Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

domingo, 13 de julio de 2008

EL TRISTE FINAL DE LA MILAINA


Corre el mes de abril de 1993. Campo de Mayo. Este Homo Sapiens viaja pacífico en la parte trasera de un camión del ejército argentino. Junto a él, una olla con un guiso incalificable que hará las veces de alimento para un batallón de ciento cincuenta colimbas en estado de completa desesperación, otro soldado ausente de espíritu y para colmo somnoliento, y una bandeja con catorce milanesas napolitanas que serán servidas en el casino de suboficiales.

Bienaventurados aquellos destinados al rancho en día de milainas napolitanas. Este soldado podrá ser un patriota, pero no es de fierro; y aunque su compañero se niega a tomar parte en la operación "Muzzarella carrera marrrrr" él decide arriesgar el pellejo en beneficio de su intestino delgado.


Nuestro héroe extrae del bolsillo del pantalón un pañuelo en estado un tanto deplorable, y sin demasiados prolegómenos desvía una de las catorce piezas de la bandeja para luego envolverla prolijamente con el mencionado utensillo. Acto seguido, procede a hacerse el boludo dedicando de tanto en tanto una mirada amenazante a su cobarde camarada.

La maniobra pasa completamente desapercibida entre los suboficiales, por lo que solo resta aguardar hasta después del almuerzo y hallar un sitio apartado para poder engullir el premio en paz. El soldado de la patria lo sabe, y apenas puede contener la emoción.

Sin embargo, el diablo mete la cola. Dos conscriptos riñen por un plato de aquel guiso miserable que había viajado en el camión con el patriota hambriento. Se arma una pequeña escaramusa y de inmediato llega la sanción colectiva del sargento Ojeda.


El castigo elegido: Tres horas de salto de rana, cuerpo a tierra, alrededor mío carrera mar y demás actividades sumamente perjudiciales para las milanesas envueltas en pañuelos sin higienizar y guardadas en los bolsillos de los pantalones de combate.


El resultado: El botín del osado caco se echa a perder. Invadido por el sudor adherido al pañuelo y con una consistencia similar a la de una banana sometida a treinta segundos de minipimer, el trozo de carne informe es abandonado a su suerte en una zona de tupida vegetación.


Nuestro héroe, atormentado por una profunda depresión, pasa de largo la cena y se acuesta.


Por tener la barba crecida le es asignado el tercer turno de imaginaria. De dos a cuatro de la mañana.


A él no le importa.

2 comentarios:

capitanfla dijo...

Por eso es mejor asaltar bancos.

Yoni Bigud dijo...

Una actividad muy noble.