Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

lunes, 14 de abril de 2014

SALSA KIPLING


Síntesis del post: Paseo. Un restaurante. Una recomendación. El doctor Guaglianone. La señorita Amundsen. Ranas Kipling. Perfección. Viaje.


Bien, hoy los voy a llevar de paseo a un lugar elegante, así que les pido encarecidamente que repasen sus modales e intenten traerlos con ustedes, porque las últimas veces que permití que me acompañaran dejaron bastante que desear. Todos. Sin excepción. Las chicas se me recogen el pelo y se me visten de modo tal que no nos chiflen todos los colectiveros de Buenos Aires mientras caminamos, porque vamos a ir caminando, no sé si les dije. Y los varones, por favor, de traje y corbata, que esto no es una reunión organizada por el FMI.

Ahora a lo nuestro sin más, que he perdido muchísimo tiempo arreglándome para la ocasión y tengo miedo de que lleguemos tardísimo.

Nuestro objetivo del día es un restaurante. Sí, vamos a cenar, no sé qué esperaban. Sin embargo puedo adelantarles que no hablamos aquí de un restaurante cualquiera. Es un sitio especial, exclusivo, al que se llega únicamente por recomendación de un cliente habitual, y cuyas normas y requisitos para el acceso y posterior permanencia se imponen con la más absoluta rigidez desde hace casi un siglo y medio. Si alguno de ustedes ha leído el cuento ‘La especialidad de la casa’ de Stanley Ellin podrá formarse una idea bastante acabada de las características del establecimiento, y si ninguno lo hizo, les recomiendo que lo hagan cuanto antes. Todos. Sin excepción. Es más, ya mismo dejen de perder el tiempo conmigo y búsquenlo en Internet. No solo es una verdadera obra maestra del género, sino que además es relativamente corto.

Ahora, como los conozco bien y sé que la mayoría ha dejado para más tarde (o para más nunca) la honesta recomendación que acabo de realizar, les voy a explicar un poco de qué va el asunto. Hagan silencio porque no pienso andar repitiendo instrucciones una vez que entremos.

Este sitio queda en el sótano de un vetusto edificio de estilo francés ubicado en uno de los barrios bajos de la capital. Se accede a través de una robusta escalera de piedra que nace al pie de una fuente construida en el centro del jardín trasero del edificio, y que se interna en las entrañas mismas de la tierra describiendo la forma de un caracol. La puerta es de roble macizo y se encuentra custodiada por un inmenso portero de origen africano (yo creo que es nigeriano), siempre de impecable chaquet, cuya única función consiste en verificar que los apellidos de los postulantes estén inscriptos en la selecta lista del día. Nosotros venimos recomendados por el doctor Guaglianone, que un poco corto de efectivo ha insistido en pagar algún servicio oportunamente prestado con esta curiosa invitación.

Una vez dentro nos encontramos con un ambiente sobrio donde cada objeto, sea parte del mobiliario, la platería o la decoración, destila una sencillez indestructible bajo la luz de una decena de faroles que cuelgan de las paredes o el techo (la iluminación es por completo artificial), y que lo tiñen todo de un amarillo desganado, muy al tono con el silencio imperante.

En lo referido al tema que nos ocupa, que es la cena en sí misma, me veo en la penosa obligación de advertirles que todas las mesas son para dos personas. Quiero decir, un individuo no puede dejarse caer a cualquier hora con ocho amigos y pretender que le junten algunas tablas en uno de los laterales del recinto (que dicho sea de paso, es endiabladamente pequeño). De hecho ni siquiera se puede elegir el comensal con el que se compartirá la velada. En cambio cada mesa posee dos tarjetas con los apellidos de las personas que la ocuparán, y eso no admite el más mínimo cambio o la más mínima protesta. Y sepan que no se trata de emparejamientos que necesariamente tengan como norte el fomento del arte de la seducción. Si usted es un caballero, bien podría tocarle en suerte la señorita de sus sueños, por qué no, pero también un mexicano gordo de tupido bigote al que solo le interese conversar sobre la migración anual de la ballena franca.

Y ya que de normas hablamos, aprovecho la oportunidad que se me brinda para comentarles que tampoco podrán elegir la comida. Se sirve el plato del día, una botella de vino tinto de elaboración propia (sin etiqueta alguna) y agua mineral sin gas. Eso es todo. Ni siquiera les será dado el privilegio de condimentar el manjar, ya que cualquier variación en las proporciones alquímicas de sus ingredientes no haría más que arruinar el futuro deleite.

Ahora bien, se dice, se comenta, se repite con insistencia entre los poquísimos afortunados que han logrado alguna vez trasponer la gruesa puerta de Kipling’s (así se llama el misterioso reducto) que la excelsitud de cada plato se revela patente al primer contacto con el paladar, y que luego de ello la velada adquiere ribetes oníricos que varían en forma significativa según el elemento humano que puebla cada mesa.

