
En la siguiente columna, este escritor apela a un lenguaje estrictamente futbolístico. Por favor, absténganse de la lectura aquellos individuos que no comulguen con la ausencia absoluta de formalismos literarios. Desde ya, muchísimas gracias:
¡Por favor! ¿Qué quieren inventar? ¿Se acuerdan ustedes lo que decía aquella propaganda de fines de los noventa? ¡Basta de inventos viejo! El fútbol es más simple. Dos Wines bien abiertos, y un centro forward que la mande a guardar.
Esto es así.
¿Qué me vienen ahora con estas posiciones nuevas que nadie entiende? Fulano juega de doble cinco; Mengano juega de carrilero. ¿Carrilero? ¿Qué cuernos es un carrilero? Desde mi humildísimo punto de vista, es un maratonista frustrado. Un tipo que corre cuarenta y dos kilómetros ida y vuelta durante noventa minutos, y cuyo mérito principal radica en no sufrir un infarto masivo o una embolia. Ahora, de la pelota mejor no hablemos, porque a duras penas sabe lo que es.
El otro día, en una reunión de aquellas a las que uno concurre por haber sido un lerdo a la hora de interponer la excusa, tuve la desgracia (otra más) de quedar sentado al lado de un personaje funesto. El tipo, que para colmo era incapaz de hablar de otra cosa que no fuera fútbol, sostenía en forma inflexible que en su tiempo, Diego Maradona no jugaba de número diez. Desde su punto de vista era media punta.
“¡Andá a lavarte las patas! Si supieras qué es una media punta la pedirías entera, infeliz. Mas qué media punta. Maradona era un gordito que jugaba arriba, y cada vez que la agarraba hacía unos desparramos bárbaros. Eso era Maradona. Y jugaba con la diez; para que lo sepas. Igual que Alonso, Bochini, Riquelme o Rubén Paz.” En realidad no dije exactamente eso.
¿POR QUÉ NUNCA DIGO TODO LO QUE PIENSO?
“No era un enganche clásico”, me dice con cara de estar explicando la teoría de la relatividad.
Está bien hermano. Ganaste. Solo porque no sé qué carajo es un enganche clásico, y ya me están entrando ganas de hablar de otra cosa.
Después –por supuesto- me parapeté en un rincón alejado, y me quedé pensando en el asunto.
El problema es que en este país la gente enfoca el fútbol como si fuera una ciencia. ¡Una ciencia! Y de tanto escuchar todos los domingos al Macana Yárquez, se terminaron creyendo el versito. Y ojo, que no hablo desde el desconocimiento. Hubo un tiempo en el que yo también iba todos los domingos a la cancha. Soy parte de la generación que no concibe el fútbol si no se lo cuenta el inefable Macaya. Pasé por los relatos de Mauro Viale; padecí a Marcelo Araujo; y ahora tolero estoicamente la voz en off del pollo Vignuolo (la cual a duras penas soy capaz de asociar con una cara). Pero por suerte no me creo todo lo que me dijeron, me dicen o me dirán. Soy un proyecto acabado de lo que se suele identificar como un “librepensador”. Para mí el fútbol -y específicamente el Club Atlético River Plate- no es más importante que mi vieja, que la patria o que Dios (esto último tómenlo con pinzas). No lo sigo a todas partes; ni en el peor de mis sueños me agarraría a trompadas con nadie para defender la divisa; y la semana no se me amarga por el hecho de que se la emboquen en el último minuto. Ni siquiera tiene entidad suficiente para relegar un almuerzo de los opulentos. Sin embargo, me sigue gustando este simpático deporte. Lo miro siempre, lo leo en el diario, conozco la tabla de los descensos, la de las copas y la general. Soy eso que antes de la era de la televisión se denominaba fanático, y ahora se ha transformado en el eslabón perdido entre el soldado del negocio ajeno, y el que vive prescindente de pelotitas, pelotones y pelotudos.
