
Sábado por la mañana. Parto raudo en dirección el parque que está en la esquina de mi casa junto a pequeña Yoni y su bicicleta, porque una promesa es una promesa, y no tengo ningún deseo de ser catalogado como el villano de película.
La intención primaria es que la niña recomponga su confianza en ese noble medio de transporte luego del lamentable accidente sufrido hace un par de semanas en el mismo escenario que ahora intentamos conquistar, y que arrojó como resultado un fortísimo golpe allí abajo, donde las partes anatómicas varían de acuerdo al género.
La cosa fue más o menos así: Pequeña Yoni tiene muy afianzado el tema del pedaleo, pero no ha logrado internalizar el asunto del frenado. Prefiere tocar la bocinita para que la gente se corra. Entonces tomó una bajada (por cierto bastante pronunciada) que termina en pequeño muro que deja como única opción doblar a la izquierda. Ella tocó la bocinita, doy fe. Sin embargo el muro no se corrió, y terminó pegándose con el caño de la bicicleta luego del rebote.
De inmediato llegaron el llanto y las demandas. Un casco y un “protegechochas”. Con paciencia le expliqué que el casco me resulta un accesorio bastante ridículo e innecesario, y que si bien lo otro no existe, en su debido momento –en unos diez años más o menos- me ocuparé del asunto con férrea decisión. Y probablemente en contra de su voluntad.
Bien, a lo nuestro, que no guarda una relación estricta con lo que acabo de contar.
Me encuentro cómodamente desparramado en un banco mientras la observo girar en un circuito elegido a conciencia, y que por supuesto no incluye la zona de la rampa trágica. Tengo sombra, tengo mi coca zero y mi pequeño aparato reproductor de música. No me falta nada. Lo que me está sobrando, más bien, es esta señora molesta que pretende someterme a una encuesta sobre el servicio de recolección de basura.
Maldita sea. No soy bueno a la hora de hallar excusas en una situación de presión. No se me ocurre nada. La señora me ruega. Me sonríe al tiempo que abre su carpeta y extrae un extenso cuestionario que ya no podré evitar responder.
‘Tres vueltas más, mirame papi’, grita pequeña Yoni.
Estoy en el horno.
Comienzo a responder las preguntas con una mezcla de mal humor y desinterés. Siempre mirando al horizonte. Mi nombre es Yoni Bigud. Treinta y cinco. Universitarios completos. No estoy conforme con el servicio de recolección. La basura se saca de ocho a nueve, eso lo sé. Los sábados no, eso también lo sé. La limpieza de la vereda le corresponde al propietario. Sí, reciclo el papel, el vidrio y el cartón. El portero lava la vereda al alba. No, no sé exactamente a qué hora. No, no me gustaría que pongan un contenedor en la cuadra de mi casa. La gente es más sucia que hace cinco años. Sí, hay tachos en algunas esquinas. Sí, los vacían, aunque no regularmente. Sí, a veces pasa el barrendero. No sé si estoy conforme con él, nunca le presté demasiada atención. Etcétera. Mucho etcétera.
De pronto se me pregunta a quién corresponde la limpieza y manutención de los terrenos baldíos. Medito la respuesta. No es que no lo sepa, pero ocurre que la señora está tan interesada en desvincular al Estado Municipal de toda responsabilidad, que quiero aportar alguna precisión que la haga tambalear. Le corresponde al propietario, claro está; siempre y cuando esté en manos privadas, y eso no siempre es así.
No llego a decirlo. Apenas vuelvo el rostro en dirección a la señora, percibo en ella una mirada repleta de complicidad, y noto que está haciendo una serie de muecas que en otro marco serían bastante cómicas.
‘¿Qué está haciendo esta loca?’, pregunto para mis adentros.
De pronto la mente se me ilumina y comprendo el sentido de la escena, aunque no doy crédito a mi conclusión.
Señoras y señores: LA MUJER ME ESTÁ SOPLANDO LA RESPUESTA.
Como lo oyen. Me está soplando como si se tratara del examen de ingreso a alguna prestigiosa universidad, y ella fuera una profesora compasiva.
‘El propietario’, susurra manteniendo siempre aquella mirada cómplice, y la voluntad de exonerar al Estado Municipal.
‘Según y conforme’, respondo mientras le dicto el número de mi celular para que sus jefes comprueben que en efecto ha realizado su tarea.
Y me prometo recordar el incidente. Y agregarlo con letras de molde a mi catálogo de situaciones bizarras, acciones incomprensibles y comportamientos preocupantes.
Si eso no es ponerse la camiseta de empresa, entonces me pregunto qué lo será.
Me gustan las mañanas de sábado. Definitivamente me gustan mucho las mañanas de sábado.
Tengan ustedes muy buenas noches.