Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

lunes, 7 de septiembre de 2015

CRÓNICA DE UN POSIBLE HOMICIDIO


Síntesis del post: Confesión de mi amigo. Silencio. Una aplicada inmovilidad. Análisis de situación. Plan y motivaciones. Otro silencio. Un favorcillo. Conclusión.


— Creo que voy a matar a mi jefe —me dice mi amigo mientras juguetea con su vaso de whisky sin decidirse del todo a beberlo.

Media entre ambos un estudioso silencio, de esos que progresan luego de que han sido pronunciadas palabras atroces, capitales o polémicas, y que pueden abarcar un segundo o un siglo, atados sin remedio al carácter y la profundidad de las reflexiones que susciten.

Una voluta de humo suspendida sobre su cabeza se retuerce y gira sobre sí misma en un vano intento por dilatar su dispersión en el ambiente, y yo observo ese pequeño espectáculo sumido en una aplicada inmovilidad, cuidando de que mi rostro no comunique emociones que aún no acabo de procesar. Abro paréntesis. Soy un fervoroso partidario de la inmovilidad -no sé si lo dije alguna vez en este espacio- cuando deseo que el universo se olvide de mí por un rato, cuando busco que no se percate de que estudio alguno de sus mecanismos con un fin específico. Entiendo que la misma -a la inmovilidad me refiero- es la herramienta más efectiva para inducir esa amnesia cósmica que nos coloca fuera del mundo aunque sea por un instante, abriendo una instancia de reflexión pura y abstracta. Cierro paréntesis.

Habla en serio, de eso no cabe la menor duda. Si bien la penumbra del bar en que nos encontramos desvanece los rostros, la gravedad del tono empleado suple esta y cualquier carencia. Va matar a su jefe. O por lo menos eso cree, si nos apegamos a la literalidad.

Ahora bien, la idea desnuda no es suficiente para determinar en qué etapa del desarrollo se encuentra este simpático asesino en potencia que tengo sentado frente a mí. Para ello habrá que requerir alguna ampliación que nos permita conocer la dimensión de sus oscuras motivaciones, la existencia o no de una fecha tentativa de perpetración, si ha imaginado un plan más o menos sensato (si es que cabe hablar aquí de sensatez) y, lo que es más importante aun, si ese plan involucra de alguna forma, por mínima que fuera, a este humilde servidor. Conozco de sobra al hatajo de impresentables que conforma el núcleo duro de mis amigos, y si hay una cosa que aprendí con el tiempo y a los golpes es que en cada emprendimiento que arrojan sobre la mesa uno comienza como un simple testigo inocente, favorcillo mediante ingresa sin saberlo en el arenoso terreno de la complicidad, y a partir de allí todo se transforma en un viaje directo y sin escalas hacia la coautoría.

A lo largo de mi vida he participado en varios hechos grupales reñidos con la ética o la moral (en su mayor parte concebidos por ingenios más fecundos que el mío), pero siempre relacionados con la órbita de la contravención y no del delito penal. Por otra parte, y enfocando la cuestión desde el punto de vista de los resultados, en más de una oportunidad hemos sido descubiertos por individuos u organizaciones no tan duchas en materia investigativa. Quiero decir, jamás fue necesario un fiscal de la nación o la división homicidios de la policía federal para que el plan de la banda fracasara con estrépito. En rigor de verdad, bastó alguna novia despechada en la adolescencia, o incluso algún kiosquero sin déficit de atención en la época infantil. Nunca fuimos exitosos a la hora de quebrantar la norma, y por lo tanto resulta lógico y prudente pensar que nunca lo seremos. En esa inteligencia expreso la primera de mis inquietudes:

— ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunto en tono firme, agregando de paso un calculado escepticismo gestual.

Concedo que la indagación debió comenzar de un modo más amigable, quizás abordando el asunto desde la óptica de sus motivaciones (un simple ‘por qué’ habría estado bien), pero a veces, ante ciertas situaciones que acarrean un peligro actual o potencial para los propios intereses, colocarse al albergue de la más absoluta ajenidad desde el preciso instante en que aparece el planteo ayuda a que uno preste el oído de buen grado en lugar de ganar la calle a la carrera en busca de resguardo, sosiego o una mezcla de ambos.

— Absolutamente nada —responde alzando la mano en pos de calmar mi temprano recelo—. Somos amigos, es solo una confesión que te hago, tal vez necesito hablar con alguien.

