
Un comercial de televisión. Dos amas de casa, dos madres, dos perfectas desconocidas, dos mujeres como usted y como yo. Bueno… como yo no, pero como usted sí. El caso es que tenemos a dos damas pertenecientes a la cada vez menos vasta clase media argentina (es que uno de los grandes méritos del proyecto nacional y popular, a las pruebas me remito, es haber logrado el surgimiento de una única gran casta de magnates plenos de felicidad) que celebran la normalización definitiva de su ritmo intestinal y atribuyen el hecho a la ingesta constante y uniforme de un producto lanzado al mercado por una afamada marca de lácteos.
Ay señora, viera usted lo felices que están. Y lo cuentan. Sí, lo cuentan con lujo de detalle ante la atenta mirada de una reconocida actriz, modelo y conductora del medio local que se muestra interesadísima en la frecuencia de sus deposiciones sólidas. Ah… y mejor no hablemos de las repercusiones que la ingesta del producto en cuestión tiene sobre la vida cotidiana de estas mujeres. O sí, hablemos, que al fin y al cabo de eso se trata el asunto. Según parece ambas han dejado de sentirse pesadas, incómodas y de mal humor con gente que a todas luces no lo merecía. Mejoraron el rendimiento en el trabajo, la relación con sus hijos e incluso aumentaron en forma considerable la frecuencia de sus encuentros íntimos. No entre ellas, claro está, sino con sus maridos. Sin duda una experiencia fantástica, una decisión de la cual nadie podría arrepentirse.
¿Y cuál es su punto?, preguntará usted, intuyendo que si no tuviera nada que acotar este artículo carecería de objeto.
Mi punto, estimado lector, es que el comercial no me convence en lo absoluto. La escena me lleva a pensar que para que este bendito producto funcione no solo es necesaria la ingesta constante y uniforme, sino también la tertulia posterior. Esta suerte de relato pormenorizado en presencia de una figura mediática que de no existir transformaría el paso de estas damas por el inodoro en una empresa inútil y carente de incentivos.
Y además opino que se encuentran pésimamente elegidas las protagonistas. ¿Por qué apelar al universo femenino para describir tan noble actividad? Es como un atentado.
¿Y entonces qué propone?, preguntará usted (de nuevo), que no es de los que se conforman con la destrucción de un argumento sin el debido aporte de ideas.
Yo hubiera utilizado un camionero, qué quiere que le diga. Un gordo barbudo de pelo largo, cuarentón, con una remera gastada de Motorhead y unos borceguíes militares que dijera lo siguiente: “Desde que consumo este producto de esta afamada marca de lácteos, dejé de hacer esas pelotitas redondas y negras parecidas a la caca de oveja. Ahora me mando unos regios anchos de bastos. Y todos los días a la misma hora”.
Y ahí nomás le damos paso a la charla con la reconocida actriz, modelo y conductora del medio local que, presa de una estupefacción muchísimo más genuina, celebrará la regularidad y el caudal de esas deposiciones mostrando a la cámara el correspondiente naipe de la baraja española. El ancho de bastos.
¿Y? ¿Qué le parece?
De otro modo uno siempre se queda con esa sensación de que el producto promocionado solo sirve para solucionar un limitado número de insípidos problemas que aquejan a gente irreal.
Y si no me cree échele un ojo a las propagandas de pañales y toallitas femeninas (con alas o sin ellas) que nos presentan maravillosos avances destinados a impedir que las pérdidas líquidas del cuerpo humano entren en contacto con la piel o con la ropa, siempre y cuando sean ellas de color azul.
A propósito… tengo en carpeta un par de ideas finísimas para mejorar la comunicación visual de esos dos productos con el público en general.
¿Quiere que se las cuente?
Tengan ustedes muy buenas noches.