dije alguna vez en este espacio.

Es mala señal que haya una secretaria por más bonita que sea (y esta lo es), porque la gente solo tiene secretaria cuando sus problemas son tan grandes que no le dejan tiempo para otra cosa que para ocuparse de ellos. Y si además de ser bonita, esa secretaria conoce el nombre de pila del visitante y lo trata como si fuera un amigo de toda la vida, quiere decir que el problema que hay detrás de la puerta del despacho principal posee entidad suficiente como para que todo lo demás transcurra en un clima como el que describo.

Florencia me mira en silencio. Sé su nombre porque ya se presentó, me ofreció café y me obligó a ocupar un sillón muy cómodo en el que habré de pasar algunos minutos. Minutos que espero sean pocos, considerando el gesto de buena voluntad que implica mi presencia en esta oficina.

Decía entonces que Florencia me mira en silencio. El silencio es siempre mejor que el desinterés, y también que la desconfianza. La gente que mira en silencio deja una ventana abierta para la reflexión, y eso es muy conveniente para sujetos como yo, no muy amigos de las interferencias sonoras salvo que consistan ellas en proposiciones sexuales de una bonita secretaria, pongamos por caso, de Florencia, ya que la tenemos cerca y conocemos su nombre. Y también es muy conveniente para los homicidas que traen todo planificado desde la casa, ya que el silencio solo hace ruido en la mente del otro. Ello les otorga una enorme ventaja porque facilita la lectura de la tensión, el relajo, el pánico, la lujuria, la admiración, el amor, el odio y demás pulsiones comunes a todo ser humano. Les permite decidir el curso de las acciones en un clima de relativa calma y reduce considerablemente el margen de error. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo porque todavía no saben que lo son. Salvo, claro está, que sean medio paranoicos y el silencio obre como motor para esa paranoia oculta colocándolos de cara a la consumación de ese homicidio no premeditado aunque voluntario. Ahí sí que no da lo mismo.

Juan, me dice Florencia. Y me abre la puerta del despacho de su jefe con la misma mirada silenciosa que mantuvo todo este rato. Rato algo más largo de lo que yo hubiera deseado. No por su mirada, por supuesto, sino por aquello de la buena voluntad que implica mi presencia en esta oficina.

Mi cliente (asumo que ya puedo llamarlo así) es un hombre de unos sesenta años, cabello entrecano y barba entrecana. Hasta el vello de sus brazos que asoma debajo de la camisa a la altura de las muñecas es entrecano. Es, en síntesis, un individuo de capilaridad entrecana que me mira con bastante expectativa. La expectativa es siempre mejor que la desconfianza pero ciertamente peor que el desinterés o el silencio, porque significa que del otro lado hay alguien que espera algo de uno. Algo positivo. Un hecho, un acto, un dicho, un sentimiento, una solución. Lo que sea. La expectativa pone la pelota en el campo propio, exige una respuesta que será interpretada como satisfactoria o traerá aparejada una desilusión. Si la expectativa es grande, la satisfacción será plena o la desilusión devastadora.

Por eso la expectativa en esos términos no es algo muy conveniente para sujetos como yo, no muy amigos de los gestos que no sean estrictamente voluntarios e inesperados por el otro. Distinto es el caso de los homicidas que traen todo planificado desde la casa, ya que la expectativa, la esperanza puesta en lo positivo puede aportarles el factor sorpresa que necesitan para actuar sabiendo que si ocurriera un intento de defensa sería tardío e ineficaz. En cambio para los homicidas improvisados da lo mismo porque todavía no saben que lo son. Salvo, claro está, que la expectativa puesta en su persona sea la causa inmediata de un ataque de pánico que acabe disparando sus instintos mortales. Ahí sí que sería preferible el silencio, el desinterés o incluso la desconfianza.

Mi cliente va al grano y plantea el problema con crudeza. Es un problema incluso más grande del que yo esperaba encontrar. Uno que excede en mucho mis previsiones y posibilidades, así que luego de echar mano a la mirada que reservo para los casos en que deseo transmitir calma y seguridad, respondo con voz aplomada: ‘Es difícil pero posible, lo resuelvo antes de que tenga oportunidad de pestañear’.

En fin, entiendo que es lo que cualquier individuo de bien respondería ante una situación que lo desborda por completo. Bueno, pensándolo con más detenimiento, también podría ser la respuesta de un homicida que trae todo planificado desde la casa. O la de un homicida improvisado, por qué no. Eso, claro está, siempre y cuando se volviera loco en ese preciso instante y quisiera pronunciar una frase célebre antes de empuñar una tijera y desatar su furia asesina contra el individuo de capilaridad entrecana, Florencia (tan bonita ella) y el señor calvo, muy petiso y con anteojitos tipo Lennon que no le quedan como a Lennon si el pobrecito tuviera la mala fortuna de cruzarlo en el ascensor.

Qué sé yo… en el fondo asumo que todos nos parecemos un poco en lo previo. Antes del acto quiero decir. En todo caso la culpa la tienen los empleados de seguridad, que dejan entrar a cualquiera que les presente un documento y los mire fijo, así, como transmitiendo plena confianza en sus credenciales.



Tengan ustedes muy buenas noches.