
‘Y ahora, con ustedes… ¡Loreeeeeeennnzooooooo!’
El caballero alza los brazos al cielo y cierra los ojos para recibir el aplauso del público. Para sentirlo en su corazón y en sus entrañas. Para ser uno con ese aplauso que es la razón de ser de esta maravillosa puesta en escena.
Antes de meternos de lleno en el desarrollo de este artículo corresponde aclarar que Lorenzo no es una persona sino un león. Un enorme macho de siete años en perfecto estado de salud, con su tupida melena, su torso musculoso y sus colmillos blanquísimos. Un magnífico ejemplar que sin duda merece la ovación que acaba de recibir.
Otro punto que convendría aclarar es que Lorenzo no está con nosotros. Concedo que en medio de su emoción el caballero soltó ese elocuente ‘con ustedes’ que en principio dejó poco espacio para la duda, pero lo cierto es que técnicamente no lo está. Más bien está con él. Los dos solos dentro de una bonita jaula. Nosotros (al público me refiero) estamos del otro lado de esos barrotes de cinco centímetros de diámetro, seguros y expectantes. En fin… detalles menores que no hacen al fondo del asunto.
‘Señoras y señores, lo que están a punto de presenciar es una verdadera demostración de amor, confianza y respeto entre un hombre y un animal salvaje. Una proeza que nace de una relación preexistente que costó muchísimos años construir. Toda una vida. Conocí a Lorenzo en el cráter de Ngorongoro, Tanzania, cuando solo tenía unos días de nacido. Cazadores furtivos acababan de asesinar a su madre, y habrían hecho lo mismo con él si mi grupo y yo no los hubiésemos descubierto a tiempo.’
Hace una pausa teatral para acariciar la melena del felino y luego continúa.
‘A partir de ese momento fuimos inseparables. Lo alimenté con leche de cabra en una mamadera cuya tetina replicaba la forma, tamaño y textura del pecho de una leona. Le mostré las virtudes de la vida social. Le enseñé a cazar. Lo hice conciente de su fuerza. Y finalmente logré los permisos y lo traje conmigo a esta maravillosa tierra.’
Inventa una nueva pausa a la espera de un aplauso que se hace rogar unos segundos, aunque luego aparece.
‘Señoras y señores: ahora Lorenzo saltará justo por el centro de ese aro en llamas, se parará sobre sus patas traseras y saludará a la tribuna. Lo normal en estos casos. Pero eso no es todo. No señoras y señores. Luego luchará con este humilde servidor. Sí, con este alfeñique. Sin embargo, a pesar de su evidente superioridad física, no habrá que lamentar heridas de consideración.’
Un grupo de etíopes (¿o serán tanzanos?) armado con palos, que a todas luces es el soporte técnico del acto, escucha la explicación con poco o ningún interés. Están –ellos también –al otro lado de los barrotes, y actúan (o dejan de hacerlo) con la suficiencia de aquel que ha presenciado la escena un millón de veces.
‘Allí pueden ver un balde, señoras y señores. Un balde repleto de sangre de cebra. Sangre fresca y aún tibia que derramaré sobre mi cuerpo en las narices de Lorenzo. El instinto de su especie, milenios de evolución informada en los genes, entrará en franca contradicción con su historia particular. Pero en vez de luchar comeremos, señoras y señores. Comeremos codo a codo de esa carne fresca que mis ayudantes acaban de colocar en el rincón de la jaula. Como pares, porque soy su manada, su padre, su amigo y compañero de aventuras.’
Dicho esto entrega el micrófono a uno de los etíopes (¿o serán tanzanos?) y de inmediato da comienzo a su rutina.
Lorenzo realiza de mala gana todas las proezas prometidas por su padre. Arengado por el chasquido del látigo en el suelo de tierra, sí, pero cumple. E incluso saluda al público agitando la pata delantera derecha. Los aplausos son tibios, pero una vez más aparecen. La gente espera el gran número.
Finalmente el caballero hace una nueva pausa, explica otra vez los pormenores del acto, alza los brazos buscando la renovación del aplauso y sin más prolegómenos se echa el baldazo de sangre encima.
Bien, debo decir que Lorenzo observa a su padre con un dejo de curiosidad. Ladea la cabeza y se queda inmóvil, como hacen los perros cuando están realmente desorientados.
‘¡Ahora cenemos, amigo mío!’, grita el amigo y compañero de aventuras mientras señala la carne fresca que los etíopes (¿o serán tanzanos?) tuvieron la precaución de colocar en el rincón más alejado de la jaula.
