Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

sábado, 12 de mayo de 2018

NO TE QUIERO MÁS, ROBERTO.




Síntesis del Post: Medialunas y café con leche. No te quiero más, Roberto. El Ser y el Hacer. Incomprensión. Testigo presencial.

Estoy tomando un café con leche y comiendo una medialuna. En rigor de verdad son tres medialunas, y no las estoy comiendo todas juntas, por supuesto, sino una después de la otra, como suelen proceder en público las personas que han nacido y crecido al amparo de una sociedad más o menos civilizada. Y digo en público porque no estoy en mi casa sino en un pintoresco bar ubicado en la zona de Palermo, y porque si estuviera en mi casa las formas empleadas y el concepto de civilidad se hallarían en un conflicto de imposible resolución.

En una mesa cercana a mi posición una señorita le anuncia a un caballero que la relación que los unía ha llegado a su fin, aunque él mantiene el optimismo e intenta con denuedo que se tome en cuenta su apelación. Sus argumentos son torpes y desesperados. Me refiero a los argumentos del caballero. Los de la señorita, por otra parte, son de lo más certeros. No te quiero más, Roberto. Eso le dice. Y luego escucha con aire desinteresado el ovillo de lamentos, recriminaciones y promesas que el condenado derrama sobre la mesa de un modo caótico. Sí, pero yo no te quiero más, Roberto. Eso le responde. Y mira el reloj de pared sin agregar una sola palabra, porque, asumo yo, sabe de sobra que el argumento se basta a sí mismo.

No te quiere más, Roberto. No te quiere más. Y el hecho de que no refuerce la sentencia con furibundas acusaciones hacia tu persona, de que no exista un detalle pormenorizado de tus infracciones, una queja sobre tu relación con su madre o un mísero reproche sobre tus magros ingresos económicos revela el problema en su auténtica dimensión. No hay nada que hacer, Roberto, el asunto ocurre en el plano del ser. No requiere ninguna acción de tu parte, no existen errores o desatenciones que subsanar. Es un sentimiento puro y simple (o la ausencia del mismo), y por ende no es algo que se pueda modificar poniendo voluntad. Ella no quiere que cambies, Roberto. Quiere que sigas siendo el mismo, pero lejos.

Me gustan mucho las medialunas, no sé si lo dije alguna vez en este espacio. Las medialunas y las pequeñas desgracias ajenas. La infinita potencia de un drama en desarrollo y la fortuna que implica convertirse en testigo presencial del mismo sin estar directamente involucrado. De más está decir que me refiero al universo de la tragedia menor, del contratiempo capaz de derrumbar solo aquellas estructuras que el individuo promedio desea mantener en pie, aunque en el fondo comprenda que su desaparición no implica más que un sufrimiento pasajero e irrelevante en el conjunto de la existencia. A ese universo me refiero, entonces. Y al de las medialunas de grasa, que tampoco es cuestión de andar precisando el grado de malicia que uno posee y no hacer lo propio con el combustible que lo nutre.

Pero basta ya de distracciones. Volvamos a lo nuestro.

Roberto persiste en su batalla contra un desenlace a todas luces inevitable. No sabe, no puede o no quiere comprender la verdadera naturaleza del asunto que lo tiene como protagonista, y es precisamente esa incomprensión la que lo arrastra sin remedio a las peligrosas aguas de la vergüenza ajena. A la indignidad de mendigar, no ya un amor, sino una simple permanencia. Una auténtica claudicación sin condiciones. Una subasta del orgullo, pero sin base. Una renuncia explícita al derecho inalienable de exprimir la paciencia del ser amado con lo peor que se tiene en el repertorio solo por el hecho de que eso es lo que uno es, y no lo que hace.

No hay peor tragedia que la que tiene lugar sobre el escenario, y no hay peor derrota que la que hace ruido. Esto habría querido decirle yo a Roberto si no hubiera pedido ya la segunda tanda de medialunas y otro café con leche. Por desgracia para él me siento mucho más cómodo en el papel de testigo presencial que en el de ángel de la guarda, y empatizo mucho más con la gente que entiende todo rapidito, cortito y al pie. Por igual un beso que un tenemos que hablar, o un te quiero que un hacé la valija.

Tengan ustedes muy buenas noches.