Aceptémoslo; usted ha dejado de ser un niño. Su señora madre decidió suprimir la compra mensual de su pasta de dientes favorita. Esa con gustito a frutilla. También se resiste con inusitada firmeza a lavarle los calzones y, lo que es peor, a depositarle la paga semanal sobre su mesa de noche. El mundo tal y como lo conoció hasta el día de hoy se desmorona sobre su cabeza, exigiéndole un replanteo que supera con creces la cantidad de improvisación presupuestada para el año en curso.
Su condición actual es expuesta con crudeza, trazándose una injusta analogía con la fábula de la hormiga y la cigarra. De nada sirve ahora esa briosa exaltación de las virtudes de la cigarra que ensaya con el afán de ablandar el corazón de su progenitora. Ella desea que se busque un empleo. Y en lo posible uno honesto; de esos que retribuyen un esfuerzo físico o intelectual con una cantidad de moneda de curso legal determinada de antemano. Un verdadero escándalo. Una pretensión inadmisible.
Para colmo de males, su padre –siempre tan didáctico- le explica que el vello que ha echado en algunas zonas más o menos privadas de su anatomía no solo le otorga derecho a demostrar su condición de macho alfa entre las sábanas de alguna señorita (algo de lo que está orgulloso), sino que también le impone la obligación de abonar los gastos que ello demande con fondos propios.
No, ni siquiera lo piense. Usted sabe mejor que nadie que si en cuatro años de carrera ha rendido con éxito solo siete exámenes finales, las posibilidades de que se reciba de algo son insignificantes. La excepción que pretende interponer prosperaría si se hallara a unos pocos metros de la bandera a cuadros, y para las distancias que usted maneja sería mucho más apropiado utilizar el año luz.
“Oiga… ¿por qué me dice estas cosas horribles?”, preguntará usted, que si bien no se reconoce en el ejemplo que traigo a la mesa, deja escapar alguna que otra lágrima rememorando un pasado no del todo cicatrizado.
La verdad es que no lo sé. No puedo dormir. Tuve un mal día en el trabajo. Cometí errores infantiles. Ignoré detalles notorios. Comprometí recursos insustituibles.
Qué sé yo… me gusta pensar que con estas líneas le estoy amargando el día a alguien más. Que estoy poniendo de manifiesto –sin anestesia- lo irreparable de sus conductas. Que estoy hiriendo de muerte alguna adolescencia extemporánea.
No sé… algo. Algo dañino.
Tengan ustedes muy buenas noches.