Yo no soy un experto en comportamiento animal. Tampoco rescaté a ningún felino de las garras de los cazadores furtivos, ni lo alimenté con leche de cabra, ni diseñé una tetina especial al solo efecto, ni le enseñé a cazar ni lo hice conciente de su fuerza. Sin embargo creo entrever que Lorenzo se encuentra a punto de pegarle a aquella bendita contradicción entre el instinto milenario y la historia particular una brutal desmentida. No percibo en su rostro adusto, sus ojos fríos y sus músculos tensos el más mínimo atisbo de duda. Más bien lo veo, hablando en pocas y honestas palabras, inclinado al parricidio. Y así las cosas ya se va mascando la tragedia, diría un amigo de mi hermano al que aprovecho para mandar un caluroso saludo.
Ahora el caballero también lo nota y palidece. Vuelve a señalar la carne fresca y le habla a su hijo ya no con gritos sino con voz temblorosa. Muy despacio extrae del bolsillo un manojo de llaves, se acerca a la puerta de la jaula e inicia una búsqueda frenética que no arroja buen resultado.
Entonces todo se tuerce definitivamente. Lorenzo se le echa encima de un salto, lo sacude, lo tumba y busca la yugular con sus colmillos blanquísimos. Entretanto los etíopes (¿o serán tanzanos?) lo golpean con sus palos de madera desde el exterior de la jaula hasta que logran distraer su atención. Enfurecido, el bicho pega un zarpazo a través de los barrotes y hace blanco en uno de los agresores dejando al descubierto algunos órganos internos del abdomen que solo debieran ser vistos por un cirujano en el quirófano.
El caos es casi total. El público, sin embargo, permanece en silencio, talvez confundido por aquella advertencia de que habría lucha, aunque a la postre no habría que lamentar heridas de consideración. Los etíopes (¿o serán tanzanos?) se desentienden por completo de la suerte de su empleador y auxilian a su propio compañero aplicando, quizás, la fría e incuestionable lógica de que siempre merecerá la pena salvar al rescatista caído en cumplimiento del deber antes que al idiota que se echó el baldazo de sangre encima y quiso cenar en compañía de un león macho de 280 kilos. El idiota del baldazo se arrastra en dirección a la puerta con uno de sus brazos apenas unido al torso por algo parecido a un tendón (supongo que eso podría calificar como herida de consideración). Y Lorenzo se apresta a finalizar su cena individual, satisfecho con el repliegue momentáneo (¿o definitivo?) de los etíopes (¿o serán tanzanos?).
La siguiente media hora transcurre en completa calma, aun con el cuadro de situación bastante claro. Lorenzo separa la carne del hueso y las vísceras y devora con avidez los restos de su malogrado padre adoptivo. Ejerce sobre el público una morbosa fascinación que roza el oscuro arte del hipnotismo. Nadie se mueve de su asiento. Nadie grita. Nadie llora. Incluso pueden verse, de tanto en tanto, las luces parpadeantes, los flashes de las cámaras fotográficas que le arrancan algún rugido de protesta. Ya hace mucho tiempo que los etíopes (¿o serían tanzanos?) abandonaron la carpa con el herido acostado en una improvisada camilla armada con una túnica y un tablón. Ahora es solo el felino africano y su público adorador. El indecente romance. La perfecta síntesis. Y nadie más. Nada más.
Al cabo de un rato Lorenzo acaba el banquete y se echa pesadamente sobre uno de sus lados. Poco a poco el público comienza a despertar de su obscena pasividad. Se miran –nos miramos –extrañados, talvez algo culposos. Sin embargo, en semejante marco, sin un maestro de ceremonias que de por concluido el espectáculo, me siento obligado a decir algo. A suplir su forzada ausencia. Y hablo nomás, porque a mí cuando las papas queman, cuando el horno no está para bollos, se me dan muy bien las palabras:
‘Señoras y señores, un aplauso para Lorenzo.’
Esto lo digo alzando los brazos al cielo y cerrando los ojos para ser uno con el batir de las palmas. Y por supuesto, las gradas estallan en un cerrado aplauso que supera incluso al de la presentación.
Lorenzo levanta la cabeza pero permanece echado. Escucha el aplauso hasta que el mismo se extingue y entonces sacude la pata derecha. Es un saludo, aunque esta vez es espontáneo, sin el chasquido del látigo en el suelo de tierra.
Luego, exhausto, huérfano e hinchado de comida, se duerme profundamente.
Tengan ustedes un muy feliz año nuevo.
PS: Gracias por la paciencia que me han tenido a lo largo de este mes. Hoy concluye formalmente mi licencia por paternidad, así que por la tarde reanudaré las visitas a los espacios virtuales amigos y afines.