Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

jueves, 24 de mayo de 2012

EL HOMBRE IMPERCEPTIBLE


Síntesis del post: Una historia para contar. El hombre imperceptible. Descripción. Olvidos. Lectura. Directiva perentoria. Una historia para contar. Cansancio.


Hoy llego a ustedes con una historia para contar. Pero antes de que alguien apunte —no sin razón— que cuando llego, sin mencionar el hecho de que llego cada vez menos, lo hago en las condiciones que acabo de describir, me apuraré a decir que este relato posee una particularidad que lo diferencia de todos los demás.

‘¿Y cuál es esa particularidad?’ preguntará el caballero al que dejé con las ganas de apuntar algo.

Déjeme continuar, caramba, que después algunos se quejan de que me alargo en los prolegómenos.

Hoy vengo a contarles, pero también a contarme. Esa es la particularidad de la que hablaba recién. En esta ocasión soy un destinatario más del relato, y lo leeré con la misma avidez que cualquier otro lector, un poco por querer enterarme de qué va el asunto (le juro que no lo sé, o que en pocos instantes ya no lo sabré), y otro poco porque este autor escribe exactamente como a mí me gusta.

Ahora a lo nuestro sin más, que tengo la sensación de que alguien se queja de mis prolegómenos. Pero con una razón valedera, no como ustedes, tan propensos al apuro por el apuro mismo.

Estoy en un bar situado en Parque Patricios. Un hombre que no reconozco y que sin embargo comparte la mesa conmigo asegura que acaba de pagarme $300 para que detalle por escrito los pormenores de nuestra entrevista. Reviso mi billetera y confirmo que es cierto, o por lo menos que he salido con más dinero del que pensaba.

El hombre me solicita que haga una descripción física. No dentro de un rato. No mañana. Ahora. En tiempo presente. O ya no podré hacerla jamás.

No puedo explicar el porqué, pero tiene razón. No me cabe la menor duda. Hay algo extraño en su rostro, en su humanidad en general. Hallar las palabras adecuadas para retratarlo resulta un asunto demasiado complejo. Todo en él presenta una curiosa disposición al olvido.

Resulta imposible decir si tiene veinte años o cincuenta. No es muy alto ni muy bajo, ni muy gordo ni muy flaco. No es negro, mestizo ni caucásico. No puede afirmarse que tenga demasiado cabello —es castaño—, pero tampoco que sea calvo. La opacidad de sus ojos ensucia el color, lo torna vago, impreciso hasta el límite de lo tolerable. La nariz, intrascendente, demanda más de una mirada para admitir su existencia y poder describir, tiempo que no poseo en las actuales circunstancias. Finalmente se infiere la vulgaridad de una boca y la síntesis de un mentón. Y eso es todo lo que puedo incluir en esta breve exposición.

'Mi problema —dice una voz que podría ser la de mi hermano, mi suegra o mi contador— es que me deslizo fuera de la mente de las personas con una rapidez esplendorosa. No hay cerebro capaz de aprehender mi entidad, no hay memoria que aprecie la continuidad de mi ser sin volver a foja cero en cuestión de minutos, no hay charla que me permita una pausa para ir al baño.'

‘¿Y usted quién es, por qué me interrumpe mientras escribo?’ le pregunto a un caballero que no reconozco y que sin embargo comparte mi mesa.

El hombre responde que no tiene caso revelar su nombre, pero me pide que anote la pregunta que acabo de hacerle y a continuación relea el texto que tengo frente a mis ojos.

‘Usted es el hombre imperceptible’ afirmo con estupor al acabar la lectura.

El hombre imperceptible sonríe. O tal vez llora. En cualquier caso sus expresiones son tan indescifrables como sus rasgos.

‘El hombre imperceptible, cómo no. Me gusta eso. No me equivoqué con usted. No me arrepiento de haberlo elegido entre tantos otros. Es la primera persona que ha logrado sintetizar mi condición dotándome al mismo tiempo de algo parecido a un nombre.’

El mozo interrumpe la charla y pregunta qué se va a servir ese caballero que no reconozco y que sin embargo comparte mi mesa. Un café con leche y un tostado mixto, responde él mientras me indica que relea el texto que tengo frente a mis ojos.

