Síntesis del post: Introducción. Una señora. Escipión. Los colectivos nuevos. Un metro-delegado. La tragedia. Las culpas. Conclusión.
Hoy vengo a contarles una tragedia. Deseo que nos pongamos, en la medida de nuestras posibilidades, un poco serios. Por una vez no pasa nada. Sería lindo que tratáramos de apartar ese salvaje apetito por la comicidad y nos ubicáramos, aunque más no fuera por un minuto, en el lugar del otro. Del que sufre. Del que enfrenta uno de esos momentos que poseen la fuerza necesaria para torcer el rumbo de una existencia. Dicho así, infiero, no parece algo tan complejo.
Tenemos entonces a esta señora, una persona bastante mayor. Cabello color plata, rostro ovalado, nariz respingada y boca pequeña, todo ello coronado por un par de ojitos celestes y nerviosos, exageradamente redondos. Muy elegante ella, con su trajecito azul eléctrico, su sombrerito haciendo juego, su blusita de seda blanca y sus zapatitos de taco alto. Una preciosidad de señora, si se me permite la opinión.
Encontramos a esta preciosidad de señora paseando por la avenida Pueyrredón en compañía de su inseparable amigo Escipión, un caniche toy que parece puesto en el mundo para completar esta pintura. Escipión es a esta preciosidad de señora lo que el sombrerito es al trajecito azul eléctrico. Corona la composición, como aquel par de ojitos celestes y nerviosos, exageradamente redondos. Quiero decir que son el uno para el otro, vamos.
Ahora, les pido encarecidamente que no pierdan de vista a este simpático y diminuto caniche. La señora lo pasea con una correa extensible que le otorga una inmensa cuota de libertad, y él la administra con mucho criterio. Se entrega a la exploración cuando nadie está cerca y se repliega hasta la pantorrilla de su dueña cuando aparecen en el horizonte mascotas más grandes y feroces. Debo admitir que demuestra una gran pericia, aunque supongo que cuando uno tiene ese tamaño no queda más remedio que aprender de memoria las más variadas operaciones de evasión.
Tic tic tic tic tic, es el ruidito que hacen las finas uñas de Escipión al contacto con la vereda. Se parece demasiado al que hacen los zapatitos de taco alto de su dueña. No sé si les dije que parecen formar parte de la misma pintura. Que son el uno para el otro.
Tic tic tic tic, olfatea la cubierta trasera de un auto estacionado. Tic tic tic tic, levanta la pata en un árbol. Tic tic tic tic, se repliega ante la aparición de un rottweiler. Tic tic tic tic, reanuda la exploración. Tic tic tic tic, abre las patitas para evacuar sólidos.
‘¡Escipión!’, grita a tiempo la dueña.
‘Abajo del cordoncito mi rey, en la callecita, como te enseñó mamá’, agrega con una sonrisa.
Lo que ocurre a partir de aquí pertenece al dominio de la tragedia. De esa tragedia que vine a contarles. Supongo que no lo habrán olvidado.
Me impresionan mucho esos colectivos nuevos que circulan por las calles de Buenos Aires. No, esos no. Me refiero a esos otros. Esos que se parecen más a un tren que a un micro. Sí, exacto, los que tienen una especie de fuelle en el centro y un cuerpo extra, pasando a medir en vez de, pongamos por caso, nueve o diez metros, dieciséis. Eso mismo, con tres pares de ruedas en vez de dos. Ahora nos entendemos.
Decía entonces que me impresionan mucho esos colectivos nuevos. Cada vez que los veo, el instinto me lleva a replegarme en busca de alguna pantorrilla protectora. Y estoy seguro de que, de haberlo visto, Escipión habría procedido de la misma forma.
Pero no lo vio.
Y usted, pedazo de irresponsable, tampoco. Eso a pesar de que yo no solo le había pedido que no perdiera de vista a ese simpático y diminuto caniche, sino que lo había hecho encarecidamente. Si hubiera estado atento en vez de pavear, al menos podría haber chiflado. Con un poco de suerte no habríamos tenido que hablar de una tragedia.
Bueno, ya está. Da lo mismo. Volvamos a lo nuestro.
Estamos situados frente a un cuadro desolador. Un furioso colectivo 132 con dos cuerpos, fuelle en el centro y tres pares de ruedas se ha llevado puesto al bueno de Escipión, arrancando de cuajo la correa extensible de la mano de la señora. Una preciosidad de señora, no sé les dije.
Lo dramático del asunto es que el chofer no se ha percatado de la suerte que corrió el animal, y entonces se aleja por la avenida Pueyrredón a la misma velocidad que venía, cruzando semáforos en amarillo y con la correa extensible enroscada en la rueda delantera derecha, haciendo chazzzz chazzzz chazzzz chazzzz (como latigazos) contra el pavimento con cada giro de la misma.
El que no aparece por ningún lado es Escipión. Digo, el cuerpo de Escipión. Ni rastros, vea usted. Nadie es tan estúpido como para pensar que pudo haber sobrevivido, pero lo cierto es que no tenemos un cadáver en el pavimento. Solo pequeñas motitas de pelo blanco y enrulado por aquí y por allá, esa horrible mancha roja y esas gotitas (rojas también) perfectamente alineadas en la dirección en que huyó el colectivo. Algunos de los presentes teorizan que la fuerza del impacto unida a la desproporción de tamaños pudo haber arrojado como resultado una volatilización espontánea del animal, pero a mí me cuesta creerlo. Me lo imagino enroscado en la parte inferior del monstruo, en algún engranaje, justo entre el eje delantero y su propia correa.
Ahora la señora solloza en los brazos de un transeúnte que intenta consolarla. No perdamos el tiempo con descripciones; el hombre es idéntico a ese delegado del subte que siempre está en primera fila cuando se arma el despelote (sí, este), y a mí ese contraste entre los protagonistas me resulta muy divertido.
‘Pobrecito mi rey, puede estar sufriendo mucho… habría que alcanzar a ese colectivo’, dice la señora con la voz entrecortada.
Nuestro metro-delegado alza las cejas, revolea los ojos sin apartarla de su pecho contenedor y le palmea los hombros con dulzura.
Escipión no está sufriendo. Ya no es capaz de sentir el dolor físico. O cualquier otra sensación. No experimenta absolutamente nada.
Escipión está en el cielo de los perritos. En el mejor de los casos. Y alguien debería explicarle a esta preciosidad de señora que todo ha terminado.
Pero claro, ¿quién dará el paso al frente?
¿Usted? Si ni siquiera fue capaz de mantener la vista clavada en el perro. De alguna forma es tan culpable como el colectivero.
¿Yo? Si en medio de esta tragedia solo me sale pensar en lo divertido de los contrastes.
¿El metro-delegado? Creo que ya hizo demasiado.
¿Entonces quién?
No lo sé, mi amigo. No lo sé. Yo solo vine a contarle una tragedia. La clase de asunto que me conmueve. El drama de perder un compañero en la recta final de la vida, la soledad, el sufrimiento, los miedos. Y si mal no recuerdo le pedí que, juntos, hiciéramos el esfuerzo de asumir el lugar del otro. Del que sufre. Del que enfrenta un momento crucial en su existencia. Y si bien es cierto que yo no fui capaz de hacerlo, no lo es menos que usted tampoco. Sí, usted, no se haga. No crea que no me di cuenta de que se estaba riendo. Su famoso apetito por lo cómico. Y disculpe que se lo repita con tanta insistencia, pero además le sacó la vista al perrito justo en ese segundo crucial.
Y pumba, pasó lo que pasó.
Usted es una persona horrible.
Nada más.
Tengan ustedes muy buenas noches.