Síntesis del post: Imaginen un bar. No un hospital. Un bar irlandés. Incomodidad. Gustos. Gordo bufón. Contador de anteojitos. Apuesta. Artistas y políticos.
Imaginen un bar. Es indispensable que imaginen un bar, porque la escena de hoy transcurre en un bar. Y si la escena de hoy transcurre en un bar, mal comienzo sería que ustedes imaginaran, pongamos por caso, un hospital. No existen puntos de contacto entre los bares y los hospitales, así que en orden a una completa sincronía entre el relato y su comprensión cabal, sugiero que imaginen un bar y no un hospital.
¿Cómo dice?
Bueno, sí, eso es cierto. La exploración de los poderes curativos del alcohol bien podría ser un punto de contacto aceptable, pero sepa usted que una cosa son las heridas físicas superficiales, y otra muy distinta las heridas espirituales y profundas. No creo que sea lo mismo.
Suficiente. Basta. Imagine un bar y deje de interponer argumentos dilatorios. Ya todos sus compañeros lo están haciendo. Mírelos, ahí, con los ojitos cerrados y esas caritas de fuerza. Si no empiezo rápido van a perder la concentración.
A lo nuestro sin más.
Son las diez de la noche. Estamos en un bar de esos que proliferan en esta época tan impersonal. Un bar tipo irlandés. Si usted había imaginado otra clase de bar intente adaptarlo a lo que a partir de ahora vaya leyendo. Ya es tarde para lamentos.
No me gustan estos bares. Les falta la mística de los bares de antaño, y eso es algo imperdonable. Sin embargo estoy con un amigo. Fue él quien se encargó de fijar el sitio, y lo hizo en función de su propia comodidad. Trabaja a dos cuadras, y el asunto que nos convoca puede liquidarse sin prestar atención al marco.
No soy amigo del ‘after office’, el ‘happy hour’ y demás yerbas que se han inventado últimamente. No me gusta ese clima festivo tan artificial. No me gusta esa música. No me gusta esa barra reluciente, repleta de botellas importadas que nadie toma. No me gusta que el whisky me lo sirva una señorita de curvas proporcionadas y mirada ausente, enfundada en una remera negra con la inscripción ‘Guiness’ entre los pechos. Me gusta, sí, la señorita, pero ese es otro tema. No me gusta ese gordo de traje, el de la mesa de al lado, gerente del sector ventas de alguna empresa nacional, medio pelado, con la corbata asomando del bolsillo derecho del saco, tratando de sobresalir en un grupo de diez personas a fuerza de chistes básicos y un histrionismo que da vergüenza ajena, para ver si al final de la velada le puede echar –por ventura- un polvo redentor a la nueva abogada del sector auditorías. Me gusta, sí, la nueva abogada del sector auditorías, pero ese es otro tema. Mil veces prefiero beber en silencio, con un anciano de gorra de lana y barba de tres días como fondo. Aferrado a su ginebra barata. Con un gallego septuagenario observando detrás de un mostrador terroso, sirviendo sus elixires con oficio. Y rodeado de gente atravesada por hondas penas o genuinas sonrisas, que se echa los polvos como es debido, sin tanta puesta en escena.
Con mi amigo liquidamos nuestro asunto en menos de quince minutos. Pero luego nos distrae el gordo bufón, y ahora estamos, como quien dice, un poco atontados por los poderes curativos del alcohol.
Según mi amigo, la nueva abogada del sector auditorías le echó el ojo al contador de los anteojitos. El joven tímido que tiene al lado, y que se parece a aquel artista norteamericano que ahora se metió en política.
No sé de qué artista me habla, y además el tema no me interesa. Me quiero ir. Solo me quedaría, quizás, para ver cómo impacta este desaire en el ánimo festivo del gordo, pero lo cierto es que la música del lugar me acobarda.
Finalmente decido retirarme y lo dejo a él a cargo de la verificación del resultado de la apuesta. Sí, nosotros siempre apostamos, y más cuando tenemos la sospecha de que una nueva abogada del sector auditorías no va a dormir sola. Yo le puse cincuenta mangos a otro de los paparulos que engalanan la tertulia. Uno que no es ni el gordo gerente ni el contador joven. Es que no me gustan los bufones, y mucho menos los artistas devenidos en políticos, como es el caso –por ejemplo- de Arnold Schuaresnaider, Palito Ortega, Ronald Reagan, Alberto Fernández o Miguel del Sel.
¿Cómo dice?
¿Cómo que no?
Sí que era artista. Actor, para más datos. Y qué actor. O me va a decir ahora que el papel que hizo en Fargo no era para el Oscar…


Steve Buscemi era el nombre artístico.
Creo.
Tengan ustedes muy buenas noches.