
‘Ay Cuqui, no sabés qué desilusión fue para mí abrir la puerta de calle y encontrármelo hecho un ovillo sobre los muslos de ese señor tan fornido. Fue muy impresionante, empezó a balbucear como un nene al tiempo que se abotonaba la camisa y rastreaba de reojo la ubicación exacta de sus pantalones’.
La presente conversación (o monólogo, o confesión) entre estas dos coquetas señoras entradas en años y en carnes la escuché yo el día sábado por la tarde en el colorido jardín de una casa de fin de semana en un barrio privado al norte de la capital federal. O Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como usted prefiera.
¿Cómo dice?
No, no tengo el placer de conocerlas.
¿Que entonces qué diablos hacía yo ahí y cómo logré escuchar la conversación?
Muy simple. Me disfracé de pino, con todo y piñas, y aporté una generosa provisión de sombra bajo la cual estas simpáticas damas tomaron té y abrieron sus corazones. Sepa que yo el trabajo de campo me lo tomo muy en serio. Tengo muchos recursos y una frondosa inventiva (en este caso podría agregar que el adjetivo es literal).
Ahora vayamos a lo nuestro sin más, que el tiempo es tirano y el calor aprieta.
‘Menos mal que el otro degenerado mantuvo la calma y tomó las riendas de la situación, que si no los mato a los dos ahí mismo, Cuqui.
Alférez de navío Raúl Ángel González, me dijo. Y me tendió la mano. Ay Cuqui, vieras qué impronta, qué vozarrón y que seguridad en sí mismo. No supe qué contestar, así que al final también me presenté, no fuera cosa de andar ofendiendo sin motivos válidos.
Rosa María Belmonte, le dije. La esposa de su amiguito. Sí, ese que está tratando de ponerse los pantalones.
Estaba tirado en el piso, todo enroscado, con los pantalones a media pierna y babeando como un chico, el muy infeliz. Decí que el alférez de navío Raúl Ángel González no me soltaba la mano, que si no le hubiera partido un florero por la cabeza’.
Llegado ese punto de la confesión debo consignar que me distraje un poco. Es que Carmelo, el rottweiler de Cuqui, ya albergaba justificadas sospechas sobre mi verdadera condición, y escarbaba justo en la base de mi disfraz emitiendo al mismo tiempo unos gruñidos que se me antojaron muy poco amistosos. Entonces apunté lo mejor que pude y le arrojé una de las piñas que colgaban de mi brazo derecho, que hacía las veces de rama. Por fortuna el proyectil dio en el blanco y el animal se enfureció de tal modo que obligó a su dueña a recluirlo dentro de la casa.
‘Señora, el gusto de conocerla. No era mi intención que el encuentro se diera en circunstancias tan aciagas, pero ya que el destino nos ha jugado a ambos esta mala pasada, aprovecho para confesarle que entre su marido y yo ocurren cosas hermosas. Cosas que, hablando ahora a título estrictamente personal, no he sabido, no he podido o no he querido reprimir.
Eso me dijo, Cuqui. El alférez de navío Raúl Ángel González. Con esa impronta, ese vozarrón y esa seguridad en sí mismo.
Te voy a arrancar la cabeza.
Eso le dije, Cuqui. No al alférez de navío Raúl Ángel González, que es un caballerazo de esos que ya no quedan, sino al otro impresentable. Sí, a ese que no quiero nombrar.
Andate si querés, andate ahora mismo con este señor tan bien plantado, con su grado militar, sus ojos negros y sus bigotazos peinados con cepillo. Y que seas muy feliz. Ahora veo por qué no me tocabas un pelo hace meses. Pero te advierto una cosa: si te vas, ni se te ocurra volver. Una persona decente se hace cargo de sus amores y los defiende hasta las últimas consecuencias. Así que elegí, sátrapa. Es el alférez de navío Raúl Ángel González o el ama de casa Rosa María Belmonte.
Todo eso le dije, Cuqui. Y siempre con esa cara de rabia que pongo cuando estoy enojadísima, aunque por dentro tenía unas ganas de largarme a llorar que ni te cuento.
Y se quedó callado, Cuqui. El muy cobarde. Ni siquiera fue capaz de alzar la vista mientras el alférez de navío Raúl Ángel González ganaba la calle y le decía, bichito, es hora de que yo regrese a mi corbeta, y si me querés seguir, adelante, que nos espera el mundo.
Bichito le dijo, Cuqui. Bichito. Pero bichito no lo siguió nada. Se quedó gimoteando en el sillón, cubriéndose el rostro con las palmas de las manos mientras me pedía perdón. Porque te digo una cosa Cuqui: un amor es un amor, pero otro amor es otro amor. Y yo no tendré una corbeta ni me estará esperando el mundo a la vuelta de la esquina, pero amaso unos ravioles que son para chuparse los dedos.
Ay Cuqui, pobre hombre. No bichito, sino el alférez de navío Raúl Ángel González. Debe tener el corazón destrozado. Y en cierta forma lo entiendo, porque un caballero como él no se merecía ese desaire, ese silencio, esa indecisión de parte de su bichito. Porque como te digo una cosa te digo la otra: yo entre un morochón que me ofrece el mundo y una cincuentona que amenaza con romperme la cabeza, me quedo con el morochón sin dudarlo. Pero bueno Cuqui, las decisiones son personales y la gente es muy rara. Uno nunca sabe qué les pasa por la cabeza a la hora de elegir sus prioridades.
Ay Cuqui, qué calor madre. Y es que esto de charlar a rayo de sol en pleno verano es medio insalubre.
Oíme Cuqui, no te quiero alarmar, pero juraría que ese pino tan bonito que nos mantuvo fresquitas todo este rato acaba de ganar la calle.
Sí, como el alférez de navío Raúl Ángel González. Pobre hombre, no me hagas acordar que se me caen las lagrimitas.’
Tengan ustedes muy buenas noches.