No soy de aquí, ni soy de allá.
No tengo edad, ni porvenir.
Y ser feliz es mi color de identidad.
En rigor de verdad, me gusta pensar que tengo un porvenir, y que no soy de los que se compran cualquier cosa que sale a la venta. El secreto es comenzar reconociendo que el diario Olé es un artículo redundante, aunque dadas las cosas como están, esto es bastante más difícil de lo que parece.
¿Alguien me puede explicar qué es la asimetría del volumen de juego? La semana pasada, en la conferencia de prensa ofrecida después del partido con no sé quien, un periodista le preguntó al técnico de la selección por este mal endémico que padece el equipo nacional. Supongo que se refería a la diferencia de rendimiento que suele existir entre el primer tiempo y el segundo. Pero analizando la complejidad de la frase, asumo que no puedo tener la soberbia de mostrar ninguna seguridad. El fútbol es una ciencia mi viejo, y yo soy solo un triste abogado. Hay que aceptarlo, y aprender a vivir con eso.
Estamos transitando una época difícil, en la cual los jugadores no solo tienen la obligación de jugar. También deben interpretar un mensaje. Entonces, cuando un técnico pierde su empleo luego de arduos quince días de trabajo, se suele decir que los jugadores no supieron interpretar ese famoso mensaje.
En fin… si yo fuera director técnico, lo que diría en mi primera charla con el equipo sería lo siguiente:
“CUANDO LA PELOTA COMIENCE A RODAR, EL LEÓN DORADO LES MARCARÁ EL CAMINO”.
Ahí se les van a quitar las ganas de interpretar, y van a empezar a tirar la frase con conocimiento de causa. Van a terminar todos sentados en ronda alrededor del círculo central, intercambiando “interpretaciones” a diestra y siniestra. Manga de inútiles. Una ciencia… si Federico Leloir se levantara de su tumba los mataría a todos con un lanzallamas.
Recuerden bien amigos: Dos wines bien abiertos y un centro forward que la mande a guardar. No hay otro secreto. No se dejen engañar.
¡Por favor! ¿Qué quieren inventar? ¿Se acuerdan ustedes lo que decía aquella propaganda de fines de los noventa? ¡Basta de inventos viejo! El fútbol es más simple. Dos Wines bien abiertos, y un centro forward que la mande a guardar.
Esto es así.
¿Qué me vienen ahora con estas posiciones nuevas que nadie entiende? Fulano juega de doble cinco; Mengano juega de carrilero. ¿Carrilero? ¿Qué cuernos es un carrilero? Desde mi humildísimo punto de vista, es un maratonista frustrado. Un tipo que corre cuarenta y dos kilómetros ida y vuelta durante noventa minutos, y cuyo mérito principal radica en no sufrir un infarto masivo o una embolia. Ahora, de la pelota mejor no hablemos, porque a duras penas sabe lo que es.
El otro día, en una reunión de aquellas a las que uno concurre por haber sido un lerdo a la hora de interponer la excusa, tuve la desgracia (otra más) de quedar sentado al lado de un personaje funesto. El tipo, que para colmo era incapaz de hablar de otra cosa que no fuera fútbol, sostenía en forma inflexible que en su tiempo, Diego Maradona no jugaba de número diez. Desde su punto de vista era media punta.
“¡Andá a lavarte las patas! Si supieras qué es una media punta la pedirías entera, infeliz. Mas qué media punta. Maradona era un gordito que jugaba arriba, y cada vez que la agarraba hacía unos desparramos bárbaros. Eso era Maradona. Y jugaba con la diez; para que lo sepas. Igual que Alonso, Bochini, Riquelme o Rubén Paz.” En realidad no dije exactamente eso.
¿POR QUÉ NUNCA DIGO TODO LO QUE PIENSO?
“No era un enganche clásico”, me dice con cara de estar explicando la teoría de la relatividad.