‘El hombre imperceptible’ murmullo al concluir, intentando disfrazar mi confusión con una torpe sonrisa.

‘Imagine, pues, lo que es mi vida. Ser invisible sin serlo. Pasear eternamente entre desconocidos, repitiendo presentaciones, entablando relaciones circunstanciales, abandonando conquistas en mitad de la noche, justificando inexplicables presencias, anhelando las intimidades más básicas.’

Una bella señorita aborda a un caballero que no reconozco, y que sin embargo comparte mi mesa. Le sonríe, se presta a un breve intercambio de susurros, de labios y oídos, y al cabo de unos minutos escribe una combinación de números en una servilleta. El hombre la despide con ojos amorosos y me indica que relea el texto que tengo frente a mis ojos.

‘El hombre imperceptible’ me digo a mí mismo invadido por una infinita compasión.

‘¿Le gusta la dama? Es mi esposa. Vino conmigo hace menos de dos horas, pero no lo recuerda. Casi siempre nos conocemos de esta manera. Siente por mí esa atracción irrefrenable que usted acaba de atestiguar. Le provoco un impulso, una pulsión que no se modifica en ningún contexto. Nos casamos hace quince años en Las Vegas, y lo curioso es que desde que salimos de mi departamento hacia el aeropuerto hasta que dimos el sí en aquella pequeña capilla en medio del desierto nos conocimos catorce veces. En el taxi, en la cola de migraciones, en el avión, en el casino, en un ascensor, en una esquina, etc.’

De pronto comprendo su tragedia. No puedo hacer demasiado por él. Nadie puede. Siento un impulso, la semilla de un intento que se me escapa. Tomo una servilleta y garabateo algo que pretendo utilizar en algún momento. Algo que ya no significa nada. Algo que no recuerdo.

El mozo interrumpe la charla y pregunta qué se va a servir ese caballero que no reconozco y que sin embargo comparte mi mesa. Nada, responde él con marcada tristeza. Yo ya me iba. Mientras se levanta me indica que relea el texto que tengo frente a mis ojos.

‘Lo único que yo pretendo es dejar alguna constancia de mi paso por este mundo. Una pequeña redención que considero justa. Confío en que usted sabrá presentarme de un modo creíble’ me dice ya caminando en dirección a la puerta.

‘El hombre imperceptible’ repito en medio de la lectura, pero ya me encuentro solo.

Alzo la mano y pido la cuenta. Mientras aguardo juego con una servilleta y descubro que tiene algo escrito. Reconozco mi letra. Es un mensaje que no recuerdo haber escrito. Contiene una directiva. Una directiva perentoria que debo acatar sin cuestionamientos ni dilaciones. Lleva mi firma al pie, y una pequeña marca que solo estampo en los asuntos de vital importancia.

Suelto un billete de cien pesos sobre la mesa y corro a la calle en busca de mi objetivo. Escruto a la gente. Un señor mayor con aspecto de militar retirado, una anciana, un joven de ojos saltones, dos estudiantes, un policía. Nadie que encaje dentro de los curiosos parámetros que me describí.

En la esquina un caballero que podría ser un abogado, un albañil o mi corredor de bolsa se apresta a cruzar la calle de la mano de una bella señorita. Cuando la mente se te ponga en blanco, me digo a mí mismo en la nota.

‘¡Hombre imperceptible!’ le grito a la distancia. Porque es lo que debo hacer. En eso consiste el primer paso de mi directiva perentoria.

El hombre se vuelve y me observa con genuina sorpresa. Petrificado.

Me acerco a paso lento a ese caballero que no reconozco y que sin embargo es el objeto indiscutido de la maniobra que me obligué a ejecutar.

Cuando llego hasta su posición lo abrazo sin mediar palabra. Lo abrazo con el mayor sentimiento del que es capaz un tipo frío como yo. Porque es lo que debo hacer. En eso consiste el segundo paso de mi directiva perentoria.

‘Yo te conozco’ le digo al oído antes de liberarlo. Porque es lo que debo hacer. En eso consiste el paso final de mi directiva perentoria.

El hombre imperceptible sonríe. O tal vez llora. En cualquier caso sus emociones son tan naturales como las de cualquier otra persona.

‘Muchas gracias’ me dice mientras se aleja de la mano de esa bella señorita que ocupaba una mesa cercana a la mía en el bar.

