
Pocos individuos más inútiles que yo a la hora de las decisiones en la verdulería. Yo lo sé; el verdulero lo sabe; mi mujer sabe que el verdulero lo sabe; y sin embargo soy empujado al ridículo cada semana.
Llego, adopto mi semblante de sospecha, escruto los cajones de vegetales con marcado desdén, manoseo cada pieza como si alguna vez hubiera comido algo de color verde que no fuera un moco, y finalmente soy estafado del modo más vil. Luego mi mujer me embadurna el orgullo con una andanada de calificativos de lo más despiadados, y yo me niego a regresar al escenario de mi humillación para que ese pillo aprovechador no obtenga de mí la súplica de una permuta. Ni muerto.
Y así son las cosas. La historia se repite cada siete días con precisión suiza, y yo malgasto el resto del tiempo en una infinita e inútil reconstrucción de mi prestigio.
Expongo ahora, sucintamente, la anécdota que motivó estas líneas:
El viernes pasado, mientras revisaba mis estrategias de combate en la cola de ese antro de perdición, una anciana se me adelantó de una forma tan solapada que provocó la indignación de todos los integrantes de la fila. Y es que la edad por sí sola no alcanza para encender el sentimiento piadoso que la mayoría de nosotros llevamos muy en el fondo del corazón; para eso debe ir de la mano con la decrepitud, y ese –de más está decirlo- no era el caso de esta señora.
Antes de que nadie ensayara una protesta, hizo pesar tres bananas que traía en una bolsita y sacó el monedero.
Cuando se dio vuelta para emprender la retirada, una señora bastante menos escrupulosa que el resto de nosotros le cantó las cuarenta en plena cara, poniendo como argumento principal el abuso que había perpetrado sobre un joven indefenso (o sea yo), amparándose en su edad y en una supuesta inferioridad física.
La vieja, lejos de amilanarse, le respondió que a lo sumo nos había hecho perder treinta segundos, y se despachó con una reflexión acerca de la caridad que a mí me resultó bastante tendenciosa. Acto seguido, y para terminar con la discusión, me clavó una mirada mendicante que sin dudas buscaba la convalidación de su accionar; pero yo me coloqué del lado de la turba iracunda (que era lo que correspondía) y guardé un solidario silencio.
“Lo hice porque a esta altura ya no tengo tiempo para perder”, me dijo –a mí solo- justo un instante antes de desviar la mirada y desaparecer.
Es probable que, después de todo ese alboroto, el fondo del incidente fuera solo una cuestión de perspectivas.
- ¿Qué vas a llevar?- indaga el crápula del altiplano sacándome por un rato de mis meditaciones.
- Medio kilo de cebollas podridas, uno de papas del mes pasado y tres manzanas con gusanito- contesto con genuina convicción-; total… siempre puedo volver a quejarme mañana.
Hasta mañana entonces...