
‘Buenos días inspector Fonseca, soy el fiscal Guaglianone. El comisario Talamonti me habló muy bien de usted, por lo tanto quiero que estudie este expediente detenidamente y me diga sus conclusiones antes de que termine el día. Es de suma importancia que realicemos algún progreso en el corto plazo, o la prensa nos va a volver locos. Talamonti y yo vamos a salir para llevar adelante un procedimiento, así que calcule que estaremos de vuelta no más allá de las siete de la tarde. Confío en usted.’
El hombre abandona el despacho con la misma decisión que empleó en la irrupción. Se nota que está acostumbrado a dar órdenes sin siquiera plantearse la posibilidad de un cuestionamiento. Se presenta, asigna la tarea, fija el límite horario y se retira sin saludar. Una fórmula que sin duda utilizará a diario y con resultado satisfactorio.
Bien. Yo no soy el inspector Fonseca, y si este fiscal de apellido complicado me hubiera dado la oportunidad de abrir la boca aunque más no fuera para saludar, seguramente habría aclarado la confusión con celeridad y eficacia. Pero no, en lugar de ello decidió asumir que mi presencia en el despacho era un elemento idóneo para acreditar identidad. En fin… así son los fiscales argentinos, y en consecuencia, así funciona la justicia.
De pronto el cabo Benavídez asoma la cabeza por detrás de la puerta: ‘Señor Bigud, acaba de llamar el inspector Fonseca. Se va a demorar un rato más. Dijo que lo espere si quiere, o si no podrían almorzar cualquier otro día, preferentemente el viernes.’
Prefiero esperar el tiempo que sea necesario, y así se lo hago saber con una mueca que traduce algo de contrariedad y una nota de resignación. Tengo un asunto que tratar con el inspector. Un asunto privado que no viene al caso detallar en el marco de este artículo. Además, no sé si lo dije alguna vez, los viernes me gusta almorzar solo, y soy bastante amigo de las convenciones, las fórmulas y las tradiciones.
Ahora a lo nuestro sin más, que tenemos un misterio que resolver y yo vine con la pipa preparada.
Antes que nada deseo dejar algo bien aclarado: Cuando alguien me asigna una tarea yo me comprometo y la cumplo. El hecho de no ser la persona que se buscaba o la ausencia de formación profesional para la empresa específica son, la mayoría de las veces, obstáculos más que salvables.
Ahora sí. Tenemos una reunión familiar. Una simpática viuda cena en su casa con sus tres hijos (dos varones y una mujer), las parejas de estos y una decena de nietos que no superan los diez años de edad. El evento se desarrolla con absoluta normalidad, y alrededor de las doce de la noche los invitados se retiran, dejando a la dueña de casa sola con sus recuerdos. A la mañana siguiente la señora aparece muerta. Entre las dos y las tres y media de la mañana alguien la asesinó golpeándola con uno de los palos de golf que pertenecieron a su difunto marido. No hubo robo de dinero u otros objetos de valor.
Todos los participantes de la última cena se encuentran en la mira de la justicia. Según las averiguaciones realizadas por la fiscalía del Dr. Guaglianone, el autor material es alguien de su círculo íntimo. Existe un jugoso seguro de vida que bien puede haber sido el móvil para cometer semejante atrocidad, y al no haber existido robo las demás líneas de investigación perdieron fuerza.
El caso se presenta difícil, sobre todo cuando al terminar la segunda lectura exhaustiva compruebo que no hay un mayordomo que pueda cargar con las culpas. Es bien conocida por todos la férrea vocación delictual que comparten todos los mayordomos, tanto como su monumental ineficacia a la hora de borrar las pistas y evitar ser descubiertos.
Respiro profundo, cierro los ojos y me pregunto a mí mismo por dónde comenzaría a desentrañar este misterio el inspector Fonseca.
No tengo la más pálida idea. Apenas conozco al inspector Fonseca. Lo he visto dos o tres veces en mi vida, y hasta que el fiscal del apellido raro soltó ese elogio a su capacidad detectivesca no me había parecido ninguna lumbrera. Más bien todo lo contrario.
El cabo Benavídez vuelve a asomar la cabeza: ‘Señor Bigud, el inspector Fonseca sigue demorado. ¿Quiere un café?’
Quiero que me dejen trabajar en paz. Nada más. Esto lo pienso pero no lo digo. Mi trabajo aquí es, por decirlo de alguna forma, de incógnito.
‘Dígame una cosa cabo, ¿si tuviera que matar a su madre, lo haría con un palo de golf?’ pregunto mientras aspiro una profunda bocanada del humo de mi pipa.