Un caballero que no reconozco y que sin embargo observo con mucha concentración me saluda desde la esquina, al otro lado de la calle. Alzo la mano por educación, no tiene ningún sentido hacerle notar su equívoco.

Ahora a lo nuestro sin más, que hoy llego a ustedes con una historia para contar, y por alguna razón que se me escapa ya me siento cansadísimo.


Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 10 de mayo de 2012

LOS ACTOS DE LOS HOMBRES


Síntesis del post: Los actos. Fundamentos y justificaciones. Desayuno. Señorita inoportuna. Caso práctico. Silencios.

Cuestión previa: A partir de hoy, y debido a los múltiples reclamos recibidos a lo largo de estos años, haremos una serie de ensayos con letra blanca. Si la repercusión es buena, quedará. Si no, no.


Los actos de los hombres se explican por sí mismos, me dijo mi amigo mientras repasaba su barba entrecana con el dedo pulgar. Cuando se torna necesario fundamentar, cuando se incurre en el complejo arte de la justificación, aparece la deshonestidad intelectual en altísimas dosis. Ya desde el instante en que comienzan a describir un hecho, un acto, y aun con la mejor de las intenciones, las palabras traicionan una buena porción de la verdad. ¿Qué se puede esperar entonces cuando son utilizadas para exponer sus motivaciones?

La señorita —inoportuna desde el comienzo de la velada— interrumpe la reflexión con su sonrisa cansada y su bandeja color plata. Café negro y tostadas para él, café con leche y tres medialunas para mí. Dos pequeños vasos con un jugo artificial (asumo que de naranja), una jarra de agua, manteca, mermelada y tres masitas secas que deben tener una semana yendo y viniendo sin mayores distinciones entre la clientela asidua o circunstancial.

Uno —prosigue con los ojos entrecerrados a causa del humo del café— no anda por la vida ensayando una explicación para cada cosa que hace. Si tiene hambre come, si tiene sed bebe, si le gustan esos zapatos los compra, si aquella piba le parece bonita (alza las cejas y mira en dirección a la señorita en conflicto con el sentido de la oportunidad) le propone una revolcada. Y así con todo. O con casi todo. Porque algunas veces la gente pretende que uno exponga los pormenores más íntimos de los mecanismos que lo gobiernan, y eso como condición necesaria para que el acto en cuestión le cierre. Quiero decir, para que resulte aceptable de acuerdo a sus propios parámetros y concepciones.

La señorita, muy bonita ella (no sé si lo dije) aunque un tanto inoportuna (estoy seguro de haberlo dicho), interrumpe la reflexión, esta vez amparada en el protocolo. Sí, está todo bien. No, no queremos nada más. Sí, cualquier cosa te chiflamos. No, el aire acondicionado no nos molesta.

Fundamentar —retoma con la mirada aún perdida en las nalgas de la señorita en retirada— es una forma elegante de mentir. La justificación es un patético intento por suavizar la verdadera naturaleza del acto. Esa deshonestidad intelectual de la que te hablaba hace dos interrupciones. Te amo demasiado. Tanto que no te quiero ver sufrir. Estos ravioles están buenísimos, pero vengo de almorzar en la casa de mi tía. No, no, trae el otro álbum, solo cerré los ojos treinta segundos para descansar.

La señorita, que se revela un poco más bonita con cada nueva intervención, interrumpe por el hecho mismo de interrumpir. Sí, una medialuna más, pero de manteca. No, café todavía tengo. Gracias.

Un acto habla a través de sus consecuencias. El porqué es ni más ni menos que el estado de cosas que se deriva de su producción. Las palabras lo deforman, o en el mejor de los casos lo adornan, pero siempre modificando su esencia. Con ellas se intenta profanar su naturaleza salvaje, dotarlo de un sentido que no siempre está allí para ser expuesto.

La señorita ya no interrumpe, se hace extrañar mientras dialoga con el joven a cargo de la caja registradora. Mantiene la bandeja apretada entre las rodillas y los codos sobre el mostrador, ajena a todo lo que ocurre a sus espaldas. En el fondo es mejor así.