Está bien hermano. Ganaste. Solo porque no sé qué carajo es un enganche clásico, y ya me están entrando ganas de hablar de otra cosa.
Después –por supuesto- me parapeté en un rincón alejado, y me quedé pensando en el asunto.
El problema es que en este país la gente enfoca el fútbol como si fuera una ciencia. ¡Una ciencia! Y de tanto escuchar todos los domingos al Macana Yárquez, se terminaron creyendo el versito. Y ojo, que no hablo desde el desconocimiento. Hubo un tiempo en el que yo también iba todos los domingos a la cancha. Soy parte de la generación que no concibe el fútbol si no se lo cuenta el inefable Macaya. Pasé por los relatos de Mauro Viale; padecí a Marcelo Araujo; y ahora tolero estoicamente la voz en off del pollo Vignuolo (la cual a duras penas soy capaz de asociar con una cara). Pero por suerte no me creo todo lo que me dijeron, me dicen o me dirán. Soy un proyecto acabado de lo que se suele identificar como un “librepensador”. Para mí el fútbol -y específicamente el Club Atlético River Plate- no es más importante que mi vieja, que la patria o que Dios (esto último tómenlo con pinzas). No lo sigo a todas partes; ni en el peor de mis sueños me agarraría a trompadas con nadie para defender la divisa; y la semana no se me amarga por el hecho de que se la emboquen en el último minuto. Ni siquiera tiene entidad suficiente para relegar un almuerzo de los opulentos. Sin embargo, me sigue gustando este simpático deporte. Lo miro siempre, lo leo en el diario, conozco la tabla de los descensos, la de las copas y la general. Soy eso que antes de la era de la televisión se denominaba fanático, y ahora se ha transformado en el eslabón perdido entre el soldado del negocio ajeno, y el que vive prescindente de pelotitas, pelotones y pelotudos.
No soy de aquí, ni soy de allá.
No tengo edad, ni porvenir.
Y ser feliz es mi color de identidad.
En rigor de verdad, me gusta pensar que tengo un porvenir, y que no soy de los que se compran cualquier cosa que sale a la venta. El secreto es comenzar reconociendo que el diario Olé es un artículo redundante, aunque dadas las cosas como están, esto es bastante más difícil de lo que parece.
¿Alguien me puede explicar qué es la asimetría del volumen de juego? La semana pasada, en la conferencia de prensa ofrecida después del partido con no sé quien, un periodista le preguntó al técnico de la selección por este mal endémico que padece el equipo nacional. Supongo que se refería a la diferencia de rendimiento que suele existir entre el primer tiempo y el segundo. Pero analizando la complejidad de la frase, asumo que no puedo tener la soberbia de mostrar ninguna seguridad. El fútbol es una ciencia mi viejo, y yo soy solo un triste abogado. Hay que aceptarlo, y aprender a vivir con eso.
Estamos transitando una época difícil, en la cual los jugadores no solo tienen la obligación de jugar. También deben interpretar un mensaje. Entonces, cuando un técnico pierde su empleo luego de arduos quince días de trabajo, se suele decir que los jugadores no supieron interpretar ese famoso mensaje.
En fin… si yo fuera director técnico, lo que diría en mi primera charla con el equipo sería lo siguiente:
“CUANDO LA PELOTA COMIENCE A RODAR, EL LEÓN DORADO LES MARCARÁ EL CAMINO”.
Ahí se les van a quitar las ganas de interpretar, y van a empezar a tirar la frase con conocimiento de causa. Van a terminar todos sentados en ronda alrededor del círculo central, intercambiando “interpretaciones” a diestra y siniestra. Manga de inútiles. Una ciencia… si Federico Leloir se levantara de su tumba los mataría a todos con un lanzallamas.
Recuerden bien amigos: Dos wines bien abiertos y un centro forward que la mande a guardar. No hay otro secreto. No se dejen engañar.