El cabo Benavídez se indigna, inicia una encendida defensa de sus valores morales y aclara que jamás mataría a su madre. Ni a la madre de nadie. Sin embargo confiesa que de verse forzado a hacerlo, un palo de golf no sería su primera opción. ‘Seguramente la ahogaría en la bañadera’, dice. Y se sonríe con los ojos perdidos en la ventana que está a mi espalda.
De inmediato descarto a los hijos. Para los varones me baso en la inquietante confesión del cabo. Ningún hijo que se precie mataría a su madre con un palo de golf. A lo sumo — siempre tomando como norte sus dichos— la ahogaría en la bañadera. Sin duda una muerte mucho más piadosa, más acorde con los parámetros del amor filial. En cuanto a la hija mujer, creo que esa propia condición elimina cualquier sospecha. Las mujeres matan apelando a tácticas más sutiles, y solo emplean la violencia cuando es estrictamente necesario. Entonces comprendo que no puedo tacharla de la lista sin hacer lo propio con las nueras. El hecho de que las fotos que constan en el expediente insinúen que ambas poseen suficiente masa corporal como para convertirse en figuras estelares del equipo argentino de lucha grecorromana no alcanza para voltear la teoría. La sutilidad del género a la hora de matar no admite excepciones. Una cosa es que una mujer tenga argumentos físicos para moler a palos a su esposo, su suegra y dos o tres primos que intenten detenerla, y otra bien distinta es que su propia psicología no acabe inclinándola hacia el cianuro.
Muy pronto el desarrollo de este razonamiento me deja con un único sospechoso: El yerno.
El cabo Benavídez irrumpe en mi despacho. Sí, mi despacho, trate de guardar su afición a señalar detalles estúpidos para la última etapa de nuestra investigación.
‘Su café, señor Bigud.’
‘Dígame una cosa cabo, ¿si la muerte de su suegra pudiera convertirlo en un millonario, usted la mataría? Y en caso afirmativo, ¿lo haría con un palo de golf?’
El cabo Benavídez no dice nada. Solo se sonríe con los ojos perdidos en la ventana que está a mi espalda. Luego suelta tres o cuatro carcajadas, aprieta los puños, se muerde los labios y respira por la nariz haciendo un ruidito como de toro embravecido. Todo aún con los ojos perdidos en la ventana que está a mi espalda. Y así permanece por algunos segundos.
‘Ahí tenés, hija de puta’ murmura por fin, entre dientes. Luego vuelve en sí y se retira sin servir el café que me trajo.
Desde mi punto de vista el caso está cerrado. Enciendo la máquina y comienzo a escribir lo que será mi informe. Resulta obvio a los ojos de cualquiera que aquella noche, al llegar a su hogar, el yerno de la víctima esperó a que su esposa y sus hijos se durmieran (quizás deslizó algún somnífero en las bebidas para asegurarse de que no se despertaran en su ausencia) y luego regresó a la casa de la víctima para perpetrar el homicidio. Seguro de su plan, probablemente utilizó su propio auto, que debió ser registrado por las cámaras de seguridad de alguno de los edificios de la cuadra.
Relleno el informe con una mezcla de pruebas, indicios y presunciones, y me dispongo a imprimirlo. Estoy conforme con mi trabajo, seguro de mis conclusiones. Tan seguro como cuando ingreso a un despacho y concluyo que la persona que hallo dentro es su titular.
De pronto irrumpe de nuevo el cabo Benavídez: ‘Si no le dejo su café va a ser difícil que se lo tome’ explica en tono jocoso.
‘Elemental, Benavídez’ respondo con aire solemne. ‘Es evidente que el inspector Fonseca ya no va a venir, así que voy a retirarme.’
Mi improvisado Watson se despide de mí con una leve reverencia y un apretón de manos. Al pasar por la puerta del despacho del comisario Talamonti deslizo el informe sobre su escritorio. Será difícil para el fiscal del apellido raro negar que se han producido significativos avances en la investigación.
‘Anciana asesinada con palo de golf. Yerno único detenido.’
Eso dice el titular del periódico que ojeo mientras aguardo al inspector Fonseca en el restaurante convenido, donde él es cliente viejo. El noticiero que puede verse en el aparato de televisión empotrado en la pared también aborda la noticia. Un exultante fiscal Guaglianone se atribuye los méritos de la captura frente a la prensa, y el inspector Fonseca asiente solícito ante cada una de sus afirmaciones.
‘Si está esperando al inspector, me parece que no va a venir’ me informa el mozo alzando las cejas hacia la imagen.
‘Elemental caballero’ respondo yo, otra vez con aire solemne, al tiempo que le pido medio de vino de la casa, un sifón pequeño y un poco de hielo. De cualquier modo, no sé si alguna vez dije esto, los viernes me gusta almorzar solo, y soy bastante amigo de las convenciones, las fórmulas y las tradiciones.
Tengan ustedes muy buenas noches.