Lo que sigue a ese invalorable aporte de tranquilidad es un gigantesco enjambre de excusas y pretextos lunáticos que, según interpreto, constituyen el fundamento último del crimen que pretende cometer. Y luego, sin tomar un respiro siquiera para conocer mi opinión al respecto, continúa con el detalle minucioso de un curso de acción al que asigna serias probabilidades de éxito, un estrambótico plan homicida concebido en el seno -entiendo yo- de una mente tropical cuyo delicado equilibrio se quebró en algún punto del camino entre la última vez que nos vimos (hace un mes en la casa de su hermano) y esta noche que nos encuentra cara a cara, whisky de por medio en este modesto bar del centro de la ciudad. Abro paréntesis. La mente, cuando es potente e inquieta y resulta sometida a extensos períodos de soledad y silencio o al abuso de sustancias que alteran la debida comprensión de los hechos, suele embarcarse en complejos desarrollos que acaban empujándola a transitar por caminos sinuosos que a su vez desembocan en praderas bastante alejadas de su lucidez inicial. Ese es mi humilde parecer, que no será una verdad material pero podría apostar que se acerca bastante al núcleo del problema que nos ocupa. Cierro paréntesis.

— Todo esto me parece una locura —sentencio severo—. Una locura absoluta.

— En última instancia es mi locura —responde con una expresión en el rostro que ya lo denuncia medio ausente.

Se instala entre ambos un nuevo silencio, esta vez de contenido reparador. Necesito restablecer mi ritmo cardíaco, y él, quizás, meditar sobre la contundencia de su exposición y las consecuencias que podría acarrear una toma de posición demasiado moralista de mi parte.

Asumo aquella aplicada inmovilidad de la que hablaba al comienzo de este artículo y aprovecho el silencio para reflexionar un poco sobre el compendio de barbaridades que acabo de escuchar. Un individuo cuya carrera criminal (compuesta hasta la fecha solo por pequeñas contravenciones) es una oda al fracaso, plagada de errores infantiles al momento de trazar un plan, de su ejecución o de ambos a la vez, pretende asesinar a su jefe y cree con una fe casi religiosa que va a ser capaz de eludir la acción de las personas y organismos que el Estado entrena y destina a dar caza a otros individuos algo menos torpes que él, y que encima, en lo suyo, son profesionales. Siento como si estuviera observando al Titanic en el astillero. Una tragedia en plena construcción, ansiosa por entrar en escena y hallar su propio témpano.

Deseo ensayar un último argumento para desalentarlo, pero no encuentro las palabras adecuadas y al final decido evitarme una nueva discusión que además presumo infructuosa. Al cabo de unos minutos reanudamos el diálogo y la velada -por fortuna- toma un rumbo menos comprometido. Se produce una suerte de pacto tácito y no se vuelve a mencionar el asunto, ni siquiera lateralmente.

Son las cuatro de la mañana, y habiendo abordado ya los temas (y bebidas) más variados encuentro prudente poner fin a la tertulia. Alzo la mano y pido la cuenta mientras se nos escapan las últimas carcajadas evocando una vieja anécdota de vaya uno a saber qué etapa de nuestra vida.

— Juan… te tengo que pedir un favorcillo —balbucea de pronto en un castellano ininteligible.

— Por supuesto, lo que quieras —respondo yo, presuroso y en el mismo idioma.

Es que, a fuer de ser sincero y a pesar de ser un fervoroso partidario, no soy muy bueno para asumir mi aplicada inmovilidad en orden al estudio de los mecanismos del Cosmos con medio litro de whisky circulando en el torrente sanguíneo. Y si bien sostengo, comprendo y ratifico que un favorcillo conduce directo a la complicidad, y que de allí hay un solo paso a la coautoría, también sé que existen marcadas diferencias entre un partícipe necesario y uno secundario, por lo que solo debería mantenerme dentro de la órbita de esta segunda categoría para hallarme en condiciones de interponer en el camino de cualquier fiscal de la nación una indecible cantidad de dificultades probatorias casi insalvables.

En fin… en el fondo del corazón cualquiera sabe que la amistad es enemiga de la prudencia, de la justicia y de la memoria. Y si fuera necesario, de las tres juntas. Y si luego hay que dar alguna que otra explicación en la sede de la división homicidios de la policía federal o en la fiscalía de turno, se la dará, que no sería la primera vez que uno intenta explicar lo inexplicable frente a una autoridad competente, llámese padre, madre, novia o incluso –vaya ironía- jefe.


Tengan ustedes muy buenas noches.