En fin… hechas estas pequeñas salvedades, creo que la invitación del doctor Guaglianone merece la pena. Y además no veo otro modo de que vaya a pagarme mis servicios profesionales, así que mejor pájaro en mano que tortuga en camiseta.

El portero africano (yo creo que es nigeriano, no sé si lo dije) repite mi apellido mientras ojea su lista de invitados, luego esboza una amplia sonrisa que descubre sus dientes blanquísimos, empuja la pesada puerta de roble con el hombro y susurra hacia el interior: El señor Bigud, de parte del doctor Guaglianone.

Un maître empaquetado de Armani acude presuroso y con un sutil ademán me anima a seguirlo a través de un angosto corredor que conduce al salón principal. Me señala un rincón alejado donde la luz de los faroles es aun más tenue que en otras partes, una mesa redonda al pie de un autorretrato de Van Gogh. Una mesa que, maldita sea mi suerte, ya se encuentra ocupada. Parece que seré yo quien tenga que presentarse y saludar.

En efecto la tarjeta blanca que reposa sobre el mantel tiene mi apellido. Bigud. La señorita sentada al otro lado (porque me ha tocado en suerte una señorita) me sonríe. La señorita Amundsen, según leo.

A ver cómo digo esto sin que suene que he venido hasta aquí, tan lejos de mi hogar, a experimentar placeres distintos de los gastronómicos, a otra cosa que no sea colectar un pago que gané en forma honesta: La señorita Amundsen está para comerla así, sin condimentos, como se estila en este simpático bodegón. Sí, es condenadamente bonita, y aunque a duras penas he alcanzado a balbucear mi apellido evitando lo más que pude el contacto visual, parece encantada de tenerme como compañero de velada. Su cabello negro recogido, su piel aceitunada, la sutil redondez de sus curvas y el brillo acuoso de sus ojos verdes me recuerdan vagamente a una novia que jamás tuve. Necesito reconducir mis emociones ahora que aún no probé bocado (a la comida me refiero), pero estimo que debo tener la turbación grabada a fuego en el semblante.

La señorita Amundsen toma las riendas de la conversación y sepulta los rastros de mi torpeza bajo densas capas de genuina indulgencia, al tiempo que un solícito mozo (creo yo de origen asturiano) dispone la vajilla para recibir el manjar que nos convoca.

Son ranas. Digo, el plato del día. Ranas. Ranas fritas con una salsa cuyos ingredientes no se encuentra autorizado a revelar el solícito mozo asturiano. Sabrá disculpar, caballero, señorita, el paladar no sabe de nombres. Son ranas con salsa Kipling, y eso es todo lo que necesitan saber.

Llevo el tenedor a la boca y devoro ese primer trozo descrito con tantas loas por el doctor Guaglianone. Percibo una perfección jamás intuida. Expulsan lágrimas de emoción los ojos de la señorita Amundsen, entregada a la misma tarea. La razón trastabilla y se repliega siguiendo un itinerario difuso. Las sensaciones, en cambio, no acatan ley alguna. Le digo que la amo. De un modo estúpido, que es el modo más puro en que puede expresarse el amor. Uno ama de un modo estúpido, caótico y desordenado. Una expresión prolija lo rebaja, lo humilla en forma irremediable. La señorita Amundsen me corresponde dentro de sus propios parámetros. Dentro de su propio viaje, piadoso con mi torpeza, rebosante de lágrimas, sublime en su sinceridad.

Limpiamos el plato (los platos) en pocos instantes. Dos o tres minutos a lo sumo, lo que puede durar un amor genuino. Nos miramos embelesados. Ya no existe la torpeza, tampoco la indulgencia. Hemos recorrido una vida, una existencia juntos. Hemos creado hijos torpes y aceitunados. Hemos viajado por el mundo. Hemos tenido nuestros momentos. Nuestros instantes.

Higos rellenos de almendras. Almendras Kipling. Ese es el postre ofrecido por el mozo solícito de origen asturiano. El siguiente bocado y su previsible consecuencia ya no es asunto que desee compartir con ustedes. Bastante que los traje, caramba.

Saludamos al portero africano (para mí que es nigeriano, no sé si lo dije) y nos retiramos satisfechos, con la certeza absoluta de que hemos cobrado nuestros servicios mucho más caros de lo que merecíamos.

¿Cómo que no?

Bueno, caballero, tampoco se ponga así. Yo no tengo la culpa de que a usted le haya tocado el mexicano de bigote tupido. Vaya y quéjese con Kipling.


Tengan ustedes muy buenas noches.

11 comentarios:

Diana Laurencich dijo...

Muy bueno, Yoni, Muy bueno. Pensé que no me sería fácil leer tu cuento después del que recomendaste. Pero más me gustó. Un abrazo.

La condesa sangrienta dijo...