Ensayo una mueca que intenta reflejar mi completa adhesión a sus dichos, aun sabiendo que este pequeño alegato filosófico no agota ni por asomo el desarrollo. Sin embargo permanezco en silencio. Un silencio que invita a la presentación del caso práctico, si es que existiera la necesidad, si es que yo tuviera asunto en algún punto de la trama.

Tengo un pequeño problema doméstico… ¿puedo dormir en tu sofá por unos días? Es hasta que me organice.

Asiento con la cabeza mientras devoro el último trozo de la última medialuna; pero no rompo el silencio. Un silencio que ya no invita, sino que concede. Un silencio infundado, ausente de justificaciones. Un silencio honesto.

En la pantalla del televisor transcurre un compilado de goles de Lionel Messi que todos, empleados y clientes, observamos con sincera admiración. Una anciana aprovecha para hacer defecar a su perro en plena vereda y huye sin limpiar. La señorita nos regala una última interrupción.

Pago la cuenta sin atender la tibia oposición de mi amigo. Y también me hago cargo de la propina, porque esas nalgas merecen un reconocimiento que deseo asegurar.

Suena la alarma de un auto. A lo lejos. Muy a lo lejos.


Tengan ustedes muy buenas noches.

martes, 1 de mayo de 2012

FRONTERAS MATEMÁTICAS

Síntesis del post: Hecho verídico. Sábado helado y lluvioso. Caminata. Panadería. Dos con cincuenta. Enigmas matemáticos. Conclusión final.


El hecho que procederé a relatar a continuación, ni bien acabe de explicar que el hecho que procederé a relatar a continuación es absolutamente verídico, es absolutamente verídico. Ocurrió en la mañana del sábado. Ese sábado helado y lluvioso que abrió la puerta de este larguísimo fin de semana regalado por la Divina Providencia.

Decía entonces que salí a caminar. O no, en realidad aún no decía. Pensaba en decir, aquí, donde suelo decir la mayoría de las cosas a las que asigno alguna relevancia, cuando me fuera posible. Pensaba en decir mientras hacía, mientras caminaba, mientras fabricaba mis excusas para decir, mientras paría mi presupuesto necesario, mi justificativo último.

Decía entonces que salí a caminar. Y esta vez sí decía, porque uno, cuando dice, dice lo que ya se ha dicho a sí mismo, lo que ha pensado en decir aun cuando no supiera el cómo, el cuándo o el por qué. Uno evoca aquello que ha poblado sus horas muertas con una modesta cuota de fidelidad, ya que ese pensamiento, ese pensar en decir, produce una transformación que deforma, tergiversa o incluso omite la verdad de los hechos. Y eso es lo maravilloso del dicho. Su enorme ventaja y su esencia.

Bien, a lo nuestro sin más, que de tanto pensar en decir aún no hemos dicho nada.

Decía entonces que salí a caminar. O no. Cuando uno sale a caminar, quiero decir, cuando pone como norte la acción pura y simple de caminar, sale sin rumbo fijo. A la buena de Dios. A la que te criaste, diría mi abuelita. Y yo sí que tenía un rumbo fijo. Yo iba a la panadería. A comprar facturas. El sábado por la mañana, no sé si lo dije.

Decía entonces que salí a la panadería. Y ahora digo que salí en compañía de mi pequeñísima Yoni, cuyos madrugones —al igual que los míos— la hacen víctima —al igual que a mí— del repudio unánime de las otras mujeres de la familia. Del resto de la familia, vamos, hablemos claro. Y también digo que llegué a destino sin experimentar mayores contratiempos en el camino, lo cual no está exento de mérito. Y no digo nada más.

A partir de este momento procederé a relatar en tiempo presente, porque pienso, justo es decirlo, que ese tiempo enriquece más que cualquier otro los relatos. O mejor dicho, mis relatos, que a los efectos prácticos son los únicos que importan en este humilde rincón virtual.

Ingreso a la panadería y me atiende mi señorita preferida. A ver, no piense mal, esta señorita no es de las que usted imagina, esas que presentan atributos sobrecogedores (la elección de la palabra no es azarosa) y son amadas secretamente por buena parte de la clientela. No. Soy muy estricto en estos asuntos. Soy de los que opinan que un peluquero no puede ser calvo, un cirujano no puede usar anteojos y una empleada de panadería no puede ser escuálida. Esta señorita es más bien regordeta, hecho que habla a las claras de la calidad del producto ofrecido al público.

