
El mes pasado salí con un amigo. Fuimos a un bar, no era una salida especial, no buscábamos diversión. Resulta que su vida, la vida de mi amigo, se derrumba irremediablemente, así que la idea era apuntalarle un poco el ánimo, ayudarlo a superar el mal momento, o al menos transitarlo con entereza.
Nos tomamos una cerveza. O quince, no podría precisar, y tampoco es lo más importante. Con los amigos el tiempo suele volar, y la situación no estaba para reparar en detalles superfluos.
‘Usted el lunes no venga, Mancuso. A partir del lunes ya no lo voy a necesitar, así que siga sin venir los días subsiguientes. Ella es Sabrina. Sabrina va a ser su reemplazo. Sabrina se va a ocupar de todo lo que usted se ocupaba hasta ahora. Ya firmó el contrato.’
Todo eso le dijo su jefe, con los ojos clavados en los imponentes pechos de Sabrina. Parece ser que Sabrina está más buena que mirar el chavo en calzones comiendo zucaritas. Me lo dijo mi amigo, con una objetividad conmovedora teniendo en cuenta la relación causa-efecto entre Sabrina y su flamante condición de desocupado.
Con los ahorros que le quedaron compró un regalo para su mujer. Un cuadro pintado por un búlgaro. O húngaro. O polaco. En fin, un autor de Europa del este con apellido rebuscado que a ella le fascina y a él no tanto. Una obra extraña. Repleta de simbolismos, según le informaron en la galería.
Quería sorprenderla, así que apareció por su casa en mitad de la tarde. Abrió la puerta de la habitación y lo primero que vio fueron las nalgas apretadas de un enorme sujeto de origen africano impulsando embestidas feroces que cosechaban sentidos gemidos. Desde los hombros, y desparramadas sobre los omóplatos lustrosos por el sudor colgaban las blanquísimas pantorrillas de su mujer. Una escena no exenta de dramatismo que no ameritó ni siquiera un ensayo de justificación por parte de los involucrados.
El enorme sujeto de origen africano resultó llamarse Ngutu Okereke, un estudiante nigeriano de treinta años que compartía —y comparte— un curso acelerado de inglés con la dama de las pantorrillas colgantes. Parece ser que Ngutu porta entre sus piernas un monstruoso equipo diseñado para llevar a cabo con éxito las más osadas perforaciones. Una magnífica herramienta que torna ridículo cualquier atisbo de comparación o intento de competencia. Me lo dijo mi amigo, con una objetividad conmovedora teniendo en cuenta la relación causa-efecto entre el mencionado aparato reproductor y su flamante condición de separado de hecho.
Luego del desafortunado episodio intentó vender el cuadro, conseguir algo de dinero para pagar aunque más no fuera los dos primeros meses del alquiler. Porque se mudó, no sé si lo dije antes. Pero resulta que el ojo de su mujer para el arte no es tan preciso como a la hora de elegir potenciales herramientas de perforación. Parece ser que el cuadro es una basura, una porquería carente de profundidad y muy pobre en la combinación de colores. Solo un idiota pagaría algo por adquirirlo. Me lo dijo mi amigo, con una objetividad conmovedora teniendo en cuenta la relación causa-efecto entre la mencionada pintura y su flamante condición de indigente.
Y también le ocurrieron algunas catástrofes más que no pienso enumerar, ya que con las arriba expuestas entiendo que el derrumbe de su vida quedó suficientemente ilustrado.
Hoy vuelvo a salir con mi amigo, y vamos al mismo bar. Quiero saber cómo anda, si resolvió alguna de las situaciones que tanto lo amargaban el mes pasado.
‘Hice al pie de la letra todo lo que me dijiste que hiciera. No salteé ningún paso, y todo se enderezó por completo. Te debo la vida.’ Todo eso me dice. Con una expresión de genuino agradecimiento. Sin embargo yo no sé qué contestar. La verdad es que no tengo la más pálida idea de lo que le dije que hiciera. Ni una pista. Supongo que después de todo no fue una. Fueron quince. De otro modo me acordaría.
Parece ser que le di la mismísima fórmula de la felicidad. A lo mejor le sugerí algún ritual pagano. O alguna astucia o maquinación destinada a vengar su nombre frente a todos los ofensores. O una receta de cocina. Comer es muy bueno. Comer también cura. En fin… no sé lo que hice, y me da vergüenza preguntar. Me siento bien con mi papel de héroe, no quiero dejar de serlo.
El caso es que luego de nuestro último encuentro siguió mis instrucciones y vio la luz al final del túnel. Lo tomaron de nuevo en la empresa. Despidieron a su jefe y le ofrecieron el puesto vacante. Tres veces su antiguo sueldo, oficina propia, secretaria privada y chofer. Su ex mujer rompió con el nigeriano e imploró su perdón de rodillas. Pero claro, él no la perdonó. Las nalgas apretadas de Ngutu impulsando las embestidas aún se encuentran grabadas a fuego en su memoria. Y además está saliendo con Sabrina, que ahora es su secretaria privada y está más buena que mirar el chavo en calzones comiendo zucaritas.
Ah, y se murió el búlgaro. O húngaro. O polaco. Un ataque al corazón mientras dormía. Y de pronto todo el mundo aprecia su arte. Es aclamado en todos los foros y sus obras son el máximo anhelo de las más prestigiosas galerías. Entonces por fin pudo vender el bendito cuadro. Una subasta en Nueva York. Novecientos mil dólares limpios, descontados los impuestos. Volvió al país recién ayer. Con ticket de primera clase. Y su chofer fue a buscarlo al aeropuerto, por supuesto. Ngutu Okereke se llama, su chofer.
Así que ya sabe… sí, a usted le hablo, la historia de mi amigo ya terminó. No hay nada más que agregar. Si lo agobian los problemas, si su mundo tal y como lo conocía ha dejado de existir, si el insomnio se ha transformado en un compañero inseparable y desea retornar a la senda del triunfo, no dude un instante en pedirme ayuda.
Según parece conozco y transmito de buena gana la fórmula de la felicidad, aunque no lo recuerde al día siguiente. Soy un sanador nato. Solo tiene que invitarme a tomar una cerveza.
O quince, no podría precisar.
Tengan ustedes muy buenas noches.