Es tan genial este relato que no da pie para ningun comentario que no sea elogioso.
Un texto para saborear, al mejor estilo Kipling.
Un abrazo.

Esilleviana dijo...

Es inevitable que mi comentario suene insípido, anodino frente al torrente de tus palabras pero mientras te leía pensé: "no me importaría ir a cenar con el sr. Bigud y esposa, claro..., no me aburriría porque tema de conversación seguro que tiene y mucho...". jajaja

Es genial leerte.

un abrazo :))

Humberto Dib dijo...

Desde el primer momento en que lo conocí, no sé si está permitido que lo diga (igual ya es tarde), me di cuenta de que tenía usted gustos muy particulares, pero no llegué a imaginar que concurriera a lugares así. Sin embargo, debo reconocer que le sienta mucho mejor que ir a asados en el Gran Buenos Aires.
Algo me dice que si fuera yo, me tocaría sentarme con un marinero sueco. En fin...
Un abrazo.
HD

A.Torrante dijo...

Evitaré reflejar mi indignación por los comentarios del anterior comensal (que desde ya está en la Blacklist, no así Doña M), no puedo sino decir dos cosas:
1-Conoce muy bien a sus lectores. A lo de Stanley no fui - pero iré, si Tigre le gana a Boca. Una promesa. Hay quienes van a Luján. No juzgo.
2-Algunas veces sueño con situaciones así, pero las más de las noches me toca "comida para llevar y una perra acurrucada". Cosas que pasan cuando no se tiene deudores de alcurnia.

Afuera suena una alarma que me retrotrae a la dura realidad de la cual pude fugarme unos instantes.

Una exquisitez, un manjar para los ojos y la imaginación. Me alegra verlo tan inspirado. Abrazo!

Rob K dijo...

Un deleite de principio a fin. Me refiero a su relato, que yo para la comida soy de índole frugal. Bien por la señorita Amundsen, lástima lo del mejicano, pero quién dijo que la vida es justa.

Salud, Bigud.

Renegado dijo...

Mas allá de lo "sabroso" del texto, la mención de las ranas como plato principal me trajo un grato recuerdo gustativo de mis años de infancia.

Le agradezco.

Etienne dijo...

Dejar a la categorización de un encuentro librado al nivel estético del compañero de mesa es mínimamente una canallada. Acaso las historias que el mexicano de labios superior velludo serán menos atractivas que las de la señorita de piel aceitunada, ah que suave y tersa piel, qué hermosas sorpresas tiene en su extensión...
Lo que quería decir es que suelen cambiar el menú de ese lugar todos los días, que los mozos son todos extranjeros y no aceptan propina y que su texto apenas le hace justicia a sus instintos mujeriegos.
Eso!
Abrazos!

Viejex dijo...

Ah, Yoni! Que delicia este relato!

Acabo de leer el inquietante cuento de Ellin, de manera que no solo debo agradecer por el suyo.

Guillermo Altayrac dijo...

¡Ey! ¡Muy bueno este relato! Repito lo que he dicho hace un tiempito: ¡qué bueno para tus lectores que no hayas abandonado estos lares, como habías amenazado que harías!
Y ahora que fuiste a Kipling una vez, ¿estás habilitado para recomendarme?
Abrazo.

Yoni Bigud dijo...

ANTE TODO PERDÓN POR LA DEMORA. MÁS VALE TARDE QUE NUNCA.

Diana: Me alegra que lo haya disfrutado. Eso intentamos en este humilde restaurante. Muchas gracias a usté.

Condesa: Muchas gracias a usté, siempre tan generosa.

Esilleviana: Será, entonces, usté, mi próxima invitada. Y conversaremos de todo un poco. Muchas gracias a usté.

Humberto: Puede usted decir todo lo que quiera, aquí, en mi casa. Tenemos nuestros gustos, sí, pero combinamos muy bien con todo. Somos una buena salsa, o eso intentamos. Muchas gracias a usté.

Ato: Siga soñando con esas situaciones. A fuerza de soñar se construye la realidad. ¿Si no de qué otro modo? Muchas gracias a usté.

Rob: La vida no es justa, claro está. Hay que rezar para que acompañe un poco la suerte. Muchas gracias a usté.

Señor Renegado: Me alegra haber prestado un servicio. Muchas gracias a usté.

Etienne: Prefiero una piel aceitunada antes que un labio superior velludo, pero tiene usted toda la razón, no se puede categorizar un encuentro tomando como único parámetro el nivel estético. También existen otras, creo.
Muchas gracias a usté.

Señor Viejex: Me alegra que haya hecho caso a mi sugerencia. Estoy seguro de que usted lo habrá disfrutado bien. Es un gran cuento. Me refiero al otro. Muchas gracias a usté.

Guillermo: Por supuesto que lo recomiendo con gusto, pero después no me atribuya la culpa de su pareja en la mesa. Yo no la elijo, sepa. Muchas gracias a usté.


Un saludo.