Decía entonces que me atiende mi señorita preferida. Y le pido media docena de facturas por las que habré de de desembolsar catorce pesos exactos. Sin embargo a último momento, tentado por la fiesta visual desplegada sobre el mostrador, me arrepiento y agrego una medialuna de grasa.

Se produce aquí el primer desencuentro. Mi señorita preferida toma la calculadora y multiplica por siete el precio de la unidad, hecho que me produce una profunda conmoción, no por la operación en sí, que es correctísima, sino por el empleo de la mencionada maquinita para obtener el resultado.

‘Son diecisiete con cincuenta’, me dice con esos hoyuelos que se le forman en los mofletes cada vez que sonríe.

De inmediato noto que algo no anda bien y me niego en forma rotunda a realizar semejante desembolso, borrándole la sonrisa de un plumazo y sumiéndola en un tenso desconcierto.

Me mira. La miro. Frunce el ceño. Alzo las cejas. Y finalmente expongo mi argumento sin rodeos.

‘Si la media docena se cobra catorce pesos quiere decir que la medialuna que acabo de agregar vale tres con cincuenta. Si esto es así no me la llevo.’

Me mira. La miro. Frunce el ceño. Alzo las cejas. Y finalmente indago.

‘¿A cuánto está la unidad?’

‘A dos con cincuenta’, responde.

Me mira. La miro. Frunce el ceño. Alzo las cejas. Y se agrega aquí una circunstancia que no logra sino profundizar aun más mi conmoción inicial. Mi señorita preferida toma de nuevo la máquina y digita una operación de máxima complejidad: 14 + 2,5

‘Dieciséis con cincuenta’ corrige satisfecha, sin prestar atención a mi semblante desencajado.

Sin embargo luego decide, casi como un juego, o tal vez una corroboración, multiplicar de nuevo el precio de la unidad por siete. En la calculadora, por supuesto.

Al observar el resultado que arroja la bendita máquina cae víctima del más feroz abatimiento. Diecisiete con cincuenta. Otra vez ese maldito número echando por tierra todo su desarrollo. Otra vez esa diferencia devorando los cimientos de nuestros cálculos previos.

De más está decir que a esta altura de los acontecimientos yo, que no soy ninguna lumbrera pero reconozco que la frontera de la matemática convencional, allí donde el sistema comienza a presentar los enigmas que ocupan a los más prestigiosos técnicos está mucho más allá de las dos primeras decenas, ya he identificado la causa del conflicto, aunque haciendo gala de la bellaquería más despreciable haya decidido callar.

¿Cómo dice?

Ay ay ay… ¿no ve que usted también es un adoquín? La unidad vale 2,50 en tanto y en cuanto uno lleve menos de media docena, o más, pero menos de doce (siempre teniendo en cuenta que hasta la sexta los catorce pesos son inamovibles). Si no vale 2,33. Por eso le conviene llevar seis y no cinco. O doce y no once. Ese es el oscuro artilugio de las panaderías que subsisten con lo justo.

En fin… sigamos con lo nuestro.

Una segunda señorita concurre al rescate. Los hechos se precipitan. Mi señorita preferida repite la última operación en tres oportunidades. Siempre, por supuesto, con el mismo oprobioso resultado. Diecisiete con cincuenta. Y es aquí donde surge la más fantástica de las conclusiones. Esa conclusión que yo no imaginaba ni en la más delirante de mis conjeturas.

‘¿Ves? La calculadora anda mal, hay que comprar otra’ sentencia ella mientras la rescatista —lo juro sobre el libro que se me indique— convalida revoleando los ojos, como si estuviera harta de la rebelión de las máquinas.

‘Son dieciséis con cincuenta’ me dicen a coro, una con esos hoyuelos que se le forman en los mofletes cada vez que sonríe, y la otra con una sonrisa lisa, sin hoyuelos.

Mi pequeñísima Yoni sonríe por mí. A ella también se le forman hoyuelos.

En cuanto a mi sonrisa y mis hoyuelos, admito que existen, aunque solo internamente. Siete facturas por dieciséis con cincuenta. Y el artículo viene gratis.

Más no puedo pedir.


Tengan ustedes muy buenas noches.